Una visita a Corea del Norte en tiempos de amenazas nucleares

Un cartel propagandístico en Pyongyang, la capital de Corea del Norte, muestra un misil que impacta contra el Capitolio de Estados Unidos con una consigna que dice: “La respuesta de la República Popular Democrática de Corea”. Credit Jonah M. Kessel/The New York Times
Un cartel propagandístico en Pyongyang, la capital de Corea del Norte, muestra un misil que impacta contra el Capitolio de Estados Unidos con una consigna que dice: “La respuesta de la República Popular Democrática de Corea”. Credit Jonah M. Kessel/The New York Times

Entrar a Corea del Norte en un viejo avión ruso es como dar un paso hacia un universo alterno, uno en el que “el líder supremo” derrota a los cobardes imperialistas de Estados Unidos, en el que los trillizos son separados de sus padres para que los críe el Estado, en el que la guerra nuclear es inminente pero con posibilidades de supervivencia… y en el que no hay ningún tipo de simpatía hacia detenidos estadounidenses como Otto Warmbier.

Warmbier fue el estudiante de la Universidad de Virginia que arrestaron por robarse un afiche y luego fue sentenciado a 15 años de trabajos forzados antes de que finalmente fuera repatriado a Estados Unidos en estado vegetativo.

Durante mi visita los funcionarios no ofrecieron ninguna disculpa y no dieron su brazo a torcer, lo cual reflejó la línea dura hacia Estados Unidos que encontré en todas partes; un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores, Choe Kang-il, ridiculizó al presidente Trump llamándolo “un loco”, “un rufián” y “un hombre patético con una gran boca”. He cubierto Corea del Norte intermitentemente desde la década de los ochenta y este viaje de cinco días me ha dejado más alarmado que nunca sobre los riesgos de una confrontación catastrófica.

Me otorgaron una visa para entrar a Corea del Norte, al igual que a otros tres periodistas de The New York Times. El Departamento de Estado rápidamente nos otorgó una exención de la prohibición para viajar a ese país y emitió pasaportes especiales que solo servían para un viaje hacia ese destino.

A diferencia de las otras ocasiones en que visité Corea del Norte, esta vez se está incitando mucho más a las personas a que esperen una guerra nuclear con Estados Unidos. Todos los días, los estudiantes de bachillerato marchan por las calles vestidos con uniformes militares para denunciar al país norteamericano. Los afiches y las vallas publicitarias muestran misiles que destruyen al Capitolio estadounidense y que vuelven jirones la bandera. De hecho, hay imágenes de los misiles por doquier: en el patio de juegos de un jardín de niños, en un espectáculo de delfines, en la televisión estatal. Esta movilización militar va acompañada de la suposición de que Corea del Norte no solo podría sobrevivir a un conflicto nuclear sino que, además, saldría victoriosa.

“Si debemos pelear una guerra, no dudaremos en destruir completamente a Estados Unidos”, explicó Mun Hyok-myong, un maestro de 38 años que estaba de visita en un parque de diversiones.

Ryang Song-chol, un trabajador de 41 años, lució sorprendido cuando le pregunté si su país podría sobrevivir a una guerra con Estados Unidos. “Por supuesto que ganaríamos”, afirmó.

Realicé estas entrevistas ante la presencia de dos funcionarios de Relaciones Exteriores pero, aunque no hubieran estado, no cabía la posibilidad de que la gente común fuera a hablar libremente con un periodista extranjero. Tal vez este sea el país más controlado del mundo, así que ese tipo de comentarios deberían verse como un reflejo del guion gubernamental: en este caso, uno perturbadoramente ultranacionalista.

Al parecer, los partidarios de la línea dura adquirieron más poder este año, en especial después de las amenazas que lanzó Trump de “destruir totalmente” Corea del Norte, y nos dijeron que los oficiales del ejército a veces se burlaban de los diplomáticos de su propio país por ser “compinches de los estadounidenses” y pusilánimes.

Los funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores nos acompañaron todas las veces que salimos del recinto donde nos hospedaron; lo más probable es que fuera tanto para evitar que provocáramos problemas como para protegernos de las agencias de seguridad.

En efecto, todo esto ha sido un poco desconcertante.

La conclusión es que he sentido más control que en visitas pasadas a Corea del Norte, y una tensión considerablemente más alta. Antes había podido estar con generales de alto rango, pero en esta ocasión el ejército se negó de manera rotunda a siquiera considerar mis solicitudes para realizar entrevistas. Las fuerzas de seguridad también negaron mi solicitud para reunirme con tres estadounidenses que seguían detenidos: uno lleva así dos años, sin tener acceso al consulado.

Un problema fundamental es que los intransigentes parecen estar al alza tanto en Washington como en Pyongyang.

En Washington, el secretario de Estado, Rex Tillerson, está defendiendo una resolución diplomática al conflicto con Corea del Norte, pero Trump desmeritó sus esfuerzos en Twitter cuando afirmó que Tillerson estaba “perdiendo su tiempo”. La política de Trump hacia Corea del Norte se basa en las suposiciones falsas de que el líder supremo, Kim Jong-un, renunciará a sus armas nucleares, que China puede ser la salvadora y que las opciones militares son reales.

En Pyongyang, la capital de Corea del Norte, llena de calles anchas y edificios monumentales, los funcionarios también expresaron poco interés en el tipo de compromisos complicados que se necesitarían para resolver la crisis.

“La situación en la península coreana es la de una guerra nuclear a punto de estallar”, me comentó Choe, el funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores. “Podemos sobrevivir” a esa guerra, agregó, y él y otros funcionarios señalaron que no era el momento adecuado para realizar conversaciones con Estados Unidos.

Los norcoreanos insisten en que Estados Unidos tome la iniciativa suspendiendo sus sanciones y la “actitud hostil”, lo cual no va a suceder. Y Estados Unidos es igual de poco realista pues insiste en que Corea del Norte renuncie a todo su programa nuclear.

Mencioné a Choe que mi visita me dio una sensación de déjà vu, o paramnesia, porque me recordó un viaje que hice a Irak mientras gobernaba Saddam Hussein, en la víspera de la invasión estadounidense. La diferencia es que una guerra aquí no solo sería un desastre regional, sino un cataclismo nuclear.

A Choe no le impresionó mi advertencia. Afirmó que Irak y Libia habían cometido el error de suspender sus programas nucleares: en ambos casos, Estados Unidos derrocó al régimen. Agregó que la lección era evidente, así que Corea del Norte nunca negociará la rendición de sus ojivas nucleares.

Sin embargo, a pesar de la sombra de una posible guerra, han sucedido algunos cambios positivos en Corea del Norte. Se acabó la hambruna (aunque la desnutrición de todas maneras ataca a uno de cada cuatro niños), se ha desarrollado la economía y los funcionarios gubernamentales son mucho más abiertos y diestros que los de hace una generación.

Los dirigentes solían negar que hubiera crímenes en Corea del Norte, pero ahora admiten con libertad que su país tiene ladrones, que las mujeres jóvenes a veces se embarazan antes del matrimonio, que es inevitable la presencia de cierto grado de corrupción (lo que sí niegan es que haya personas homosexuales en el país).

Corea del Norte ya no está sellada de manera hermética, la música y telenovelas de Corea del Sur han entrado de contrabando por medio de memorias flash y DVD desde China (verlas es un delito grave). También existe una intranet —una versión doméstica del internet rígidamente controlada— y los estudiantes aprenden inglés desde el tercer grado.

Los radios o televisores que pueden captar transmisiones extranjeras son ilegales, y no hay acceso a internet, salvo para los extranjeros y los altos funcionarios. Cuando llegué al aeropuerto, mi equipaje fue revisado minuciosamente para ver si no traía publicaciones perniciosas, e incluso examinaron mi teléfono.

A mi parecer, los dos bandos temen verse débiles e intentan intimidar al otro con fanfarronadas militares pero ambos preferirían una resolución pacífica, aunque no saben cómo alcanzar esta solución de forma política. Así que, ¿cómo salimos de este desastre?

Primero que nada, Trump debería dejar de personalizar y escalar el conflicto. Segundo, necesitamos negociaciones sin condiciones, aunque sean conversaciones para establecer reuniones: sugeriría una visita secreta a Pyongyang de un alto funcionario del gobierno estadounidense, así como conversaciones con el embajador de Corea del Norte ante las Naciones Unidas. Tercero, los derechos humanos deben ser parte de la agenda, respaldados con la amenaza de suspender las credenciales de Corea del Norte en las Naciones Unidas. Cuarto, debemos apoyar organizaciones que filtren información a Corea del Norte por medio de memorias USB: es barato y podría contribuir a un cambio a largo plazo. Quinto, incrementar la guerra informática, la cual Estados Unidos ya ha utilizado de manera eficaz en contra de Corea del Norte. Sexto, apliquemos sanciones más estrictas, pero solo si conllevan un resultado plausible.

Finalmente, la mejor esperanza realista podría ser una variante de lo que se conoce como “una suspensión por otra”: Corea del Norte detiene sus pruebas nucleares y de misiles a cambio de una reducción de las sanciones y de los ejercicios militares entre Estados Unidos y Corea del Sur; sería un paso temporal, sin quitar el dedo del renglón en cuanto a la meta a largo plazo de la desnuclearización. Lamentablemente, los dos bandos se oponen a esta iniciativa. Me decepcionó la falta de interés de los norcoreanos.

Así que, si no podemos llegar a un acuerdo de suspensión por suspensión, la siguiente mejor opción realista es establecer una disuasión mutua a largo plazo. No obstante, podría ser riesgoso, en particular porque tenemos un presidente estadounidense y un líder norcoreano que parecen impetuosos, arrogantes y con un temperamento inclinado hacia la escalada de cualquier disputa. Además, la parte continental de Estados Unidos cada vez estará más en la mira de las ojivas nucleares norcoreanas.

Me fui de Corea del Norte con el mismo presentimiento con el que dejé el Irak de Saddam en 2002. Se puede prevenir la guerra, pero no estoy seguro de que se pueda evitar.

Nicholas Kristof ha sido columnista para The New York Times desde 2001.

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