Una tragedia europea

Una tragedia inesperada ha sacudido recientemente, no sólo a Polonia, sino al resto de todo un continente, Europa, hoy conmocionada. Pawel Adamowicz, el popular y carismático alcalde de la histórica ciudad de Gdansk, célebre cuna del movimiento Solidaridad que derrotó al comunismo, fue acuchillado salvajemente en un acto público. Defensor a ultranza de los valores europeos -tantas veces puestos en entredicho en esas zonas del Este europeo-, brillante y joven político de ideas liberales, muy querido por sus conciudadanos, su crimen no era un crimen cualquiera.

Muchos, desde el principio, en todos los medios y países, señalaron como culpable directo de la tragedia al extendido «clima de odio», cada vez más en aumento en una nación brutalmente polarizada. Tan horrendo suceso, en Polonia, remitía siniestramente a otro famoso crimen político del fanatismo y la intolerancia, el de Gabriel Narutowicz, político asesinado en 1922, tan sólo cinco días después de ser nombrado como segundo presidente de la Polonia independiente. Narutowicz venía siendo el centro de una virulenta campaña difamatoria, acusado por los ultranacionalistas polacos de entreguerras de ser «el candidato de los judíos». El padre dominico Ludwik Wisniewski, que tomó la palabra en los funerales del alcalde asesinado, mientras 45.000 personas se agolpaban fuera de la iglesia, habló sin pelos en la lengua: «Hay que acabar con los discursos del odio, con el desprecio, con las acusaciones infundadas. No tenemos que permanecer indiferentes al veneno del odio que pulula por las calles, en determinados medios, en Internet, en las escuelas, en el Parlamento, pero también en las iglesias. Los que hablan el lenguaje del odio y hacen carrera con la mentira no pueden ejercer altas responsabilidades en nuestro país». Divisiones cada vez mayores y más encarnizadas que no sólo en Polonia, sino a lo largo y ancho de Europa, están provocando hoy día una sucesión ininterrumpida de hechos, acusaciones, insultos y descalificaciones muchas veces de una violencia inaudita.

En 2018 se celebró, con enormes fastos, reedición de obras fundamentales, nuevas aproximaciones por parte de historiadores y cientos de artículos escritos a uno y otro lado del Atlántico, el armisticio de la Primera Guerra Mundial. Una guerra que dejaría fatal e inquietantemente abierto, como una gigantesca llaga supurante, todo lo que vendría después. Es decir, la siguiente y devastadora contienda mundial que causaría, aproximadamente, alrededor de sesenta millones de muertos.

Con el fondo solemne del Arco de Triunfo en París y un memorable discurso pronunciado por Emmanuel Macron, se reunieron para la ocasión setenta jefes de Estado y de Gobierno, entre ellos Vladímir Putin, Donald Trump y Angela Merkel. Bajo la lluvia, habían marchado todos juntos por los Campos Elíseos, hasta llegar a la Place de l’Étoile. La frase más repetida por el presidente francés en su alocución fue «¡N’oublions pas!», ¡no olvidemos! Frente a estudiantes franceses, ingleses, americanos y alemanes Macron apelaría a la paz y la unión, pero también a «relanzar el proyecto comunitario». Todo ello sin olvidarse de los peligros actuales y de «los demonios del pasado que resurgen»: «El patriotismo -dijo- es justo lo contrario del nacionalismo, el nacionalismo representa una traición. Diciendo “nuestros intereses ante todo, qué importan los otros”, se borra lo más precioso de una nación: sus valores morales».

¿Qué ha cambiado en el mundo, y más particularmente en Europa, desde entonces, desde aquel 1918 que dejó tan mal enterradas muchas pesadillas y fantasmas que un siglo después, como dijo Macron, resurgirían con una fuerza alarmante? Hoy día, en estos «nuevos años 30» como tantas veces se viene diciendo, los problemas no han dejado de encadenarse y darse la mano de forma amenazante: la crisis de los migrantes aprovechada no pocas veces por los extremismos políticos, los feroces y embaucadores populismos surgidos a izquierda y derecha, un Brexit zafiamente manipulado por demagogos irresponsables de la xenofobia, o nacionalpopulismos retrógrados que invocan la raza y la diferencia por encima de todo como sucede actualmente con el supremacismo de ciertos partidos y políticos catalanes. Por no hablar de gobiernos ultranacionalistas de países «rebeldes» dentro de la misma Unión Europea que se permiten presentarse como «euroescépticos».

Tenemos que pensar que en nuestros días estamos rodeados a menudo de gente que no sólo desprecia la democracia y los valores inherentes a ella que nos permiten vivir juntos, con nuestras diferencias, a diario, sino que tenemos a nuestro alrededor sin cesar gente que alberga un verdadero odio, un resentimiento obcecado, hacia la democracia en sí. Personas, cada uno por su lado, con su pequeña o gran frustración individual, que culpan a nuestras sociedades de sus ruinas espirituales y particulares, de sus fracasos y de un gris anonimato que es el de muchos, pero que a ellos -y sólo hay que ver la ira con que algunos se obstinan en mostrarse, arrogantemente, en las redes- les obsesionan desde que se levantan por la mañana.

Como decía el escritor italiano Roberto Calasso en La actualidad innombrable, citando a un nefasto Céline de 1933, que manifestaba excitado «¡vamos hacia la violencia, está muy cerca!», no solo es que el horror formara ya parte de «cierta forma de sociedad», sino que encarnaba en aquellos momentos a la sociedad misma. Una sociedad «autosuficiente, soberana y devoradora», engreída y desafiante, creyéndose por encima de las leyes y de todo tipo de moral. Una sociedad que, desaparecidos los monstruos, Hitler y Stalin, tendría que ser reeducada en tiempos de paz, en determinados valores olvidados. De ello se encargaría años después una institución «supranacional» y de tarea «civilizatoria», la Unión Europea. Toda Europa se pondría a trabajar, a regresar a la civilización, la razón, el respeto mutuo y el humanismo. Así lo había vaticinado en su día, de forma visionaria, precisamente una de sus más conocidas víctimas, Stefan Zweig: «Sólo un vínculo más estrecho de todas las naciones puede dar lugar a una estructura supranacional capaz de dar alivio a las dificultades económica, de suprimir las posibilidades de guerras en nuestro continente y vencer al sacroegoísmo nacionalista».

Mercedes Monmany es escritora.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *