Una sesión en Morales

Es hecho conocido que uno de los escasísimos españoles a los que el Rey Alfonso XIII no aplicó el hábito Borbón del tuteo fue don Miguel de Unamuno. Este vasco formidable, que con tanta profundidad expresó en su ser una de las esencias del ser de España y que en espléndido narcisismo buscó con angustia permanecer eternamente en su humana individualidad, volvió un día la mirada hacia el Cristo de Velázquez y en él le fascinó primero su blancura...

Blanco tu cuerpo está como el espejo/ del padre de la luz, del sol vivífico.

Para concluir el largo poema con una súplica de erguida dignidad...

y muramos/ de pie cual Tú, y abiertos bien los brazos/ y como Tú ,subamos a la gloria/ de pie, para que Dios de pie nos hable.

Pienso que este alfa y omega del canto de Unamuno al Cristo pintado por Velázquez expresa una de las constantes del sentido y de la forma con que los españoles hemos afrontado el tránsito por una historia rica en magnos y universales acontecimientos, uno de los más grandes, sin duda, el descubrimiento y colonización de América. Ahí Castilla, que fue la gran protagonista, quiso buscar la justificación que aliviase su conciencia cristiana del dominio al que eran sometidos aquellas tierras y sus pobladores.

La reacción de los reyes de España ante el sorprendente acontecimiento que representaba el Nuevo Mundo no fue en ningún momento la de una pragmática aplicación de la fuerza sin más, sino que quisieron que se debatiera sobre los justos títulos de la conquista y ocupación y los límites que de aquellos justos títulos se pudieran derivar porque –como en el verso de Unamuno–, después de cumplida la tarea, también ellos querían subir a la Gloria de pie, para que Dios de pie les hablara, y para eso su conciencia necesitaba pintarse de la blancura de lo justo.

Surge así, estimulada por ellos, la densa dialéctica en la que va a tener una relevancia determinante la idea cristiana de la salvación del alma como bien supremo a ofrecer a los no cristianos, y por eso una visión de los indios como sagrados acreedores de la cristianización.

Un sólido punto de apoyo inicial para tranquilizar a los que temían por el negocio de la salvación de su propia alma lo constituyó la Donación que el Papa Alejandro VI había hecho a Castilla para plantar la fe cristiana en aquellas tierras, misión en la que desde un principio se destacó que los indios eran tan vasallos del rey como los habitantes de Castilla y en ningún caso meros siervos.

El primero que arañó en profundidad la suficiencia del justo título en que se consideraba la Donación papal fue Francisco de Vitoria, el dominico cuyas doctrinas constituyen una de las más fértiles aportaciones de España al camino civilizador de la Humanidad por la vía del derecho internacional. Dijo Vitoria que el justo título basado en la predicación de la fe podría ser invocado por cualquiera de los príncipes cristianos, aunque al mismo tiempo matizó su afirmación en el sentido de aceptar que el Papa había concretado el encargo de la evangelización de las Indias en los españoles, pero que este título de ninguna manera los autorizaba a que se les declarase la guerra o se ocuparan sus tierras con la disculpa de practicar la predicación, aunque al final, después de exponer otras seis posibles razones para justificar el dominio, alude como de pasada a un eventual título, que sin embargo a la postre resultó el más utilizado por todos los colonizadores, aunque él lo considera cuando menos dudoso: la barbarie de los indios, que no los haría aptos para constituir una república legítima, lo que justificaría que los reyes de España tomasen a su cargo la administración y nombrasen nuevos gobernantes, siempre condicionado a que esto fuese conveniente para aquellos, saliéndose así del estricto sentido que podía darse a la Donación papal, que según la tradición de los dominicos solamente autorizaba la evangelización pacífica.

Frente a la cobertura estrictamente religiosa, fundada en la explícita autoridad papal y en la naturaleza apostólica de la Iglesia, Francisco de Vitoria pasó a una justificación de aroma ciertamente más laico, que extendió a la cobertura de lo que España había hecho hasta entonces en Indias, hasta el punto de asumirlo en su globalidad sobre la base de que, a pesar de que algunos de los métodos empleados hubieran sido a veces discutibles, sin embargo la cristianización había avanzado y se habían generado muchas riquezas.

Pero quien dio el paso definitivo a la secularización del justo título de la acción de los españoles en Indias fue el cronista del Emperador Carlos V, Juan Ginés de Sepúlveda, que intervino en un famoso debate que a impulso de aquel tuvo lugar en Valladolid en 1550 y en el que Ginés de Sepúlveda actuó como oponente de fray Bartolomé de las Casas, el dominico y obispo de Chiapas autor de «La Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias», texto tachado de pueril por Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón.

Para Sepúlveda, el Estado tenía justo título para dominar aquellas tierras y sus habitantes en razón de su propio proyecto político, no solo religioso, sino también económico y expansionista, sin que su actuación sobre los nativos tuviese por qué limitarse a la cristianización, sino que más bien debía dirigirse a la enseñanza de los valores y modos de vida de la civilización europea, y así poder ser recibidos en pie de igualdad como súbditos del Rey, lo que no excluyó que, a la hora de sentirse en pie en términos unamunianos, los españoles normalmente tuvieran en su apreciación moral el valor de la cristianización como manto con el que cubrir la evidente inmoralidad de algunos de los actos de fuerza que cometieron.

No de Unamuno, pero sí del resto de las cosas que aquí se enuncian, se habló en la sesión de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas celebrada para recibir como académico a Santiago Muñoz Machado, ilustre jurista del derecho público, que iluminó con su disquisición las razones jurídicas con las que se movió España en su quehacer americano, sin duda el que más profundidad ha dado a nuestra historia y en el que se observa el afán de búsqueda de una alta motivación ética o religiosa expresada como valor absoluto, que sin embargo después era difícil hacerla compatible con las exigencias de la pedregosa realidad, a la que se veía obligada a adaptarse, y con el tiempo asumidas por la mayoría de la colonizaciones que en el mundo han sido, en las que con el impulso civilizador y a veces misionero se intentaron cubrir las mancillas morales que acontecían.

Volviendo a Unamuno, si imaginamos con el blanco de la pureza el mundo que allende el Atlántico encontró España, si nuestros antepasados quisieron concebirlo como un semillero de almas para la salvación eterna para así salvar el negocio de su propia alma, y si no obstante emergieron también el puro poder y la codicia pura como palancas eficaces de nuestra acción en aquellas tierras, no obstante la tensión ética para justificarse por encima de estas terrenales urgencias nunca desapareció de su espíritu, y de ahí que España, en apreciación conjunta, pueda recibir en pie, con la cabeza en alto, el juicio sobre una obra cuyo resultado somos más de cuatrocientos millones de seres humanos viviendo la civilización cristiana, teniendo como lengua materna el castellano y trufados de un vivido mestizaje en el que la idea de persona como ser con dignidad trascendente prevalece sobre cualquier otra consideración.

Recientemente, en visita oficial a España, nos lo recordaba D. José Mujica, exguerrillero y actual presidente de la República de Uruguay…

Por Ramón Trillo Torres, magistrado emérito del Tribunal Supremo.

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