No sé si alguna vez me sentiré cómoda con el silencio que se suscita después de haber entregado mis papeles al oficial de control migratorio. En ese momento recuerdo de inmediato todos mis errores y pecados de la infancia, que incluyen el día en que por accidente rompí un tazón de frutas de cerámica en el comedor de un amigo (que después traté de pegar).
Debería haber una palabra en alemán para este miedo, una palabra larga y espeluznante. En lugar de tener miedo a volar, tengo un miedo enorme a aterrizar y ser juzgada por un oficial en el aeropuerto, aun cuando no tengo nada que esconder.
Todo comenzó en el aeropuerto de Dublín, hace siete años, cuando olvidé llevar mi pasaje de regreso en el equipaje de mano. Era la segunda vez que viajaba fuera del país y también mi luna de miel. Mi entonces marido y yo habíamos planeado quedarnos ahí una semana antes de regresar a Brasil. Pero nadie me había dicho que debía mostrar el pasaje de regreso al oficial de inmigración como prueba de que en verdad tenía la intención de regresar, así que lo metí en el equipaje que registré.
Los oficiales nos interrogaron por separado, tal vez para tratar de identificar alguna discrepancia. Les mostré mi reservación de hotel impresa, pero insistieron en confirmar la información vía telefónica; por alguna razón, el empleado del hotel dijo que habíamos reservado una habitación sólo por una noche. Yo estaba al borde del llanto, hablaba entre dientes en un inglés chapurreado. Eran casi las 6 de la tarde y nos estábamos muriendo de hambre. Al fin se apiadaron de nosotros y nos dejaron ingresar al país, estampando una visa de siete días. “Ella nunca encajaría en nuestro sistema”, dijo un oficial ─ insinuando que, si mi plan era encontrar trabajo ahí y quedarme como inmigrante ilegal, no tendría suerte de todos modos.
Pensé que, siendo más cuidadosa, nunca volvería a verme en una situación así de nuevo, pero definitivamente hay algo en mí que no funciona bien (en las mañanas, por lo general pienso que es mi cabello). Algunos años después, pasé un mal rato tratando de entrar a Gran Bretaña, incluso después de mostrar mi pasaje de regreso y reservación de hotel. El funcionario me preguntó varias veces cuál era el propósito de mi visita (“turismo”, repetía yo) y después comentó: “Viaje largo, ¿no?” En otra ocasión, fui regañada por haber contestado “tres semanas” en lugar de “19 días”. “No es lo mismo, señora”, me dijo un oficial gruñón.
El control migratorio del Reino Unido es una pesadilla para muchos brasileños. El año pasado, de acuerdo con las estadísticas del Ministerio del Interior de Gran Bretaña, a aproximadamente 18.000 viajeros, 0,015 por ciento del número total de visitantes, se les negó la entrada al país. Estadounidenses, albaneses y brasileños se encuentran entre las nacionalidades a las que más se les niega el ingreso a su llegada, en cifras absolutas. En el Aeropuerto de Heathrow, una amiga fue esposada y enviada de regreso a Brasil porque su visa de estudiante había vencido.
En ocasiones me pongo tan nerviosa en el control de pasaportes que comienzo a verme sospechosa. En China, un oficial me preguntó dos veces qué pretendía hacer sola en Beijing (“turismo”, de nuevo) y me dio una visa de siete días cuando había planeado quedarme diez. En otra ocasión, a mis amigos, y a mi equipaje, les permitieron abordar un ferry hacia Hong Kong mientras yo me quedé en Macao. Comencé a preguntarme para qué me tomaba la molestia de viajar, en lugar de quedarme en casa en pijama.
Hace dos años, mi angustia ante el control migratorio me llevó a solicitar un pasaporte europeo (que pude obtener gracias a que mis abuelos eran portugueses), con la esperanza de atenuar la imagen de inmigrante ilegal en potencia a los ojos del mundo. Pero ahora tengo miedo de verme todavía más sospechosa, ya que tener dos pasaportes es claramente cosa de espías.
Los ciudadanos brasileños pueden ingresar a 146 países ya sea sin una visa o al recibir una a su llegada. Esto nos ubica en el vigésimo primer lugar en el mundo en términos de libertad de circulación, conforme al Índice de Restricciones de Visa de la consultora Henley & Partners para el 2014. Estados Unidos, Gran Bretaña, Finlandia, Alemania y Suecia encabezan la lista, ya que sus ciudadanos pueden ingresar sin visa a 174 países respectivamente. Los afganos tienen la peor movilidad, ya que sólo pueden ingresar a 28 países sin visa, seguidos de los iraquíes, que pueden entrar a 31.
Antes de viajar a Estados Unidos, los brasileños deben solicitar una visa de turista; tiene un costo de $160 dólares y su emisión tarda algunas semanas. El procedimiento abarca el llenado de un largo formulario en el que se pregunta al solicitante si tiene tuberculosis o una enfermedad mental; si es terrorista o saboteador; o si alguna vez ha hecho contribuciones a instituciones de caridad. El solicitante debe hacer una cita para una entrevista personal y otra para que se tome un registro de sus huellas dactilares y una fotografía.
No obstante, la visa no garantiza el ingreso; los funcionarios de Aduanas y Protección Fronteriza aún pueden negar la admisión. En 2014, se negó el ingreso a los Estados Unidos a 223.712 personas. Los motivos de inadmisibilidad incluyeron violaciones a leyes migratorias y razones de seguridad nacional. Algunas veces, no se dio justificación alguna.
Nunca he probado suerte en el control migratorio de Estados Unidos. La semana que viene será mi primera vez, ya que iré a Nueva York de vacaciones por tres semanas.
Perdón, quise decir 22 días.
Vanessa Barbara es columnista del periódico brasileño O Estado de São Paulo y editora de la página web literaria A Hortaliça.