Una sociedad indefensa

Por Antonio Garrigues Walker, jurista (ABC, 18/01/06):

DURANTE la transición y a lo largo de la época democrática, la clase política española ha estado siempre a la exigente altura de las circunstancias. Ha actuado en su conjunto con sentido de la responsabilidad, con rigor, con eficacia y en varias ocasiones con grandeza de miras. Desde las últimas elecciones generales las cosas han ido cambiando a peor y en los últimos meses esa tendencia se ha ido acelerando y acentuando. Pareciera como si todos los líderes y todos los partidos hubieran perdido simultáneamente tanto las formas (conviene recordar que la democracia está hecha de formas) como el rumbo y la coherencia. El diálogo se reduce a un intercambio continuo y cansino de insultos y descalificaciones y con ello la vida política se va radicalizando, sin razón ni sentido, a marchas forzadas. Están y estamos dando sin duda un triste espectáculo. Se ha generado un ambiente público enrarecido, incómodo, inconfortable, que, aunque no refleja en forma alguna la realidad del país -que sigue siendo muy saludable-, permite distorsiones y manipulaciones que podrían llegar a ser peligrosas para la estabilidad política, económica y social. En estas situaciones la sociedad civil, con la ayuda de los medios de comunicación de masas, debe reaccionar con firmeza para denunciar conductas erróneas y exigir comportamientos responsables. El problema de España reside en que en estos momentos no contamos con una sociedad civil capaz de generar esa reacción ni con unos medios de comunicación adecuados a la tarea.

Tenemos, en efecto, una sociedad civil pobre. Está poco desarrollada y la que existe no está bien estructurada ni bien financiada, con lo cual su capacidad de acción y de influencia es verdaderamente escasa. Por una serie de circunstancias, la ciudadanía española sigue teniendo reflejos inconscientes de dependencia, de necesidad y aun de temor hacia un Estado y hacia unos gobernantes que hacen muy poco para mitigar o reducir esos reflejos y que a veces, incluso, los potencian con la idea, bastante cierta, de que el miedo al poder suele ser un arma eficaz para mantenerse en él, al menos a corto o medio plazo. La situación está mejorando poco a poco, pero aún nos queda un largo camino.

A lo anterior hay que añadir otra limitación especialmente grave: la ausencia de medios de comunicación donde se puedan expresar y contrastar ideas desde un mínimo de objetividad, de racionalidad y de independencia. La intensa unión entre grupos políticos, económicos y mediáticos está generando auténticos monstruos sectarios y demagógicos. No hay noticia -sea política o económica e incluso cultural, científica, deportiva o del corazón- que no se manipule de forma grosera en beneficio del grupo en cuestión. Leer varios periódicos, escuchar distintos programas de radio o seguir las diferentes cadenas de televisión es un ejercicio penoso -a veces, incluso realmente cómico- en busca de algún gramo de autenticidad pero, aun así, no se puede renunciar a él porque es también un ejercicio necesario para compensar y equilibrar las múltiples deformaciones de una misma noticia hasta llegar -y no siempre es posible- a una especie de verdad por eliminación de excesos y falsedades. Estos conglomerados contra natura -hay que decirlo con claridad y aun con rabia- están corrompiendo al sistema de forma absoluta y acabarán convirtiendo la democracia en una mera y ridícula apariencia. Es cierto que en varios países occidentales está sucediendo un proceso similar, pero no hay ningún ejemplo mínimamente comparable al nuestro.

¿Cómo denunciar y afrontar este peligro si son precisamente esos grupos los que provocan, de un lado, el problema y, de otro, los que dominan la comunicación de masas? La idea de que reaccionen en algún momento y abran con decisión un proceso autocrítico a solas o con sus colegas es pura utopía porque están viviendo el fanatismo y la ceguera que producen el odio extremo y el miedo -sobre todo el económico- a perder la batalla en una lucha sin cuartel y sin reglas. Es un hecho, ya incuestionable, que el periodismo profesional en su conjunto está perdiendo, de forma creciente, capacidad para la independencia y la objetividad. La pasión por la verdad y por lo justo ha dejado, por de pronto, de ser pasión y se está transformando en un simple recuerdo romántico. Empiezan ya a producirse algunas reacciones positivas, pero el poder del grupo controla con demasiada facilidad estas excepciones a la regla. Al final ganarán los buenos -lo otro sería catastrófico- pero todavía no hay luz al final de este obscurísimo túnel.

Los dos factores analizados -debilidad de la sociedad civil y comportamiento sectario de los medios de comunicación- están logrando que el protagonismo exclusivo y decisivo de la escena pública y de la política lo ostenten, de un lado, conservadores de pensamiento corto y estático, que solo leen, escuchan o ven a los «suyos» y que siguen refugiándose en valores tradicionales radicalmente superados e incluso en misticismos o ensoñamientos autoritarios; y de otro, socialistas que no pueden -porque no quieren- superar los convencionales «tics» antiamericanos y anticlericales y que se sienten representantes únicos y naturales del progreso, la cultura y la libertad despreciando con arrogancia absurda e insoportable cualquier otro pensamiento. Ni unos ni otros representan, en forma alguna, a la España de hoy. La ciudadanía seria siente, habla y se comporta de forma muy distinta. Es una ciudadanía que ha madurado y se ha enriquecido en todos los aspectos y que no esta dispuesta a que se la conduzca, sin necesidad o causa alguna, a situaciones de riesgo. Es una admirable mayoría silenciada que, aunque parezca sumisa, está reclamando a voz en grito sensatez y cordura. No soporta tantas toneladas de sectarismo. No tolera que se la advierta -y se la está advirtiendo sin cesar- que el que no está conmigo está contra mí. No tiene tampoco por qué dar o quitar a nadie toda la razón, entre otras cosas porque nunca hay tanta ni tan poca.

Tenemos como mínimo cinco temas (terrorismo, estructura territorial, vivienda y suelo, modelo educativo, coordenadas estables de nuestra política exterior) en los que es obligatorio buscar, a través de un diálogo permanente, soluciones de convivencia y consenso. Son temas que afectan al interés general, y por ello el derecho a discrepar no es un derecho absoluto. En Alemania -como consecuencia de una situación económica complicada y de una situación sociológica difícil- se ha llegado a una «grosse koalitionen», que en términos políticos, se diga lo que se diga, no es posible justificar. No se pide tanto, aunque estaría más justificado, a nuestros representantes políticos a escala nacional o autonómica. Ese género de coaliciones son casi siempre negativas para la vitalidad y la esencia democrática, una esencia que no consiste en que todo el mundo esté de acuerdo, sino en convivir en desacuerdo. Se les pide simplemente que se enzarcen con buenas ganas en un diálogo honesto y que salgan de este ambiente repleto de ambigüedades, contradicciones conscientes, complejos psicológicos de diverso rango y, sobre todo, mentiras y engaños absolutos. Y además, que no se insulten. Eso es lo que pide una sociedad poco vertebrada, silente e indefensa. Pero hay que hacerle caso. O equivocarse.