Una tragedia china

Los Juegos Olímpicos a menudo arruinan a los países anfitriones. Recordaremos especialmente la quiebra griega después de los Juegos de Atenas en 2004. Esta mala suerte disuade a las naciones, que no se empujan unas a otras; al Comité Olímpico Internacional cada vez le cuesta más encontrar candidatos serios. En definitiva, no es el deporte lo que determina las ciudades o países anfitriones, sino el beneficio político que sus líderes esperan obtener. El Comité Olímpico Internacional, por su parte, está motivado sobre todo por el beneficio económico; le importa poco el rendimiento deportivo y menos aún la legitimidad de los anfitriones. Esta máxima es antigua, ya que fue Adolf Hitler, con los Juegos de Berlín en 1936, el primero en  politizar la cuestión para mayor gloria de su régimen. De Berlín a Pekín, la distancia política no es muy grande.

Xi Jinping solo organiza los Juegos de Invierno, a un coste elevado, para glorificar la dictadura comunista. No es casualidad que estos Juegos -aunque el término Juegos se haya vuelto inoportuno- se celebren unos meses antes del Congreso del Partido Comunista, que, salvo sorpresas, otorgará a Xi un tercer mandato de cinco años; una revolución de palacio, antes de convertirse, como Mao Zedong, en presidente vitalicio.

Sabemos que estos Juegos de Pekín, donde rara vez nieva, se desarrollarán en una burbuja artificial, de la que el público está excluido; el objetivo es evitar la pandemia, pero también cualquier manifestación política. Con ayuda de la inteligencia artificial, se fichará a todos los participantes y no se permitirá ninguna desviación de la conducta o fuga de la burbuja. Sin duda, nunca, ni en los Juegos de Sochi de 2014 (donde tampoco nieva), nos habremos alejado más del espíritu original de las Olimpiadas. Pero lo más interesante será, una vez concluidos los Juegos, el estallido de la burbuja.

Se revelará que China va mal y que el régimen totalitario de Xi Jinping lleva al desastre: la causa es la pandemia del Covid-19 o, más exactamente, la forma en que Xi Jinping primero la negó y luego la gestionó terriblemente mal. De hecho, aunque los chinos se han vacunado masivamente, lo han hecho con una vacuna de tipo tradicional adaptada al virus original, el de Wuhan, que apareció en noviembre de 2019. Pero este virus ha sido suplantado por la variante Ómicron, contra la que la vacuna china es totalmente ineficaz. Los chinos, sin ninguna protección vacunal, corren el riesgo de ser diezmados por Ómicron, mientras que Occidente está protegido contra los aspectos más graves de la enfermedad. Dado que Xi Jinping no puede admitir el fracaso de la vacuna nacional o plantearse comprar una vacuna estadounidense o británica, la única opción es la política denominada ‘cero Covid’. Exige el aislamiento inmediato de un distrito, una ciudad o incluso una provincia (actualmente Xian y Tianjin, cerca de Pekín), con un despliegue policial. Nadie puede entrar ni salir de estas leproserías, pase lo que pase en su interior, esperando a que el virus haga estragos y se agote antes de que vuelvan a abrirse las puertas.

Esta guetización del virus impidió que llegara a toda China, hasta la aparición de Ómicron. Esta variante es tan contagiosa que ningún cordón policial o militar podrá confinarla. Seguramente, en los próximos meses Ómicron invadirá todo el país. La técnica del encierro por el ‘cero Covid’ tenía el gran inconveniente de sacrificar parte de la población para preservar a la mayoría; dudo que la devoción al Partido Comunista y a Xi Jinping haya sido suficiente para contener la furia de los encarcelados. A medida que se multipliquen los focos de infección, los encarcelamientos llegarán a decenas, incluso centenares de millones de chinos. El Partido Comunista comenzará a tambalearse y la popularidad de Xi Jinping se desplomará. Además, la multiplicación de estos guetos virales congela la economía de las provincias afectadas, al prohibir los intercambios, en China y con el resto del mundo. Los industriales y consumidores occidentales ya están notando los efectos. A finales de año, el crecimiento chino se verá interrumpido y el mundo entero se verá afectado por la falta de suministros chinos y la ruptura de las cadenas de producción.

Todos los epidemiólogos occidentales están convencidos de que este otoño China se enfrentará a la mayor pandemia de su historia, lo que provocará un gran número de víctimas y una recesión económica mundial. Este escenario catastrófico es inevitable, a menos que Xi Jinping sea eliminado y sustituido por un dictador más razonable, como lo fue Deng Xiaoping en la década de 1970. Pero, ¿cómo deshacerse de Xi Jinping? El pueblo está amordazado y bajo control; el Ejército apoya a Xi Jinping, que lo mima; en el Comité Central del Partido se han infiltrado los partidarios de Xi, que los nombró; los rivales han sido despedidos, acusados de ‘corrupción’ en un régimen donde todos los funcionarios son corruptos y, como medida de precaución, envían a sus familias a Estados Unidos.

¿Xi Jinping, presidente de por vida? Es posible. Pero no faltan precedentes históricos, desde Julio César hasta Nikita Jrushchov, pasando por Mijaíl Gorbachov; los dictadores solo son derrocados por sus allegados. Imaginemos a Xi Jinping terminando como César. ¿Cómo se dice «Tu quoque mi fili!» [Tú también, hijo mío] en mandarín?

Guy Sorman

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