Una táctica

Por Julián Marías, de la Real Academia Español (ABC, 27/03/03):

Se está generalizando una curiosa táctica que se podría definir así: gritar contra alguien lo que éste defiende. Se usa contra un supuesto adversario algo que constituye su propia actitud, aquello en que fundamentalmente consiste. Parece imposible que esto pueda hacerse, pero hay épocas en que se afirma lo inexistente y se consigue que circule. Recuerdo que Ortega hablaba de esto y ponía como ejemplos «platos de ternera sin ternera» o «cuchillos sin hoja ni mango». Son formas de suplantación de la realidad, de sustitución de esta por lo inexistente.

Se finge un adversario y se esgrime contra él algo que éste comparte, que constituye su actitud propia; al hacer esto se intenta despojarlo de su propia realidad, dejarlo reducido a la nada, y esa realidad es usada contra él. ¿Cómo es esto posible? Únicamente por la confusión dominante, hábilmente provocada e inducida. El mecanismo es la repetición: cuando las cosas se dicen una vez y otra, incansablemente, acaban por dejar huella en el que las oye o las lee; se va quedando sin defensas, su reacción se evapora, acaba por asentir por vía de cansancio. Los demagogos, especialmente los totalitarios, usan esta técnica de persuasión: discursos interminables en los que se repite cien veces la misma cosa, de manera que se va amortiguando la posible resistencia de los oyentes, que al final quedan inermes. Recuerdo que hace muchos años recibí la transcripción literal de un discurso de Fidel Castro; había durado horas, y cada una de las «ideas» se había repetido por lo menos diez veces.

Si se examinara en detalle la táctica usada por los totalitarios de cualquier signo, se descubriría este procedimiento. Frente a esto hay que recordar la concisión, el valor retórico de los creadores, de los que son capaces de apelar a lo que hay de vivo en los oyentes, en los lectores, en los ciudadanos. Cuando Churchill ofreció «sangre, sudor y lágrimas» estaba lanzando una propuesta retórica a las personas como tales.

Esta es la clave: tratar a los hombres como personas o como otras cosas; mejor dicho, como cosas, porque las personas son algo bien distinto.

Sería interesante un estudio estilístico, literario, de las diferentes formas de oratoria hablada o escrita mediante las cuales se ha intentado conducir a los hombres. Por una parte, las consignas; por otra, la apelación a lo propiamente humano, a la inteligencia y la libertad. Se podría escribir la historia reciente de Europa al hilo de estas distinciones. Se comprobaría la efectividad momentánea de las consignas y su esterilidad al cabo de algún tiempo, la perduración de las apelaciones a lo que de personas tienen los hombres.
Esta consideración invitaría a imaginar, a anticipar la posible suerte de las propuestas actuales. Habría que recordar la diversa suerte que han tenido los intentos de conducir a los hombres en el pasado reciente, en el que todavía podemos recordar. Lo que no está claro es la magnitud de ese tiempo. Tengo muchos años y bastante buena memoria. Puedo recordar lo que se ha dicho en épocas ya bastante lejanas y cuáles han sido mis reacciones a ello; pero tengo conciencia de que la mayoría de las personas que viven hoy no recuerdan ya lo que ha pasado en la segunda mitad del siglo XX. Esto origina una situación de relativa indefensión; la falta de memoria permite que se hagan intentos que fracasaron hace unos decenios y que son nuevamente posibles por el olvido.
La acumulación de noticias, la reiteración cotidiana de ideas poco contrastadas y de escasa justificación, todo eso hace que sea difícil defenderse de la falsedad y rechazarla. La experiencia personal es muy limitada, pero si se la poseyera y actualizara sería un instrumento eficaz de crítica, de defensa frente a toda falsificación. Por desgracia, no se puede contar demasiado con esto; apenas funciona la memoria histórica, y esto crea un curioso estado de «inexperiencia» que priva de madurez a las reacciones personales y colectivas.

Habría que hacer un esfuerzo para superar esta situación. El método sería simplemente decir que es falso lo que lo es; mostrar justificadamente el error o, lo que es peor, la mentira de los que la cometen.

Si esto se hiciera con alguna constancia y con acierto, se produciría el desprestigio de los que no merecen tener ningún prestigio; restablecería una visión justificada de los méritos o la falta de ellos en las diferentes personas, actitudes, posiciones, partidos, que aspiran a influir en nosotros.

Un mínimo de memoria es condición indispensable para el acierto; si se van olvidando las cosas a medida que se producen, no se logra ese enriquecimiento en que consiste la madurez. Los que no recuerdan no maduran, están perpetuamente empezando, no adquieren la fortaleza que se debe a la experiencia personal y que puede conducir a la experiencia histórica. Esta se consigue teniendo en cuenta lo que ya ha pasado, pero perdura en sus consecuencias, y de este modo llega hasta el presente. La ventaja de lo que se escribe consiste en su relativa estabilidad, en su posibilidad de reiteración. Es enormemente variable el conocimiento vivo del pasado próximo; en la mayoría de los casos su magnitud es muy limitada; hay que tener presente la edad de las personas: con frecuencia caigo en la cuenta de que los que me rodean han nacido hace pocos decenios, no han podido vivir lo que ha sucedido cuando todavía no tenían conocimiento de lo real; lo que para mí es plenamente real es para ellos totalmente inexistente. Y el tiempo pasa: los que son jóvenes, hace diez años eran simplemente niños. La convivencia en una sociedad está integrada por una multitud de niveles correspondientes a las diversas edades; si no se ve esto con claridad no se entiende lo que las gentes pueden saber, opinar, decidir, cuáles son sus recursos y sus posibilidades.

¿Se piensa en esto? Los que intentan manejar a los hombres o simplemente entenderlos y acaso orientarlos han de tener conciencia clara de estas condiciones con las que absolutamente se debe contar. Cuando se habla o se escribe, hay que intentar representarse lo que van a entender las diferentes personas según el momento en que han nacido. Esto quiere decir que no se les está diciendo lo mismo a todos, que es menester tener en cuenta lo que va a ser entendido; en suma, la pluralidad, quizá equivocidad de eso que se está diciendo.

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