Nunca hemos tenido problemas por publicar una noticia falsa. Ha ocurrido pocas veces, pero ha ocurrido. En éste y en todos los demás grandes diarios, por muy estrictos que sean los controles. Pero la falsedad cae a plomo, por su propio peso, y si es bienintencionada –nadie que quiera tener futuro publica mentiras a sabiendas– se agota en sí misma mediante una rectificación y unas excusas, de las que el perjudicado emerge triunfante, reivindicado y con la tentación de proclamar que todas las demás cosas malas pasadas, presentes y futuras escritas sobre él tienen el mismo grado de certeza que ésa en la que se equivocó un periódico.
No, todos los problemas llegan por publicar noticias verdaderas que incomodan a los poderosos. Y cuantos más elementos documentales las avalen –es decir, cuanto mayor sea su veracidad–, peor. Es el momento en el que el poderoso pasa del «ni hay pruebas ni las habrá» (contra Amedo y Domínguez) o el «nadie podrá probar que no sean inocentes» (Bárcenas y Galeote) a la embestida contra el mensajero que, en realidad, no es sino el portador del espejo. Y no es casualidad que –simbiosis personales al margen– Rajoy hiciera suyas las palabras que en su día utilizara Rubalcaba contra EL MUNDO porque cuando no se puede acusar a un diario de mentir, se le acusa siempre de eso: de «manipular y tergiversar».
Según la acepción del diccionario que viene al caso, «manipular» es «intervenir con medios hábiles y, a veces, arteros en la política, en el mercado, en la información etc., con distorsión de la verdad o la justicia y al servicio de intereses particulares». Un cínico podría sentirse halagado, pues esa perfidia requiere en efecto destreza, pero, para quienes hemos hecho de la búsqueda y divulgación de aquellas partes accesibles de la verdad una forma de vida, constituye una ofensa realmente antipática.
En comparación, podría considerarse que «tergiversar», definido como «dar una interpretación forzada o errónea a palabras o acontecimientos», sería casi un pecadillo venial; sobre todo cuando, a diferencia del caso anterior, el diccionario omite la motivación y el dolo. Sin embargo esta definición tiene la virtud de colocar bajo el foco la actividad más importante que políticos y periodistas realizamos en común: la «interpretación» de la realidad.
Nadie discute que los hechos son sagrados y las opiniones son libres; pero, ¿y las interpretaciones? Ahí es donde están las arenas movedizas en las que tantas veces queda empantanada la ética de la objetividad. Puesto que todos estamos condicionados por nuestras ideas, experiencias y prejuicios, la objetividad, estáticamente considerada, puede ser un concepto paradójicamente subjetivo. Pero si la ponemos en movimiento y la llevamos a la práctica es fácil determinar que lo objetivo es lo coherente; o sea juzgar unos mismos hechos por un mismo rasero, al margen de que su protagonista sea amigo o enemigo, afín o adversario, hijo de un socialista o marido de una popular.
Las interpretaciones han de ser pues consecuentes por sentido de la propia dignidad y del deber de informar a los lectores o representar a los ciudadanos. De ahí cabría concluir que el peor pecado que se podría cometer en un debate público sería una tergiversación manipuladora. Es decir, comparecer en la palestra forzando una interpretación errónea de unos hechos, para intervenir en la política distorsionando la verdad, al servicio de intereses particulares. Veamos a quien afecta esta tipificación moral.
«¿Qué ha manipulado y tergiversado EL MUNDO?», concluía nuestro editorial al día siguiente del ataque de Rajoy. «¿El relato de Bárcenas, corroborado por éste al dedillo ante el juez? ¿El original entregado a la Audiencia y que, según los peritos, fue elaborado por Bárcenas a lo largo de los años? ¿O acaso los SMS dirigidos por el presidente al tesorero? ¿Cuál de ellos, señor Rajoy? ¿El de ‘hacemos lo que podemos’ o el de ‘sé fuerte’? Esperamos con anhelo sus concreciones».
En los nueve días transcurridos ni el presidente ni ninguno de sus lacayos de papel ha dado ese paso aclaratorio. Se ha acusado a Bárcenas de amañar la contabilidad B con argumentos rebuscados sobre la congruencia del pendrive con los manuscritos o la fecha de entrada en vigor del euro, pero eso no atañe a nuestro periódico, relator fiel de una acusación grave, ratificada en sede judicial. Tampoco es cosa nuestra si el Código Penal ha sido lo suficientemente complaciente con sus sucesivos redactores como para no haber incluido hasta ahora el delito de financiación ilegal o si la prescripción se convierte una vez más en la puerta trasera de la impunidad. Aquí lo penal es accesorio; lo político, sustancial.
Lo que nos atañe, lo que puede y debe plantearse es si EL MUNDO ha sido fiel a sí mismo, tratando estos hechos de igual forma que si hubieran sucedido en el PSOE, en Convergencia o en Unió; y si al transmitirlos hemos intentado dar gato por liebre a los lectores mediante algo parecido a esa repudiable tergiversación manipuladora, descrita con ayuda de la RAE. La respuesta a la primera pregunta es «sí» y a la segunda, «no»; y desafío a quien discrepe a que lo argumente, como yo paso a argumentar que quien desde luego incurrió –y además en el Parlamento– en el pecado nefando que se atrevió a atribuirnos fue precisamente el señor Rajoy.
Apenas cinco minutos después de lanzar su andanada contra EL MUNDO, el líder del PP aseguró enfáticamente: «Señorías… cuando yo fui elegido presidente del Gobierno el señor Bárcenas no estaba en el partido, no era el tesorero, ni tenía representación política». Fue una afirmación clave que, después de mucho andarse por las ramas, trataba de vaciar la tesis de que un presunto delincuente había estado siendo protegido por el PP, como consecuencia de su capacidad de chantajear al jefe del Ejecutivo.
Todo el mundo entendió lo que Rajoy quería que se entendiera: que cuando llegó a la Moncloa el 20 de diciembre de 2011 estaban ya rotos todos los lazos con un Bárcenas que había dejado el acta de senador, que había sido sustituido en su cargo orgánico por Romay Beccaria y que ya «no estaba en el partido». O sea que si las presiones existieron fueron cosa del pasado, que el caso Bárcenas era un asunto zanjado por el PP en la oposición y que los SMS posteriores fueron sólo eso: una expresión de «solidaridad» humana porque «cada uno, Señorías, es como es, y yo, para bien o para mal, soy así». O sea un gobernante compasivo que, en medio de sus arduas responsabilidades, no deja de ocuparse de un ex compañero que lo pasa mal, tecleando dos inocentes palabras de aliento.
El problema es cómo casar esa versión, y esas palabras concretas, con los documentos que hoy reproduce EL MUNDO. El más impactante es sin duda la nómina pagada por el PP a Bárcenas el 31 de mayo de 2012 –cuando Rajoy ya llevaba casi medio año en la Moncloa– por un importe de 18.247 euros de mesada, más otros 3.042 como prorrata de pagas extraordinarias. Pero los demás papeles también tienen gran importancia pues demuestran que su pretendido desenganche del PP fue en realidad una farsa, extraordinariamente favorable para Bárcenas, a quien se dio de alta en la Seguridad Social el 16 de abril de 2010 para realizar «trabajos exclusivos de oficina». Sólo tres días después él mismo dirigía una carta personal a Rajoy en la que le comunicaba: «vuelvo a incorporarme a mis funciones», poniéndose a su disposición para que «teniendo en cuenta la situación actual –obsérvese el guiño de complicidad– definamos con claridad mis responsabilidades».
Comprendo que muchos se detendrán en la obscenidad de que un partido político que recibe la gran mayoría de sus ingresos legales de fondos públicos entregara a Bárcenas 715.000 euros brutos entre abril de 2010 y febrero de 2013 por desempeñar una tarea hasta la fecha desconocida, desde esa sala Andalucía que tenía asignada en la sede de Génova. Pero para mí lo esencial es la explicación, distinta a la de que Rajoy lisa y llanamente mintiera, que permite conciliar el que «Bárcenas ya no estaba en el partido» y, sin embargo, acudía allí con regularidad a hacer no se sabe qué, cobrando religiosamente su nómina.
Lo que arropaba la literalidad del aserto –Rajoy se había ocupado de decirlo, como quien no quiere la cosa, un par de párrafos antes– era que Bárcenas «dejó la militancia del Partido Popular». Es decir que ya no era uno de los 833.034 afiliados que, teóricamente, pagan su cuota y reciben los mailing personalizados de los dirigentes. Al parecer su esposa y él se dieron de baja al percibir la hipocresía de algunos íntimos amigos. O sea que Bárcenas «no estaba en el partido» en el mismo sentido formal en el que no lo han estado ni ministros ni vicepresidentes del Gobierno de distintos signos que no tenían carné, pero sí lo estaba en el sentido físico, material y contante y sonante que era el único que podía interesar a Sus Señorías y al conjunto de los españoles, teniendo en cuenta que a los 833.033 afiliados restantes nadie les ha devengado nunca similar moco de pavo.
Rajoy no mintió en este punto pero incurrió en una tergiversación manipuladora de tal calibre que, en sí misma, justificaría una nueva petición de comparecencia de todos los grupos y desde luego la puesta en marcha de una comisión de investigación parlamentaria. El estatus de Bárcenas durante los 33 meses que transcurren entre su vuelta a la nómina de Génova, tras concluir su excedencia como senador, y el estallido del escándalo de la contabilidad B y los sobresueldos constituye un delator agujero negro que exige explicaciones políticas concretas, al margen de cuál sea el rumbo penal del caso. ¿Aún habrá quien sostenga que el ex tesorero no conseguía de Rajoy nada de lo que le pedía?
Cospedal aseguró balbuciente que Bárcenas estaba recibiendo una «indemnización en diferido», fruto de una «simulación» de contrato. Pero mientras no contraponga otros documentos a estos que publicamos hoy, cabrá pensar que la «simulación» fue, en primer lugar, la desvinculación de Bárcenas de la que tanto se jactó Rajoy en el Parlamento y, en segundo lugar, la propia explicación de la secretaria general como mecanismo de control de daños.
¿Qué es lo que dirían los paladines del dogma de la Inmaculada Concepción en el PP si esto hubiera sucedido en el PSOE? Pues lo mismo que ahora dice EL MUNDO por mor de la ética de la objetividad: que todo indica que Rajoy decidió comprar el silencio de Bárcenas, asignándole una fabulosa renta perpetua sin desempeño real que la justificara y que el SMS del 18 de enero prueba que no fue la aparición de las cuentas en Suiza –conocida por el Gobierno más de mes y medio antes– sino los primeros gorgoritos de Bárcenas, lo que hizo que el apaño saltara por los aires.
Supongo que varias de las partes personadas en el sumario preguntarán pasado mañana a Javier Arenas por los encuentros que Bárcenas me explicó que mantuvieron en Madrid y Sevilla en diciembre. Según su versión, ante el escándalo que se avecinaba cuando la comisión rogatoria llegara al juez, él propuso poner término, esta vez sí, a la relación laboral mediante el correspondiente finiquito y Arenas le transmitió el deseo de Rajoy de dejar todo como estaba, apoyándose en que ya se había producido la regularización fiscal. Bárcenas me dio a entender que tiene pruebas de todo ello.
Yo me limité a reproducir su relato ante el juez Ruz con el máximo detalle que pude recordar. Lo hice bajo juramento porque pensé que, en la duda, siempre me obligaría más a decir la verdad que una simple promesa. Estoy seguro de que Arenas, que toda la vida ha tenido algunas cosas mucho más claras que yo, también utilizará esa fórmula.
Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.