Una sesión en Bellas Artes

La evocación de la rosa y la espina hecha por el presidente de la Generalitat en el día de Sant Jordi ha repintado en mi mirada un acontecimiento de postín celebrado el mes de diciembre pasado en el Salón de Columnas del Círculo de Bellas Artes de Madrid: tres tenores de la Transición –Felipe González Márquez, Miguel Roca i Junyent y Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón– y una soprano del actual Gobierno –María Dolores de Cospedal– se esperaba que entonaran deslumbrantes arias sobre el Estado de las Autonomías.

El relator del libreto inicial, el destinado a provocar los cantos mediante una primera descripción de las llagas, es el docto jurista –y hoy ya académico electo de la Real Española– Santiago Muñoz Machado. Su juicio sobre las insuficiencias en la concepción, desarrollo y práctica del Título VIII de la Constitución, que ha ampliado en un texto inexcusable llamado «Informe sobre España», es suavemente severo con los autores del Título constitucional, francamente recio con los políticos aplicadores y definitivamente duro con el Tribunal Constitucional, que ubicado en la última trinchera, a su entender no supo clarificar las brumas que en aquel se contenían, reservándose un papel de árbitro en cuyo cometido habría sido normalmente tardío y con frecuencia promotor de confusión, siendo así que su tarea debería haber llevado a una limpia delimitación de las competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, a pesar de lo cual rehuyó soluciones en este sentido ya experimentadas en otros países, con llamadas frecuentes por parte del autor a la experiencia alemana.

Y audible como melodía de fondo una causa dominante, la improvisación, la falta de reflexión previa, objetiva e ilustrada antes de tomar las decisiones, siendo curioso que en el propio acontecimiento, ante la llamada del libretista a que los preceptos constitucionales no hubieran venido precedidos de estudios reposados y enjundiosos sobre las opciones organizativas disponibles y los resultados esperables de la aplicación de cada una de ellas, el señor Roca Junyent reivindicase la palabra de los políticos como protagonistas de los eventuales cambios constitucionales que fueren pertinentes, en ningún caso sustituibles en su quehacer por los académicos, tesis sin duda correcta, pero que no obvia la petición de que sus consensos –técnica que todos los intervinientes alabaron– se produzcan en términos de un sereno conocimiento previo y en profundidad de todas las posibilidades al alcance de la mano, para que su elección merezca el doble calificativo de política, pero también de ilustrada.

Con escasa autocrítica, quedó vivo en el ambiente que la ciudadanía percibe graves problemas en la marcha del sistema autonómico, cuya implantación respondió –a mi juicio– a una artificiosidad, en la que la tacha de improvisación se evidencia en el tan pobre desde el punto de vista argumental como fecundo en lo publicitario que fue el eslogan «café para todos», cuando es así que solo los menos habían pedido café, mientras el resto de la nación se solazaba unánime en la común jícara nacional, no obstante lo cual para remediar aquella minoritaria demanda se acordó aplicar a todos la ingesta de café, cada territorio en su pocillo particular, alumbrando así el Estado de las Autonomías.

A esta inicial artificiosidad le ha pasado, sin embargo, lo mismo que a la división de España en provincias realizada en la primera mitad del siglo XIX por Javier de Burgos, algo también artificial, hecho a imitación de la división francesa en departamentos para facilitar el gobierno del Estado centralizado que patrocinaban la Revolución y el liberalismo, pero cuyo artificio, por el hecho mismo de existir, encarnó en las costumbres ciudadanas, hasta el punto de que hoy en día la identificación dentro de España está en gran parte referida a la provincia en la que uno ha nacido o vive.

Sin desconocer que la conversión del territorio de España en Comunidades Autónomas tiene una infinita mayor densidad política que la meramente administrativa de su división en provincias, sin embargo permanece el dato de la artificiosidad del origen, cosa que en la actualidad consideró positiva, porque ha determinado que no se hayan generalizado problemas de identidades excluyentes ni que el sistema haya incidido negativamente en la idea dominante de la igualdad de todos los españoles, lo que facilita cualquier reforma que lo haga más funcional, puesto que los ciudadanos lo enjuician más desde el punto de vista de su función en cuanto a la eficacia en la gestión de los bienes y servicios públicos y la preservación de las peculiaridades físicas del propio territorio que en el de cualquier rechazo a las otras Comunidades, a las que normalmente ven como propias en la perspectiva del interés común de España. Es esta aptitud de la opinión pública para aceptar una reforma razonable y clarificadora del Estado de las Autonomías la que más predica a favor de un acuerdo político que tenga por base esa profunda reflexión previa que aparte del camino la tacha de improvisación y que por eso alcance a consolidarlo no por vía del puro prejuicio anticentralista, sino porque su funcionalidad para el conjunto de la Nación lo haga no solamente aceptable, sino realmente asumido y estimado por todos.

¿Y qué de los que en vez de funcionalidad lo que piden es identidad que los excluya del destino común? Roca Junyent habló de flexibilidad, lo que a mi entender quiere decir ánimo de integración, pero pidiendo un cómo especial.

Los españoles, incluidos los vascos y catalanes, llevamos más de cinco siglos regidos por unas mismas testas coronadas, unidos antes durante ocho siglos en la tarea común de la bélica convivencia con el islam a la que llamamos Reconquista y perfectamente delimitados en un territorio universalmente reconocido e inamovible que dibujan los Pirineos, los mares y Portugal. Inevitablemente, incluso para los menos porosos, estas circunstancias generan, aunque solo sea por ósmosis, relaciones y proximidades que ahí están y que es imposible negar, pero que no obstante en sectores que la acción política puede amplificar generan posiciones de rechazo que al resto de los españoles nos resulta difícil cuando no imposible explicar.

Pienso que los sectores de esos territorios que quieren cercenar de su ser la idea misma de España responden a una pasión, la que sienten a favor de determinados elementos de su estar en el mundo que aman especialmente y que consideran no suficientemente aceptados y protegidos por aquella idea, lo que les lleva a orientar su voluntad y su acción en el exclusivo sentido de asegurar una personalidad que temen que se diluya integrada en una unidad más amplia. Esta pasión de amor, tan visible, por ejemplo, en la posición de Cataluña en el tema de la lengua, no es compartible en cuanto tal pasión por quienes no tienen más lengua que el castellano o siendo de territorios que también tienen otra lengua cooficial, sin embargo observan el hecho con una mayor frialdad.

Pero no compartir una pasión no quiere decir que no pueda ser racionalizada y comprendida en sus objetivas dimensiones por el observador ajeno a la misma, que una vez ubicado en esta posición –la de aceptar que la pasión existe y es disfrutada por quien la posee–, se encuentra en actitud idónea para intentar que la dimensión pasional no se extienda más allá de su estricto disfrute y que así también lo vea el poseído por ella, de modo que su existencia no arruine definitivamente una unidad y convivencia secular más amplia que la del ámbito en que aquella se nutre y vive y que también, como ocurre con todas las pasiones, nubla en parte la visión cristalina de las cosas y de los hechos.

Ramón Trillo, magistrado emérito del Tribunal Supremo.

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