Una sociedad de enfermos imaginarios

¿Cuánto vale ese halcón que tiene debajo del mostrador? Alan Bennett, el gran escritor inglés, oyó la pregunta cuando hacía cola en una freiduría del norte de Inglaterra. Desde su puesto en la larguísima cola no podía ver el mostrador, y tuvo que echar a volar su imaginación para deducir cómo podía estar aquella noble bestia atrapada en un sitio tan insólito. ¿Qué extraña circunstancia habría llevado a un halcón a parar debajo del mostrador de una tienda inglesa de pescado empanado y patatas fritas? ¿Se habría muerto el halcón y, echando de menos el inmenso cielo había acabado allí debajo? ¿Lo había disecado el encargado para levantar el interés de los visitantes, situándolo en el mostrador de su tienda? Y, en cualquier caso, ¿cómo podía haber ocurrido aquello?

La inteligencia de Alan Bennett, por fecunda que fuese, quedó inmovilizada ante el enigma que le suponía la presencia del animal en el mostrador, y dedicó los pocos minutos que le quedaban esperando en la cola a pensar en lo difícil que es entender el mundo de hoy, tan lleno de maravillas cambiantes que se multiplican con una rapidez apabullante, sin seguir ningún patrón lógico ni obedecer a ninguna disciplina racional. Cuando llegó al mostrador, Bennett se dió cuenta de que El Halcón no era más que una marca de cerveza.

Desde que oyó la anécdota, mi mujer siempre califica como «un halcón debajo del mostrador» a cualquier aspecto del mundo que nos rodea y que consideramos incomprensible.

Y son muchos. No puedo explicarme, por ejemplo, la popularidad de McDonald's o CocaCola; tampoco la necesidad de tanta burocracia como la que aguantan los españoles o la estupidez de los lectores de Dan Brown. Pero tal vez el aspecto más desconcertante del mundo actual, por ser el más universal, es la excesiva y mórbida preocupación por la salud.

Escribo estas líneas en plena crisis -según dicen los propagadores profesionales de noticias alarmantes- de la supuesta pandemia de la influenza porcina -o gripe A/H1N1, como debemos llamarla para no molestar a los criadores de cerdos-. Resulta que ni es una crisis, ni una pandemia, ni creo que se trate siquiera de una enfermedad grave.

Acabo de escuchar a unas señoras estadounidenses, mientras se tomaban un vinito en la sala VIP del aeropuerto londinense de Heathrow, asegurar que, para tomar precauciones, ni siquiera van a hablar con un mexicano antes de que la enfermedad desaparezca. En el Reino Unido, donde cuando concluyo este texto hay aproximadamente media docena de enfermos, ninguno de ellos gravemente afectado, el Gobierno va a distribuir un panfleto en todos los hogares del país para informar a los ciudadanos sobre las medidas que hay que tomar en caso de caer enfermo. Entre los consejos que propone el Ejecutivo británico está el de formar grupos de vecinos para que si uno de ellos se encuentra en cuarentena, los demás le ayuden a hacer la compra u otros servicios amigables. Por otra parte, en Estados Unidos escuché en la radio a un experto aconsejando a los oyentes que no saliesen del país sin consultar a un médico -y es que en EEUU hay más casos de afectados que en cualquier otro país, incluido México-.

Los más enloquecidos se están poniendo mascarillas, mientras piden cita a los médicos con llamadas ansiosas sobre una gripe que, probablemente, ni les va a afectar, y que en caso de afectarles no les hará mucho daño. A mí supongo que me pondrán en cuarentena ya que cada vez que estornudo -lo que hago a menudo en esta época del año por la concentración de polen- suena al gruñido de un cerdo acatarrado.

Está claro que en el mundo desarrollado pretendemos ser demasiado sanos. Dejar de pensar en nuestras enfermedades nos liberaría para gozar más de la vida. Aceptar con dignidad un poco más de mala salud nos haría más felices, y nos ahorraría mucho dinero. Hoy en día, es absurdo todo lo que se gasta en buscar la salud perfecta. En marzo de este año en España se gastó algo menos de 1.100 millones de euros en medicamentos adquiridos con receta farmaceútica -un aumento de más del 9% respecto al mismo mes del año anterior-. Cabe preguntarse si la población española está sufriendo tanto que no es capaz de aguantar enfermedades a las que nuestros antepasados ni le hubieran hecho caso y por las que, por supuesto, no habrían gastado tanto dinero en medicamentos.

En el Reino Unido, el presupuesto para la salud pública en 2009 asciende al 9% del Producto Nacional Bruto y a más del 16% del presupuesto total. En Estados Unidos, el aumento en gastos relacionados con asuntos de salud está en torno al 6% anual, mientras que la economía se está estancando. La situación es claramente insostenible, y es consecuencia de unos valores cuanto menos extraños, ya que sería más lógico y más útil para la humanidad reducir el presupuesto de la salud pública en los países desarrollados -donde prolongamos nuestras vidas inútilmente y mimamos a nuestros hipocondríacos,- para repartir ese dinero a comunidades en zonas menos privilegiadas del mundo donde sí siguen padeciendo pestes horribles y niveles de mortalidad infantil escalofriantes.

Por supuesto, no invertimos tanto en nuestra salud para estar más sanos: ya estamos sobrada y escandalosamente sanos, y la preocupación por la salud es en sí misma una enfermedad que fomentamos e impulsamos despilfarrando tanto dinero. Nuestros motivos no son sanitarios, ni saludables, sino políticos, sociales, económicos, y psicológicos.

Los políticos buscan votos sobornando a los electores con píldoras y pastillitas. Las instituciones intentan edificar una morada social cuidando y nutriendo una cultura de vocación social. Las industrias farmacéuticas y de ingeniería médica siembran ansiedad por la salud para ganar dinero. La gente quiere medicinas y camas de hospital como muestras del cariño que le falta en sus relaciones con sus parejas e hijos.

En el fondo, la preocupación por la salud responde a nuestra necesidad básica de compartir valores con nuestros conciudadanos. Antes compartíamos patriotismo, religión, ideologías o valores morales. Hoy no nos queda nada de eso. En nuestras sociedades plurales, la sanidad es el único bien que atrae el respeto de casi todos. La salud es nuestra moralidad. Los hospitales y clínicas son nuestros templos. Los médicos son nuestros sacerdotes, y el presupuesto sanitario es la ofrenda que sacrificamos al gran ídolo e ideal de un cuerpo perfectamente sano.

Pensar en la salud de los demás es una virtud, hacerlo en la propia es un vicio. Por supuesto, es imprescindible, si queremos mantener una sociedad eficaz y una economía vigorosa, que dispongamos de una población trabajadora sana y bien nutrida. Para mantener una sociedad que valga la pena tenemos que dedicar un porcentaje suficiente de los impuestos de los ricos a la mejora de la salud de los gravemente enfermos, los niños, los pobres y los menos privilegiados. Pero para conseguir estos fines, no nos hace falta seguir mejorando tratamientos que ya son muy buenos, preocupándonos por alarmas provocadas por enfermedades de desconocido alcance, desarrollando nuevas tecnologías médicas excesivamente complejas y costosas, y gastando más tiempo en consultas y más dinero en los presupuestos sanitarios. Al contrario, tendríamos más dinero para cuidar a los más necesitados si los que estamos relativamente sanos dejáramos de acaparar tantos recursos.

Nos hace falta una revolución en los valores y en las expectativas. Busquemos valores más dignos sobre los que sostener una sociedad plural más allá de ese culto a la salud: la paz, por ejemplo, el respeto, el placer de conocer y experimentar culturas diversas. Dejemos de esperar que nuestra salud sea perfecta. Abracemos a las peripecias de la salud como oportunidades de sufrir callándose y de resistir al egoísmo. Ajustémonos a una vida incierta y peligrosa que pudiera ser corta pero que saldrá por cierto más interesante que una vida entregada al deseo de prolongarse. Enfrentémonos a la muerte como proceso natural, sin temores. Insistamos en no recurrir al médico ni al hospital sino por motivos auténticamente graves. Soportemos los achaques, aguantemos los dolores, las tensiones, las fatigas y los malos humores como episodios normales de una vida sana.

Intentemos seguir llegando a nuestros lugares de trabajo a pesar de los catarros y gripes y otras enfermedades cotidianas. Boicoteemos a las medicinas de marca y los tratamientos excesivamente sofisticados y caros. Renunciemos a la seguridad y la comodidad. Sustituyamos el aprecio a una vida entera, denodada y difícil. Si dejamos de pensar en la salud, seremos más sanos o, por lo menos, no nos daremos cuenta de que no lo somos, que al fin y al cabo es la misma cosa.

Por supuesto, otra gran peste vendrá a exterminarnos o a acabar con la vida de muchos millones de personas. El mundo de los microbios es tan mutable y tan volátil, y la evolución de los virus se desarrolla con tanta rapidez que es inevitable que algún día de estos aparecezca una nueva cepa para desafiar con éxito a todas nuestras medidas de resistencia. Pero la influenza porcina no la es. Hay que tratarla con desdén. Si seguimos reaccionando exageradamente a enfermedades desdeñables, lo más probable es que cuando nos toque la próxima Peste Negra, estemos tan hartos de esas alarmas que acabaremos rindiéndonos al desastre como los oyentes de Casandra o del niño que gritó «¡lobo!».

Felipe Fernández-Armesto, historiador y ocupa desde 2005 la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston (Massachusetts, EEUU). Es autor de Los conquistadores del Horizonte. Una historia mundial de la exploración.