Una sociedad presa del encantamiento

En este momento, propicio para evocar el tiempo crítico del Quijote, vale la pena recordar una observación del arbitrista Martín González de Cellorigo: “España es un país de hombres encantados que viven fuera del orden natural”. El encantamiento no solo afectó al hidalgo manchego, quien por lo menos entre engaño y engaño supo percibir las quiebras de una sociedad, sino a tantos españoles, empezando por los reyes y sus validos, incapaces de darse cuenta del desplome en curso y del coste que había de tener el mantenimiento de una política inspirada en los sueños de grandeza del pasado. Y que ya como el personaje de La gitanilla identificaba la búsqueda de la riqueza con el principio de “coheche y tendrá dineros”.

El encantamiento vuelve a caracterizar hoy a la sociedad española, unido eso sí al esperpento. No es algo nuevo: el embajador británico lo detectó en vísperas del Desastre, al constatar cómo las aparatosas manifestaciones patrioteras tenían detrás una tendencia al inmovilismo, a un take it easy ajeno al deslizamiento hacia la catástrofe. El “Matámoslo todos” del liberal Montero Ríos fue la expresión oficial de esa ceguera voluntaria.

Una sociedad presa del encantamientoObviamente esa situación no dependió de un supuesto carácter español, sino de un complejo de factores políticos e intelectuales que llevaron a contemplar la pérdida de las Antillas desde la inhibición. El sistema canovista había sido para Cuba una auténtica camisa de fuerza, solo superable mediante la insurrección, y en la península bloqueaba todo atisbo de alternativa real. La inhibición sería seguida luego de una estéril cascada de reflexiones neo-arbitristas, como si lo ocurrido no hubiese sido algo perfectamente explicable (Pi y Margall).

El período de las elecciones y la agónica etapa poselectoral nos devuelven a una situación similar. El descontento ante el sistema, y frente a los que en la Restauración hubieran llamado los “partidos turnantes”, más una ley electoral inadecuada para tal circunstancia, dio lugar a un envenenado panorama poselectoral.

Del 20-D salió un tetrapartido de difícil salida, con la propina de los partidos nacionalistas, dos de los cuales no jugaban a obtener ventajas parciales, sino a encontrar ventajas para su objetivo de independencia en Cataluña. Y de cara a unas nuevas elecciones, el panorama no se presenta mejor.

Por mucho que golpe a golpe, la última vez con el caso Soria, haya quedado de manifiesto la incapacidad voluntaria de Rajoy para afrontar con dignidad la montaña de corrupción en el PP, nuestro registrador sigue empecinado en cerrar el paso a todo lo que no sea eternizarse él en el gobierno, incluso frente a candidatos de su propio partido, y dispone de los medios para lograrlo. No quiere entender que es él mismo quien se ha inhabilitado moral y políticamente para gobernar España, y ahí está Pablo Iglesias, su socio estos meses, preparado para montar el cirio desde la calle con un nuevo 15-M y recordárselo a costa de la democracia representativa. El “¡Rajoy, no!” surge de su propia imagen ante un espejo que no ha querido mirar. Claro que esto no justifica otra ceguera, la del PSOE al extender ese rechazo a todo lo que sea PP, y para todo tipo de relaciones, incrementada con la incapacidad para renovar el mensaje y el mantra del “cambio”.

Más allá de la formación de gobierno, varios temas de Estado están clamando por una atención urgente de los partidos constitucionalistas, y en primer término el de Cataluña, cuestión que no se resuelve cambiando impresiones con Puigdemunt o Jonqueras, aunque hablar venga bien.

Y peor están las cosas aun con Podemos. El take it easy casi general ha prevalecido al ser avalada, desde la opinión y los medios, la consulta sobre el respaldo al “gobierno de Rivera y Sánchez”" o la paliza de “la vía valenciana”. La falsificación de la democracia, como en este caso, la reduce a la calidad de bono basura. No solo quita valor a sus resultados, sino que revela una voluntad inequívoca de utilizarla como disfraz de la manipulación. ¿Donde estuvo la apertura de un debate previo sobre las opciones? Y todos contentos, como si la partida no estuviese trucada.

Además, en estos tres meses, Iglesias se ha puesto al descubierto, tanto en sus fines como en unos procedimientos donde lo esencial es la destrucción del otro, a veces con estilo impresentable (escoltas y falos, satanización del periodista). Estamos ante el invento del lumpen-progresismo, con caudillo al frente, una nueva senda de ascenso al poder en la estela de los movimientos antidemocráticos del siglo XX.

Tal vez esta erosión de la democracia sea el efecto oculto y de mayor entidad de la crisis poselectoral, y de cómo la misma ha sido gestionada por los principales partidos. Es algo más importante aun que los efectos sobre la economía española. Claro que tal descenso a los infiernos resulta una bendición para el independentismo catalán, y seguramente para la noche de los terroristas vivientes que se anuncia políticamente en Euskadi, en torno a los disfraces de Otegi.

¿Quien puede negar que las instituciones y los partidos políticos han sido incapaces de superar una crisis compleja pero transparente? La democracia no funciona, los partidos no funcionan, tal es la sensación general, y luego cada uno elige su o sus culpables, o condena a todos. No está teniendo lugar la ponderación de las responsabilidades, e incluso resulta posible que los más castigados sean quienes elaboraron un acuerdo razonable, con el PSOE como principal daminificado.

El encantamiento se impone a la realidad política, de la cual únicamente cuenta la suma de diputados, como tras el 20-D. Todo estuvo subordinado a las expectativas de 130, 161 o 199. El contenido no importaba, según pudieron comprobar PSOE y Ciudadanos.

El tema proscrito, Cataluña, estuvo además vedado para todos, salvo para Podemos que mira las reivindicaciones nacionalistas como simples caladeros de pesca electoral, siguiendo a aquel gran demócrata que fue Vladimiro Lenin, aun a costa de que el Estado se lo jugara todo y lo perdiera en una partida sin reglas. Fuera del “orden natural”, ignoran las exigencias de una autodeterminación democrática que pasaría por la reforma federal de la Constitución, y menos se detienen a pensar en el efecto demoledor de las amputaciones consiguientes : la fragmentación de España. El resto mira hacia otro sitio.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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