El pasado 21 de febrero, después de escuchar las historias desgarradoras de aquellos que perdieron a sus hijos o amigos en el tiroteo de la escuela Parkland en Florida, Donald Trump —quien tenía en mano una tarjeta con apuntes de frases que sonaran empáticas— propuso su respuesta: armar a los maestros.
Es indicativo del estado de nuestro discurso nacional que esa ni siquiera sea de las reacciones más viles y tontas que ha habido a la atrocidad. No, esos honores se los llevan las afirmaciones de muchas figuras conservadoras de que los estudiantes desconsolados estaban siendo manipulados por fuerzas siniestras o incluso de que eran actores pagados.
A pesar de ello, la terrible idea de Trump, salida directamente del manual de estrategias de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), fue profundamente reveladora; es un descubrimiento que va más allá de los temas relativos al control de armas. Lo que está sucediendo en Estados Unidos en este momento no solo es una guerra cultural: es una guerra, por parte de la mayoría de la derecha de hoy, contra el concepto mismo de comunidad; contra una sociedad que usa la institución a la que llamamos gobierno para ofrecer ciertas protecciones básicas a todos sus miembros.
Antes de entrar en detalle, permítanme recordarles lo evidente: sabemos muy bien cómo limitar la violencia con armas de fuego, y armar a los civiles no es parte de la respuesta.
Ninguna otra nación avanzada vive masacres frecuentes como nosotros. ¿Por qué? Porque imponen revisiones de antecedentes a los futuros propietarios de armas, restringen la preponderancia de las armas en general y prohíben las armas de asalto que permiten a un asesino disparar a decenas de personas antes de poder abatirlo (en masculino, porque el sujeto siempre es un hombre). Sí, esas normas funcionan.
Tomemos el ejemplo de Australia, que solía tener una que otra masacre con armas de fuego al estilo estadounidense. Después de un ejemplo particularmente atroz en 1996, el gobierno prohibió las armas de asalto y se las confiscó a aquellos que ya las tenían. No ha habido masacres desde entonces.
Mientras tanto, cualquiera que piense que una persona sin experiencia en el manejo de armas de fuego que tenga una en su poder puede salvar a los demás de un asesino enloquecido con un arma semiautomática —en lugar de desatar un tiroteo y herir en el fuego cruzado a varios más en la confusión— ha visto demasiadas películas de acción de las malas.
Como dije, eso no tiene que ver solo con las armas. Para ver por qué, consideremos el mismo ejemplo que suele usarse para ilustrar la relación tan extraña que tenemos con las armas de fuego: pensemos en cómo tratamos la propiedad y la operación de los automóviles.
Es cierto que es mucho más difícil obtener una licencia de conducir que comprar un arma mortal, y que imponemos muchas normas de seguridad a nuestros vehículos. Además, las muertes por accidentes de tránsito —que solían ser mucho más comunes que las muertes por armas de fuego— han disminuido de manera considerable a lo largo del tiempo.
Sin embargo, las muertes ocasionadas por accidentes automovilísticos podrían y deberían haber disminuido todavía más. Lo sabemos porque, como lo señala mi colega David Leonhardt, las muertes por accidentes de tránsito han disminuido mucho más en otros países avanzados que han usado políticas basadas en evidencias, como reducir los límites de velocidad y hacer más estricto el reglamento para los conductores ebrios, a fin de mejorar sus resultados. ¿Pensaban que los franceses eran muy locos para manejar? Pues solían serlo, pero ahora conducen sus automóviles con mucha mayor seguridad que nosotros.
Ah, y la seguridad automovilística varía considerablemente entre estados dentro de Estados Unidos, tal como sucede con la violencia con armas. Estados Unidos tiene un “cinturón de muertes automovilísticas” en los estados del sur y las Grandes Llanuras, que coincide bastante con el cinturón de armas de fuego definido por los índices de mortalidad a causa de armas de fuego ajustada por edad. También coincide bastante con los que votaron por Trump y con los estados que no quisieron expandir el programa público de salud para personas de escasos recursos Medicaid, negándoles esos servicios a millones de sus ciudadanos solo porque sí.
Mi argumento es que nuestra inacción jurídica en lo referente a las armas, al igual que en los vehículos, refleja el mismo espíritu que está haciendo que descuidemos la infraestructura y privaticemos las prisiones, el espíritu que quiere desmantelar la educación pública y convertir Medicare en un sistema de cupones en lugar de servicios de salud básicos garantizados. Sin importar cuáles son los motivos, hay una facción en nuestro país que considera que la acción pública por el bienestar público, sin importar lo justificada que esté, es parte de una conspiración para destruir nuestra libertad.
Esta paranoia es profunda y extendida. ¿Alguien recuerda cuando el comentarista conservador George Will declaró que los liberales eran como los trenes, no porque tuvieran sentido para el transporte urbano, sino porque servían al “propósito de disminuir el individualismo de los estadounidenses a fin de hacerlos más susceptibles al colectivismo”? Esto va de la mano con fantasías en esencia infantiles sobre la acción individual —el “chico bueno con una pistola”— que asume funciones públicas fundamentales como la vigilancia policial.
De todas formas, esta facción política está haciendo todo lo que puede para forzarnos a convertirnos en una sociedad en la cual los individuos no pueden contar con la comunidad para que les suministre las garantías más elementales de seguridad: seguridad contra los hombres armados enloquecidos, seguridad contra los conductores ebrios, seguridad contra las facturas de salud exorbitantes (que para cualquier otro país avanzado son un derecho y que, de hecho, sí logran proveer).
En resumen, quizá quieren pensar en nuestra locura por las armas de fuego como solo un aspecto de aquel impulso por convertirnos en lo que Thomas Hobbes describió hace mucho: una sociedad en la que “los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles”. Hobbes se volvió célebre por decirnos cómo sería la vida en una sociedad como esa: “Solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”.
Sí, suena bastante parecido al Estados Unidos de Donald Trump.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times Company, 2018.