Una tradición inventada

Entre los males que de un tiempo a esta parte se achacan al proceso de transición política a la democracia iniciado en julio de 1976 ocupa un destacado lugar lo que el portavoz de la Izquierda Plural evocaba hace unos días en el Congreso como “renuncia de tanta gente a tantos sueños y tantas convicciones, hasta aceptar un monarca designado inicialmente por el dictador”. Basaba Cayo Lara la legitimidad de la convocatoria de “un referéndum para que el pueblo decida su destino” precisamente en “todas esas renuncias en la Transición para que la democracia saliera adelante”. Al cabo de 35 años, Izquierda Plural tiene claro que los males que afectan a la democracia española proceden de aquellas renuncias en mala hora consentidas por los partidos que fraguaron el pacto constitucional y entre los que nadie diría hoy que el comunista haya desempeñado un papel fundamental.

Una tradición inventada¿Renunciaron los dos partidos de la oposición de izquierdas, el socialista y el comunista, a su “vocación republicana” durante el proceso de transición a la democracia? O mejor, ¿definía a esos partidos, PSOE y PCE, una cultura, una vocación o una tradición republicanas? Y si era así, ¿desde cuándo? Porque si algo hay claro en la historia de ambos partidos es que ni en su origen ni en las primeras décadas de su existencia dieron muestra alguna de que la República como forma política del Estado entrara entre sus principales preocupaciones.

Más bien sucedía lo contrario: en las deslumbrantes claridades dicotómicas que inundaban de luz su concepción del mundo, Pablo Iglesias tardó tres décadas en percibir que existía un terreno situado entre explotadores y explotados, entre burguesía y proletariado, que merecía la pena explorar. Vencida al fin su repugnancia, accedió en 1909 a formar una coalición con los republicanos, tildados poco antes de “maestros consumados en el arte de engañar”, no por ningún motivo mezquino, como el de conquistar escaños en el Congreso, sino porque serviría para “ayudar a la revolución”.

La República adquirió así para los socialistas un valor instrumental al que se atuvieron en el futuro: valía en la medida en que permitía al proletariado “avanzar tranquilamente, sin innecesarias perturbaciones”, hacia su meta final. No es sorprendente, por eso, que en 1930 escribiera Julián Zugazagoitia que un socialista solo podía ver la idea de la República “con indiferencia” por la muy sencilla razón de que a quien se había educado en las convicciones marxistas “le tiene perfectamente sin cuidado el trastueque que se opera en un país al pasar de la Monarquía a la República”; una toma de posición no muy alejada de la respuesta antológica que el comité ejecutivo del PCE se dio a sí mismo después de preguntar, también en 1930, qué significaba la República para los obreros: “Es la Guardia Civil garantizando la propiedad y la explotación de los obreros y los campesinos bajo la dirección de un presidente en lugar del rey”.

Se comprende que solo al cabo de otros cuatro meses, mientras las gentes festejaban en las calles el advenimiento de la República, un grupo de agitadores del PCE irrumpiera con su camioneta en la Puerta del Sol gritando la consigna “Abajo la República, vivan los soviets”. Y que al cabo de cuatro años, hecha la experiencia republicana, El Socialista anunciara en un editorial que la República, “ni vestida ni desnuda nos interesa” y le deseara la muerte. ¿A manos de quién? Ah, eso no importaba, de quien fuera.

De modo que, cuando la rebelión militar de julio de 1936 puso a la República a los pies de los caballos, los partidos y sindicatos que acudieron a sofocarla conservaran, por encima de su adhesión o lealtad republicana, su identidad propia, su cultura y prácticas políticas, sus estrategias y sus metas finales, que no eran la República de 1931 sino el comunismo, el socialismo, el anarquismo o la independencia de sus naciones: por eso luchaban y por eso morían y por eso merecen ser recordados.

La debilidad de los republicanos y los fines muchas veces enfrentados de las fuerzas coligadas retrasaron y finalmente impidieron una estrategia común de defensa frente al enemigo, que tampoco el gobierno de Negrín pudo imponer. A pesar de la sangre derramada en su defensa, la República sucumbió doblemente derrotada: por quienes se rebelaron contra ella y por quienes en su interior libraron más de una guerra civil —en Cataluña, en Aragón, en Madrid—dentro de la Guerra Civil.

Años después de la derrota, cuando algún niño de la guerra o de la inmediata posguerra conversaba, en París o en Madrid, acerca de todo esto con un socialista de tal o cual facción, aprendía que los culpables de la derrota habían sido los socialistas de la facción contraria; si hablaba con un comunista, la culpa recaía sobre los anarquistas, por su indisciplina y su “infantilismo revolucionario”, o sobre el Consejo Nacional de Defensa, por su traición; y si con anarquistas o sindicalistas, entonces los culpables eran los comunistas, que habían vendido la República a los intereses de la Unión Soviética. ¿Cómo se podía, con estas memorias enfrentadas, hoy disueltas, silenciadas o desaparecidas en una inventada memoria democrática, recuperar una tradición republicana? Salvo la efímera ilusión acariciada tras el triunfo de los aliados en la Guerra Mundial, muy pocos en el exilio volvieron a acordarse de las instituciones de la República, digna y solitariamente mantenidas por personalidades republicanas sin el apoyo de los partidos socialista o comunista, por no hablar de los sindicalistas.

Por eso, cuando ahora se oye que las izquierdas españolas vienen de una tradición republicana a la que traicionaron en los años de Transición por el plato de lentejas de una democracia devaluada, habría que recordar que el Partido Comunista renunció a plantear la cuestión de la República veinte años antes de que la transición comenzase, en 1956, cuando publicó su célebre declaración “por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español”, donde la República ni se menciona. Y diez años después, en 1966, sería la mismísima Dolores Ibarruri quien, al recordar que el problema del régimen estaba en la calle y evocar a quienes “en el deshojar de la margarita política española se preguntan: ¿Monarquía y República?”, afirmaba que solo cabía una respuesta: Democracia y Libertad, ambas en mayúscula.

Democracia y libertad, sin mención de la República, fue también la base de la resolución a la que llegaron en Múnich en 1962 varios partidos de la oposición interior y del exilio, con presencia principal del PSOE. Y aunque con la cercanía de la muerte del dictador, la República —federal, para más señas— retornara a declaraciones y congresos, no conviene olvidar que el Partido Comunista y las llamadas personalidades independientes de la Junta Democrática no dejaron de instar a don Juan de Borbón a publicitar un manifiesto postulándose como titular de la Corona: no que no quisieran un rey en la jefatura del Estado, sino que se equivocaron de candidato. En cualquier caso, desde 1948 los socialistas y desde 1956 los comunistas, todos habían hecho saber en privado y en público que aceptarían un regente o un rey en la jefatura del Estado siempre que abriera el camino a un proceso constituyente con referéndum final. Y eso fue lo que ocurrió a partir de 1976 y hasta 1978, en condiciones que nadie podía ni imaginar siquiera treinta o veinte años antes.

Sin duda, nada se puede objetar a la legitimidad de una movilización por la República, pero no deja de suscitar cierta melancolía que a su cabeza se encuentren los herederos de quienes en los años sesenta del pasado siglo enseñaron a jóvenes desorientados que el problema no era Monarquía o República, sino democracia o dictadura. Hoy, como ya no hay dictadura, pero como volvemos a saborear el placer intelectual y el potencial movilizador de las claridades dicotómicas, el dilema vuelve a enunciarse, por quienes inventan una tradición republicana de la que se apropian ochenta y cuatro años después de haberla despreciado y combatido, como Monarquía o democracia. Con lo cual, limpios de polvo y paja, volvemos a 1930 sin que aquí haya pasado nada.

Santos Juliá es profesor emérito de la UNED. Acaba de publicar Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

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