Una sociedad de mirones

El espectáculo de medios de comunicación abalanzándose sobre el cadáver de una joven, hermana de la princesa de Asturias, en busca de combustible para el sensacionalismo, es algo más que un calentón pasajero. Es la metáfora de nuestro tiempo y dice más sobre el momento presente que una tesis doctoral. Decía el filósofo Kant que la reacción de los espectadores es el índice de la salud moral de una sociedad. El entusiasmo con el que saludaron, por ejemplo, la llegada de la Revolución Francesa era la mejor prueba del alto valor moral de ese acontecimiento. Se supone que el espectador, al no estar implicado en el hecho, puede captar mejor la grandeza o la miseria de lo que está viendo. De ahí la importancia que daban al entusiasmo del pueblo.

¿Cómo valorar entonces la curiosidad exacerbada con la que vecinos, paparazis, blogs, webs, programas televisivos o radiofónicos están siguiendo los rastros de este cadáver? Es verdad que el sufrimiento no suele dejar indiferente (si exceptuamos el sufrimiento causado por el terrorismo: ahí la indiferencia, el no meterse en líos, es la forma cobarde de protegerse). Pero hay dos formas de reaccionar ante la desgracia ajena que son diametralmente opuestas. Está, por un lado, el sobrecogimiento ante lo inexplicable. Cuando la muerte trunca un proyecto prometedor de vida, tomamos medida de la fragilidad humana, sobre todo si el fin llega sin aviso y sin razón aparente. Desde Job a Dostoyevsky, la literatura mundial no ha dejado de alimentarse de ese asombro inexplicable que solo puede traducirse en el gesto tan humano como impotente de "te acompaño en el sentimiento". Se tocan zonas misteriosas del ser humano que escapan a toda comprensión y, por tanto, a todo juicio. Pero también hay otra reacción posible: la del voyeur o mirón que convierte el dolor ajeno en espectá- culo o, mejor, en propio divertimento. Hay quien define al fascismo como "estetización de la guerra". La guerra, que para los combatientes es un horror, se transforma, para la mente fascista, en un espectáculo grandioso porque a él las bombas le pillan a distancia. Cuando el espectador confunde una película de tiros con un campo de batalla es que ya está moralmente muerto.

La historia oscurantista de este país, trufada de censuras, inquisiciones, índices de libros prohibidos y persecución a los heterodoxos, explica el prestigio ilimitado de que disfruta la libertad de prensa o de expresión. Pero si no queremos seccionar la rama del árbol en la que se sustenta, habría que hacerla compatible con el respeto a la intimidad. La libertad de expresión no puede anular la distinción entre lo público y lo privado. Hoy sabemos muy bien que lo que caracterizaba al campo de concentración --lugar eminente, no lo olvidemos, del estado de excepción, es decir, de la suspensión de todo derecho-- es que lo público era lo privado y lo privado, lo público. La estrategia de deshumanización del prisionero que tenía que llevarse a cabo en el lager pasaba por convertir lo más privado del hombre --defecar, asearse, comer o dormir-- en actos públicos, expuestos siempre a la mirada de todos y objeto constante de sanciones. La intimidad era el lugar en el que los carceleros hacían sentir su poder. Y viceversa: el prisionero sabía que su lucha por sobrevivir como hombre consistía en salvar algún gesto privado de esa publicitación, de ahí la importancia de la higiene diaria, aunque fuera elemental, como gesto de resistencia.

Claro que no basta la historia para explicar por qué la casquería se ha convertido en artículo mayoritario de consumo. Hay que echar mano además de lo que podríamos llamar cultura de cristal, no porque haya afán alguno de transparencia, sino por la obsesión de ser visto. No es el mirar o admirar lo que caracteriza a nuestro tiempo, sino un fugaz ser visto. Pensemos en los políticos. No hablan para convencer argumentando, sino para aparecer en el telediario como una imagen que se disuelve tan pronto como aparece. Serán felices si la imagen se metamorfosea en un titular que atraiga las iras de otra imagen. Quieren convertirnos en mirones seducidos; por eso su palabra, más que discurso, es un gesto. El espectador español está a estas alturas debidamente macerado y preparado para entretenerse con las desgracias ajenas, desgracias que los medios amarillos satisfacen cumplidamente.

La familia pedía "prudencia y respeto" en el tratamiento de la muerte de Érika Ortiz, cualquiera que haya sido su causa. Es lo suyo para quien esté dispuesto a recibir la noticia de una muerte como esta con un acompañamiento en el sentimiento, pero es mucho para quien está tan entrenado en el consumo de dolor ajeno que no puede dejar pasar una ocasión tan golosa. "¿Por qué --se preguntan indignados-- no trataremos a la hermana de la Princesa como ya hicimos con Carmen Ordóñez?" Pese a que esta mujer ni se paseó por los platós de marras, ni se anduvo con exclusivas, decretan que es cosa suya. Han decidido que es un personaje de interés público y se aprestan a tratar lo privado como público, igual que en los campos de concentración. Hora es de proteger la intimidad, hora es de sostener la mirada de los mirones.

Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC.