Una vez más, la prohibición

El miércoles se consumó, finalmente, la amenaza que pesaba sobre la actividad taurina en Cataluña desde hace unos meses. El Parlament ha decidido instar la prohibición de las corridas de toros en su territorio a partir de enero de 2012. Nada extraño en estos tiempos en esa tierra en la que, al menos en el ámbito político y desde hace algún tiempo ya, reina la cultura de la intolerancia. Una tierra donde algunos partidos ya no abordan los problemas desde el prisma de la necesidad común, sino desde un firme y permanente deseo de imponer la exigencia particular.

Visto como aficionado práctico que soy, me produce una profunda tristeza la imposición que se me hace de un veto en Cataluña para practicar libremente lo que considero que es el espectáculo más singular de toda la Tierra: bailar a muerte con un toro bravo en una plaza. Ya han tenido oportunidad de leer en estas mismas páginas mis argumentos a favor de la Fiesta Universal en que hoy se ha convertido el arte de torear y no voy a profundizar más en esos argumentos. Simplemente, quiero dejar claro que lidiar un toro en una plaza según las directrices que marcan los reglamentos taurinos en vigor, constituye una expresión artística, cultural, centenaria y mítica. Una actividad artística que se practica habitual y libremente en España, Francia, Portugal, México, Colombia, Venezuela, Perú y Ecuador. Esporádicamente, se practica también en otros países.

Como ciudadano con vocación e inquietudes políticas que también soy, me produce más tristeza aún, si cabe, la imposición de semejante prohibición y la forma en que se ha llevado a cabo. En primer lugar, me llama poderosamente la atención un aspecto formal de la votación del miércoles: los socialistas daban libertad de voto a sus diputados para que se pronunciasen en conciencia. Curioso, pero no seré yo el que critique ese punto, cuando soy un firme defensor de la responsabilidad individual de los diputados en asuntos de conciencia.

No señor; lo que me asombra, y mucho, es que, muy poco tiempo antes, ¡los socialistas exigían unidad de voto en la Ley del Aborto! Me parece increíble que en un asunto de tan profunda trascendencia moral se exija disciplina de voto, para dejar luego libertad de conciencia en un asunto de importancia menor, al menos desde el punto de vista moral. Si no fuera porque el señor Montilla, al que todos creemos a pies juntillas, nos ha dicho otra cosa, pensaríamos que estamos ante una maniobra calculada para alcanzar la situación que, finalmente, se ha alcanzado. Gracias a la excusa no pedida del president Montilla, nos quedamos mucho más tranquilos…

En segundo lugar, me produce un malestar urticante la prohibición. El hecho de que se trate de una afición supuestamente minoritaria no justifica, en absoluto, el veto a su celebración. Si fuera así, ¿qué deberíamos hacer entonces con la filatelia?, por ejemplo. Si eso fuera cierto, sería mucho más inteligente el dejar morir por su propia incapacidad de regeneración a la Fiesta de los toros. Tampoco se tiene en pie, para justificar la prohibición, la tan manida referencia al sufrimiento animal. Una vez más, y aunque levante muchas ampollas, debo decir que me parece impresentable que el mismo que defiende que un niño en el seno materno pueda ser troceado y muerto me diga que le da mucha pena ver morir a un toro a manos de un torero armado solo con un estoque y una muleta. Me parece un acto de cinismo supremo. Puedo respetar y entender que el espectáculo taurino hiera la sensibilidad de mucha gente, pero no la de aquellos que defienden la barbarie del aborto.

Como hombre de leyes que soy, la extrañeza que me produce la prohibición alcanza ya el grado sumo. Primero porque, como ya ocurrió con el asunto del Estatut, se maneja el tema de la «soberanía catalana» o la «voluntad del pueblo de Cataluña» con una ligereza pasmosa. Para dejar el asunto claro desde el principio, hay que decir que el único titular de la soberanía popular es el pueblo español en su conjunto, al que pertenecen de forma indisoluble todos los catalanes. Esto lo dice la Constitución. Si la quieren cambiar, me parece muy bien que lo hagan, pero siguiendo las normas que nos hemos dado entre todos.

En puridad, lo que decide el Parlamento de Cataluña -todo- lo hace de forma delegada y no puede tomar, en solitario, decisión alguna que contravenga esa delegación. Por bajar la pelota al suelo y hacerme entender, diré que el Parlament tiene la capacidad de regular el espectáculo taurino -como puede regular también aspectos relativos a la sanidad-, pero no tiene competencia para prohibirlo -como tampoco tiene competencia para prohibir la sanidad-.

Esto es lo que se desprende de la lectura artículo 149.1.28, donde dice que «el Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias: (…) La defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español contra la (…) expoliación; (…), sin perjuicio de su gestión por parte de las Comunidades Autónomas.

2. Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas, el Estado considerará el servicio de la cultura como deber y atribución esencial y facilitará la comunicación cultural entre las Comunidades Autónomas, de acuerdo con ellas».

Si uno continua leyendo la Constitución de la Concordia, no sale fácilmente del asombro. Dice el artículo 46: «Los poderes públicos garantizarán la conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y su titularidad. La Ley penal sancionará los atentados contra este patrimonio». La verdad es que no hace falta ser un genio para interpretar rectamente este texto. Como tampoco hace falta ser Tomás Moro para saber que lo que dice el artículo 44. 1. -«Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho»- es plenamente aplicable a la Fiesta de los toros.

Son muchos los artículos de nuestra Constitución que podría traerles hasta estas páginas para poner de manifiesto la ilegalidad de la medida votada ayer en el parlamento de Cataluña, pero no es el momento ni el lugar. Se abre ahora una larga batalla jurídica en la que algunos volverán a oficiar como víctimas. Nada más lejos de la realidad. La única víctima en este caso es la libertad. El único asesino, una vez más, el integrismo intolerante.

Adolfo Suárez Illana, abogado.