Una tragedia francesa

Karl Marx fue un economista mediocre y un mal profeta. Pero tenía estilo y sentido de la fórmula. La semana pasada, en mi columna, cité su famoso aforismo sobre «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio». Esta semana, debido a la extrema agitación que vive la sociedad francesa, me viene a la mente y se impone otra famosa cita de Marx: «La historia -escribió- se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa». En su mente y en el momento en que la escribió, la farsa era el golpe de Estado del futuro Napoleón III que, en 1851, decidió proclamarse emperador igual que había hecho, una generación antes, su ilustre tío, Napoleón I.

Si ahora aplicamos el aforismo marxista a la situación francesa, podríamos enriquecerlo señalando que entre nosotros la Historia no se repite dos, sino diez veces. Porque los franceses viven con la nostalgia de la toma de la Bastilla y nunca dejan de revivir aquella revolución de 1789, cada vez que el Gobierno les da la oportunidad.

Los franceses alimentan en sus corazones la nostalgia de las barricadas, convencidos de que toda revolución es siempre positiva y el poder de la calle más legítimo que el de la democracia electiva. La prueba está en que Francia ha tenido, desde 1791, año de la primera, hasta catorce (y hasta el momento) Constituciones; es la prueba de que los franceses no creen en las virtudes de la ley. Cuando por casualidad no cambiamos de Constitución, la reformamos: la actual, que data de 1958 y fundó nuestra Quinta República, ya se ha modificado veinticuatro veces. El presidente Macron se está planteando una vigésimoquinta reforma para introducir el derecho al aborto.

El hecho de que todas nuestras revoluciones hayan terminado en dictadura (Napoleón I, Napoleón III, Mariscal Pétain) o en masacre (el Terror de 1793, las represiones militares de 1830, 1848, 1871) no disuade a los franceses de reincidir; cualquier pretexto para derrocar al Gobierno por la violencia es bueno. A veces, este pretexto era legítimo: por ejemplo, restaurar la libertad de prensa en 1830. Otros pretextos son más discutibles, como establecer un régimen comunista en París en 1871 o, en 1940, alinear las leyes francesas con las del nazismo. Por supuesto, contrariamente a lo que proclaman los insurrectos, las revoluciones nunca son 'populares'. Siempre son minorías activas las que las guían para satisfacer sus intereses, su ideología o sus caprichos. Otra singularidad: las revoluciones son siempre parisienses y se representan, como en el teatro, en un espacio muy restringido de la capital, en los alrededores de la Asamblea Nacional y el Barrio Latino. A ellas contribuyen los estudiantes, siempre de manera determinante, junto con los líderes sindicales de izquierda y los grupúsculos trotskistas que nunca logran ser elegidos de manera democrática.

Vayamos a la revolución de hoy, que aún no sabemos si se convertirá en tragedia o en farsa. A diferencia de todas las revoluciones anteriores, esta es totalmente conservadora. Mientras el Gobierno propone subir la edad de jubilación de 62 a 64 años para salvar de la quiebra al sistema público de pensiones, la izquierda se moviliza para que nada cambie. A medida que aumenta la esperanza de vida y ya no hay suficientes trabajadores activos para financiar las pensiones de los inactivos, la izquierda no ofrece ninguna alternativa. Paradoja adicional, la izquierda, en esta disputa, se levanta contra el trabajo como si el trabajo fuera en sí mismo odioso.

En verdad, si a hondamos más en la hostilidad de la izquierda a esta minirreforma de las pensiones, nos encontramos con una constante hostilidad hacia la economía de mercado, las empresas, el capitalismo y las finanzas en todas sus formas. La reforma de las pensiones, por tanto, es odiosa para la izquierda (pero también para la extrema derecha anticapitalista), porque su razón fundamental es económica: la izquierda odia la economía, siente horror por su aritmética. Prefiere la utopía, un mundo donde dos y dos sean cinco en lugar de cuatro. Nos atrincheramos contra las sumas que salen bien. Pero esto no excusa al presidente Macron. Este, un puro técnico económico, no entiende que los franceses no quieren ser gobernados: quieren que se les encante. Entre la tragedia y la farsa, la revolución, o algo que se le parezca, es una fábrica de sueños: Macron, es lo menos que podemos decir, no deja soñar.

De modo que Marx tenía razón: los pueblos son prisioneros de su historia y lo que erróneamente creemos que es el pasado nunca desaparece por completo. Para los franceses, cualquier Bastilla será siempre buena para asaltar, independientemente de que esta Bastilla esté hecha de cartón o de trapos. Y lo que es obvio para Francia lo es para todas las naciones: ninguna deja de revivir algún mito fundacional, como -en España- la Leyenda Negra o la Guerra Civil. No comprendemos nada de la actualidad si no la iluminamos a través del pasado colectivo, por mítico que sea. En política, los mitos son objetos reales.

Guy Sorman

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *