Una zona de exclusión aérea para Siria

Un dicho, que suele utilizarse cuando se interpretan las relaciones internacionales, dice que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. A veces resulta cierto; muchas veces, no.

Hace 30 años se consideró erróneamente que los muyahidin afganos eran amigos de Occidente cuando combatían contra los invasores soviéticos de su país. Pero qué poco meditada parece hoy esa suposición, en vista de todo lo que ha sucedido desde entonces.

La crisis que se agrava en Siria, y el uso criminal de armas químicas allí, ha creado una dinámica y un dilema similares. Pero Occidente no necesita correr el riesgo de cometer el mismo error y aceptar las mismas falsas opciones.

Empecemos por los principios fundamentales. Un ataque con armas químicas en la escala que acabamos de ver en Siria debe ser considerado un elemento de cambio. Si bien la posesión de estas armas de destrucción masiva técnicamente no es ilegal, la mayoría de los Estados forman parte de la Convención de Armas Químicas de 1993, que Siria se negó a firmar.

De manera que la respuesta a la pregunta: “¿Qué pasa después?”, no puede ser: “Nada”. Los principios del derecho internacional —en particular, la doctrina emergente de la “responsabilidad de proteger” y la imposición de la prohibición global del uso de armas químicas— dictan que debe existir alguna forma de intervención militar para disuadir a los demás de usar armas de destrucción masiva, particularmente contra civiles.

Ahora bien, ¿qué medidas son apropiadas y genuinamente útiles? ¿Qué es lo que, con más certeza, fortalecerá la seguridad de Occidente y qué amenaza con debilitarla?

Creo que la respuesta equilibrada más justa y más simple sería imponer a Siria una zona de exclusión aérea. La propuesta es particularmente apropiada en ausencia de una resolución factible bajo el Capítulo VII de las Naciones Unidas (“Acción con respecto a amenazas a la paz”), debido al uso cínico que casi con certeza harán Rusia y China de su poder de veto en el Consejo de Seguridad.

Por supuesto, ha habido una espiral de demandas y contrademandas como consecuencia del ataque abominable con armas químicas a la zona controlada por los rebeldes al este de Damasco. Pero, dada la brutalidad del régimen del presidente Bachar el Asad, nadie puede dudar de hasta dónde es capaz de llegar para ocultar su culpabilidad. Los cinco días que se demoró en permitir que expertos en armas químicas de las Naciones Unidas verificaran el ataque le dieron al Gobierno de El Asad tiempo suficiente para esconder la evidencia incriminatoria, permitir que se degrade o destruirla con más bombardeos. Estados Unidos, Francia y Reino Unido insisten en que toda la inteligencia y la evidencia de testigos oculares apuntan al Gobierno de El Asad como el perpetrador del ataque.

Tampoco existe ninguna duda sobre la legitimidad de las preocupaciones generadas por elementos de la oposición siria. Los grupos extremistas salafistas y liderados por Al Qaeda en las fuerzas rebeldes, como Al Nusra, han demostrado ser tan feroces como el Gobierno y sus aliados, Hezbolá y la Guardia Revolucionaria de Irán. Pero la visión conjunta de los servicios de inteligencia occidentales es que no existe ninguna evidencia de que estos grupos rebeldes hayan lanzado un ataque con armas químicas.

En estas circunstancias, una zona de exclusión aérea no solo liberaría los cielos de aviones de guerra y misiles sirios, reduciendo así la escala de la masacre; también demostraría a El Asad y a sus seguidores que él es realmente vulnerable. Los generales que recibieron órdenes de utilizar armas químicas tendrían que considerar la perspectiva de la caída del régimen y de que ellos podrían terminar siendo enjuiciados por crímenes de guerra.

Sería mejor, obviamente, si Rusia y China permitieran que el Consejo de Seguridad hiciera el trabajo para el que está destinado: garantizar la paz e impedir crímenes de guerra. Al seguir respaldando a El Asad, pese al uso que hizo de armas químicas, Rusia ha dejado de ser patrocinador para convertirse en paria en el mundo árabe. El escaso acervo moral y político que el presidente ruso Vladímir Putin ha conservado en el resto del mundo también se está evaporando.

Pero el mundo no puede contener el aliento mientras espera un cambio genuino de parte de Putin y de China, razón por la cual debería examinarse una zona de exclusión aérea como opción militar. Tras la Guerra del Golfo en 1991, una zona de exclusión aérea, inicialmente propuesta por el primer ministro británico John Major, no sirvió para derrocar a Saddam Hussein, pero sí impidió más ataques desde el aire contra los kurdos en el norte y los chiíes en el sur.

De la misma manera, una zona de exclusión aérea en Siria restringiría de inmediato los mecanismos de entrega de armas de destrucción masiva del Gobierno sirio. Algunos expertos militares pueden decir que los sistemas de defensa aérea de Siria son demasiado sofisticados como para desbaratarlos, lo que torna demasiado peligrosa la aplicación de una zona de exclusión aérea. Pero Israel ha logrado atacar territorio sirio en dos oportunidades —destruyendo un reactor nuclear con personal norcoreano en 2007 y, más recientemente, atacando un convoy de Hezbolá—, sin bajas ni pérdidas de aviones.

Consciente de esta debilidad, Rusia ha ofrecido a Siria sus misiles más modernos S-300; pero no hay pruebas de que hayan llegado, y mucho menos de que hayan sido desplegados. Y una vez que el sistema de defensa aérea de Siria esté lo suficientemente degradado, sería mejor si los países árabes —Arabia Saudita, Catar y otros Estados del Golfo— y Turquía utilizaran sus fuerzas aéreas para patrullar la zona. Cualquier expresión maliciosa de deseo de parte del régimen de El Asad se disiparía solo con mirar al cielo.

Charles Tannock es coordinador de Asuntos Exteriores por los conservadores y reformistas europeos en la Eurocámara. © Project Syndicate, 2013.

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