Unas Bases sin fundamento

Se acaban de publicar las Bases para la política lingüística de principios del siglo XXI. La misma murga de siempre. Más de lo mismo, aunque quiere aparentar algo distinto: alguna confesión de culpa, cierto afán de rectificación. Pero, en el fondo y hasta en la forma, nada cambia, todo permanece. La misma endeblez moral, las mismas incoherencias lógicas, la misma vaciedad retórica, la misma inconsecuencia con la política lingüística diaria. También el mismo peaje a la moda correcta: «Nuestra intención no es poner nota a nadie ni a nada, sino canalizar el debate». ¿Pero acaso podrían dar un solo paso a la hora de sentar estas bases sin emitir juicios de valor? El cuento de nunca acabar.

Comienza por convocarnos a todos al debate y hasta a la crítica, lo que está muy bien... si no fuera un debate tan reducido. Mejor dicho, tan tramposo. Pues enseguida se nos advierte de que no se puede debatir de todo ni criticar lo esencial: debatiremos con tal de que «se mantengan inmutables las bases y principios generales». Así que lo único que cabe cuestionar de la política lingüística es la justeza de las prioridades, el acierto de los resultados, la idoneidad de las medidas..., pero no su fundamento. A fin de cuentas, como dejan escapar a menudo los redactores del plan, «el único objetivo es el interés del propio euskera», no el interés y sobre todo el derecho de los ciudadanos. La política lingüística, dicen (y advierto al lector de que son frases textuales), debe ser ante todo pragmática y será aceptable cuando logra extender el uso del euskera. Le basta el acuerdo y la adhesión con sus medidas, sean éstas justas o injustas. Como ya sospecha que carece de legitimidad, es decir, de razones morales universalizables que la justifiquen, tiene que llamar a la legitimación, o sea, a la mera conformidad de las gentes.

Por eso se limita a predicar una y otra vez sus objetivos: «la normalización del uso del euskera y la consecución de una sociedad bilingüe»; pero no explica el porqué de esos objetivos, como si fueran obvios. En lugar de dar razones, la ponencia prefiere una cadena de tautologías: «Mediante el término normalización designamos la normalización del uso del euskera, es decir, la posibilidad de utilizar el euskera con normalidad en toda función social. Así, el objeto de la ley ha sido -y es- la normalización del euskera». Entendido. Tampoco se esmera más en justificar el bilingüismo, salvo que «su objetivo no es luchar contra el castellano» y aunque tampoco nos aclare cómo va a lograr lo uno sin llegar a lo otro. Hemos de contentarnos con saber que «no hay sociedad bilingüe (...) sin ciudadanos bilingües».

Carece de legitimidad esa política porque las premisas en que se apoya son moralmente incorrectas. No menos de siete veces se insiste en que el euskera pertenece a todos los vascos, pasando por alto que no puede pertenecer -o no de la misma manera- a aquéllos de quienes no es su lengua, es decir, de la mayoría. Será un elemento esencial del patrimonio cultural, pero para ellos resulta más bien un patrimonio muerto y habrá que darles argumentos para que abracen el deber de mantenerlo vivo. Es mucho atrevimiento culpar a los erdaldunes de haberle dado la espalda. ¿No quedamos en que casi todos «usamos la lengua que nos resulta natural, la que empleamos con mayor expresividad y frescura...?». Mal que les pese a los nacionalistas, la reivindicación de esa lengua como lengua deseable para toda la sociedad sólo puede sustentarse en la ideología y programa nacionalistas. Y es que, ya se sabe, sin lengua no hay nación que pueda pregonar su derecho a ser Estado. Ésta es la base última, la que ponen todo su esmero en ocultar, de esta ponencia de Bases.

Pero las falsas premisas sobreabundan. No es verdad, por ejemplo, que todos los ciudadanos de la comunidad autónoma tengan derechos lingüísticos iguales, lo mismo a la lengua de todos que a la lengua de los menos. Esto es, en principio no deberían ser atendidos por igual por parte de la Administración en cualquiera de ambas lenguas al margen de cuál sea su comunidad real de habla. No es cierto, por tanto, que haya que otorgar máximo respeto a la opción lingüística de cada cual, a la del euskaldun efectivo y a la de quien aspira a serlo en una zona donde el euskera no es lengua ordinaria. Ni siquiera tiene sentido la afirmación de que «el euskera de por sí no constituye un derecho» (?). Menos aún es cierto que el monolingüe en lengua española restrinja la libertad del bilingüe, porque ambos disponen del español como lengua compartida. Tampoco es verdad que el problema del euskera sea el problema de la convivencia de las dos lenguas en nuestra comunidad: la paz entre los vascos no será fruto de la paz lingüística, sino que ésta sólo vendrá a la par y como producto de aquélla.

No es aceptable (como se repite hasta el hastío) que un objetivo clave de esta política sea el alcanzar la igualdad lingüística social entre castellano y euskera. La justicia lingüística pide sólo la igualdad entre los ciudadanos para servirse de su lengua ordinaria sin impedimento ni coacción. Ni es defendible, en fin, la cansina salmodia de que haya que favorecer a la lengua más débil, la minorizada (¡!), pues tal discriminación positiva no se justifica por una agresión que hubiera que reparar o desde una voluntad general que consienta ese privilegio. Justificarlo será aún más difícil si todos disponemos ya de una lengua común, como es el español, y si el valor expresivo de una lengua -sin ser desdeñable- no debe primar sobre su valor comunicativo.

Los redactores del documento saben de buena tinta (y lo repiten, según su costumbre) que la sociedad democrática se caracteriza por favorecer a las lenguas que están en la situación más difícil. Es decir, que debe distinguirlas con independencia de su arraigo entre la población, de que haya una lengua común, de la gravedad y urgencia de otras necesidades o aspiraciones ciudadanas. Hasta llegan a decir que una política lingüística no sería democrática «si no ofreciera la oportunidad de conocer la lengua (¿cuál) a quien no la conoce». ¿Y por qué, si no es mucho preguntar? ¿Sólo porque esa persona quiere conocerla, porque es la lengua propia, aunque no la necesite ni la use, porque entraña una riqueza que hay que fomentar, porque no hay que dejar morir ninguna lengua, a cualquier precio...?

Claro es que la sabiduría política de los redactores resplandece al transmitirnos qué se entiende por democracia en los sistemas democráticos: «la división de poderes y... la democracia (sic) que emana de la autoridad del Parlamento». Enorme precisión, a la que añaden que «la democracia se fundamenta en las decisiones que toman los representantes de la mayoría de los ciudadanos». A lo mejor es más bien al revés: que las decisiones de esos representantes serán democráticas porque (y sólo si) se fundan en la igual libertad política de los sujetos.

Aún falta por referirse a los límites. Tan nítido documento muestra su preocupación por evitar los abusos y los riesgos de fractura social que una política lingüística impositiva puede traer consigo. No cae en la cuenta de que su límite no radica tanto en la coacción con que esa política se aplique, sino mucho antes en los derechos que desde su punto de partida amenaza con conculcar. El «asunto de fondo», en efecto, estriba en que es «la realidad la que impone sus límites», pero no precisamente límites a la velocidad o ritmos de aquella política, sino a la entera política misma. Para que se entienda mejor: la realidad sociolingüística pone el fundamento de legitimidad de tal política. Es tal realidad la que obliga a adecuarse a la diversidad lingüística de las gentes y territorios y la que condiciona los objetivos, según proclama el documento. Es ella también la que justifica la exigencia de determinados perfiles lingüísticos en la Administración, eso sí, «tomando en consideración la realidad sociolingüística de cada lugar y aplicando criterios de proporcionalidad», como vuelve a invocar la ponencia. Pero eso es justamente lo que la política lingüística vasca contradice cada día desde hace muchos años. ¿Alguien sabrá calcular el coste en injusticias (políticas, escolares, laborales y tantas otras) y en los sufrimientos humanos causados por ella?

Con permiso del lector, terminaré otro día,

Aurelio Arteta, catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV-EHU.