Una solución radical al laberinto presupuestario de la UE

En 2003, colaboré en la preparación de un informe sobre el futuro de la Unión Europea —el informe Sapir— en el que observamos que los gastos, ingresos y procedimientos del presupuesto de la UE eran contradictorios con sus objetivos. Promovimos por eso una reestructuración radical de lo que se había convertido en una «reliquia histórica». Diecisiete años más tarde, poco ha cambiado.

Hace dos años, cuando comenzaron las negociaciones por el presupuesto 2021-2027, señalé que el resultado revelaría en qué anda la UE, pero después de un espectáculo de engaños, bravuconadas, chantajes y traiciones, los cambios que suelen producir esas negociaciones son mínimos. Y aquí estamos: tuvimos engaños, bravuconadas, chantajes y traiciones, en particular durante la cumbre de la UE del 20-21 de febrero, y parece que Europa se encamina hacia cambios mínimos.

Ese resultado sería terrible. Ciertamente, el presupuesto no es lo que habitualmente define a la UE. La integración europea se dio a través del establecimiento de un sistema legal, instituciones comunes, un mercado y una moneda únicos, y políticas conjuntas para la competencia, el comercio y el clima, más que por programas de gasto conjunto. La mayor parte de su presupuesto va a transferencias hacia las regiones y los agricultores más pobres, que pueden o no ser útiles, pero no caracterizan hoy a Europa. Resulta entonces tentador considerar la discusión presupuestaria de la UE como un juego distributivo relativamente intrascendente: la caja chica de Europa para comprar votos.

Pero eso sería incorrecto. La cuestión que define a Europa ya no es la integración a través del comercio y la movilidad, ni siquiera el fortalecimiento del euro. Como sostengo en un informe reciente con Clemens Fuest de CESifo Múnich, el papel de la UE es cada vez más la provisión de bienes públicos a escala europea, más que nacional, de acuerdo con sus valores y prioridades. Concretamente, la cuestión que definirá a la UE es su decisión de actuar enérgicamente en campos como la mitigación del cambio climático, la soberanía digital, la investigación y el desarrollo en proyectos transformadores, la cooperación para el desarrollo, las políticas migratorias, la política exterior y la defensa. En esos campos, la cuestión no es si España ganará más que Polonia, o si los ciudadanos holandeses terminarán pagando más que los franceses, sino el valor agregado de las políticas conjuntas.

Como están las cosas, sin embargo, la UE parte de un enfoque absurdamente distorsionado respecto de los bienes públicos. Algunos estados miembros sólo están interesados en sí mismos, otros solo consideran los costos y a otros sólo les preocupa el daño colateral a sus preciadas políticas. Lo que Europa pierde en el proceso es la oportunidad de tomarse en serio las prioridades que ha declarado y confrontar la urgencia de la acción conjunta.

Un principio fundamental de la economía pública es que las cuestiones de eficiencia y distribución se deben separar, en la medida de lo posible. Tanto el valor que genera una política como la forma que se distribuyen sus beneficios son cuestiones importantes, pero se las debe diferenciar. La separación nunca puede ser absoluta, porque la provisión de bienes públicos tiene consecuencias distributivas: un aumento en el gasto en defensa, por ejemplo, beneficia a las regiones que producen armas. Pero esto sólo refuerza la cuestión: nadie quiere que una política de seguridad sea decidida por el lobby de las armas.

El mecanismo de negociación del presupuesto de la UE debe diseñarse para crear incentivos para que los estados miembros busquen la eficiencia colectiva y la equidad entre países, no para que se tomen de rehenes entre sí. Actualmente, sin embargo, Polonia lucha por los fondos para el desarrollo regional y Francia, por la Política Agrícola Común, independientemente del valor intrínseco de estos programas, porque los beneficiarían. De igual manera, los «cuatro frugales»(Austria, Dinamarca, los Países Bajos y Suecia) se han comprometido a resistir todo aumento significativo del presupuesto, independientemente del destino ese dinero. El resultado es un impasse.

La solución a ese punto muerto es elegir un procedimiento de negociación que separe la eficiencia de la distribución. Para consternación de los federalistas devotos, quienes (acertadamente) afirman que la propia noción del saldo presupuestario neto es una estupidez económica, las negociaciones terminan, sin embargo, decidiendo cuánto pagará y recibirá cada Estado miembro durante el período de siete años que abarca el presupuesto. Si las contribuciones son demasiado elevadas o los beneficios demasiado bajos, se acuerda una «corrección», que garantiza que el saldo neto se mantenga al nivel deseado. Pero como nadie está demasiado orgulloso de estos turbios regateos, se los deja para la discusión de la última noche o principios de última mañana. Como indicó Zsolt Darvas, de Bruegel, el resultado es confuso y su complejidad desafía la imaginación.

Para destrabar el impasse, Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, debiera proponer un cambio de situación y comenzar de cero con la fijación del saldo neto de cada país. Se acordaría que Polonia, porque es más pobre, recibiría X miles de millones de EUR más cada año de lo que aporta al presupuesto. Alemania, porque es más rica, pagaría Y miles de millones más... y así sucesivamente. Con saldos netos fijos, definidos adecuadamente, ningún país tendría incentivos para luchar por una política cuyo único valor es que lo beneficia, porque cualquier beneficio o costo neto sería contrarrestado automáticamente mediante la transferencia de una suma fija. Esto desplazaría la atención de los efectos distributivos de las políticas hacia su valor intrínseco.

Es cierto, el debate por el tamaño del presupuesto total de la UE seguiría existiendo. Continuaría la disputa entre los partidarios del mayor gasto y quienes favorecen la frugalidad, pero ese es un debate necesario del que no debemos abstenernos. Quienes creen que los bienes públicos europeos son valiosos, tendrían que convencer a sus socios… y pagar la parte que les corresponde. La diferencia, que no es menor, es que discutirían sobre la base del valor agregado y la eficiencia, no de intereses pecuniarios directos.

Después de otra negociación fallida, Michel tuiteó el 21 de febrero: «como decía mi abuela, para triunfar hay que intentarlo». Los líderes europeos harían bien en seguir el consejo de su abuela.

Jean Pisani-Ferry, a senior fellow at Brussels-based think tank Bruegel and a senior non-resident fellow at the Peterson Institute for International Economics, holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute.

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