Unas elecciones europeas decisivas

Los líderes nacionales se olvidaron de hablarnos de Europa en la reciente campaña electoral. Solo la extrema derecha ha anunciado que repetirá en el Congreso los ataques hacia la UE ya escuchados en boca de sus poco recomendables socios italianos, franceses o húngaros. Ante las elecciones del día 26, las familias políticas proeuropeas no pueden esquivar sus responsabilidades. En el nuevo Parlamento de Estrasburgo deberán defender con energía los valores y principios en los que se basa nuestra convivencia en paz y libertad. Eso es lo que está en juego, y es exigible que lleguen allí con las ideas claras.

Las cosas han cambiado mucho en la última década, a raíz del comienzo de la crisis económica. Ya no vale el argumento de que los temas “de Bruselas” son complejos y lejanos, o que no interesan a los votantes, para transformar sus mítines en una copia de la campaña nacional. El debate sobre el presente y el futuro de Europa, y sobre las decisiones de la UE y su influencia en el ámbito nacional, está cada vez más presente en la vida pública española como en el resto de los países miembros.

Unas elecciones europeas decisivasLo europeo aparece por todas partes. En la crítica a las políticas de austeridad y sus consecuencias sociales, y en los debates sobre la inmigración. En la necesidad de gobernar la globalización, enfrentar tentaciones proteccionistas, evitar el fraude y la elusión fiscal o luchar contra los abusos de los gigantes digitales. En la manera de luchar contra el cambio climático, aspirar a la independencia energética o aprovechar las oportunidades de la digitalización. En la protección de los derechos de autor y en las decisiones contra el uso indebido del poder de las enormes bases de datos. En la forma de responder a las amenazas a nuestras libertades y a nuestro modelo de sociedad por parte de líderes autoritarios y de movimientos populistas, europeos o no.

Frente a la tentación en la que caen a veces los políticos nacionales culpando injustamente a la UE de las consecuencias de sus propias carencias y errores, es hora de decir en voz alta que la solución de nuestros principales problemas no pasa por la negativa a compartir decisiones con nuestros socios, sino por una Unión Europea con iniciativa política y relevancia dentro y fuera de las fronteras.

Una condición necesaria para ese fortalecimiento de la Unión es contar con un Parlamento Europeo reforzado por un voto tan masivo como sea posible. Si la participación electoral no supera los niveles de hace cinco años, el Consejo Europeo podrá seguir concentrando en manos de los jefes de Estado y de Gobierno el excesivo poder político acumulado por estos en el pasado reciente, sin que a cambio hayan sido capaces de impulsar eficazmente los avances necesarios para enderezar el rumbo de la UE, abriendo la puerta hacia un futuro más esperanzador y menos incierto.

Es obvio que para alcanzar mayores niveles de progreso y bienestar, además de lograr una participación elevada de los electores, el nuevo Parlamento debe alumbrar la formación de una mayoría política comprometida con la defensa a ultranza de los valores democráticos que están en el origen de la integración europea, y también con la eliminación de las secuelas de la crisis económica y de su pésimo legado social. Porque si los Salvini, Le Pen, Orbán o Abascal consiguiesen el 26-M expandir sus mensajes entre el electorado, aumentando aun más su presencia en el hemiciclo de Estrasburgo, los tiempos que nos aguardan serán turbulentos política y socialmente. Y no solo en el interior de la Cámara. El objetivo de esta derecha xenófoba e iliberal no es ya frenar la integración europea, sino transformar la esencia misma de un proyecto que nació y se desarrolló, ante todo, para alejarnos de una vez por todas de un pasado caracterizado por guerras, persecuciones, dictaduras, injusticias sociales y mucho sufrimiento.

La democracia parlamentaria atraviesa un periodo complicado. La confianza de muchos ciudadanos en sus representantes políticos ha decaído. Y es probable que los diputados del Parlamento Europeo se vean afectados en mayor medida por ello, pues buena parte del electorado no conoce bien cuáles son sus competencias, ni cuál es su actividad; perciben sus debates desde una lejanía que no es solo ni principalmente geográfica. Los populismos contribuyen activamente a generar esa desconfianza, con su descalificación de la democracia representativa y el recelo hacia lo extranjero y hacia cualquier minoría.

El porcentaje de participación electoral en las elecciones europeas ha ido descendiendo de manera ininterrumpida desde que se introdujo por vez primera el voto directo, libre y secreto en 1979. España, a pesar de una amplia mayoría europeísta en nuestra opinión pública, no ha sido una excepción. No deja de ser paradójica la asimetría existente entre el aumento constante del poder y de las competencias del Parlamento, y el aumento de la abstención.

Por eso conviene insistir en la legitimidad democrática y en el valor añadido del trabajo realizado hasta ahora por los parlamentarios europeos. Hay que recordar que en la legislatura que acaba de finalizar se han aprobado más de 700 actos legislativos, que sirven de marco y condicionan las legislaciones nacionales. Políticas como la lucha contra el cambio climático, la adecuación de nuestro marco regulatorio a la sociedad digital o el control de las fronteras exteriores de la UE se debaten y aprueban básicamente a escala de la UE, en codecisión entre el Consejo de Ministros de los Veintiocho y el Parlamento de Estrasburgo. La investidura del presidente de la Comisión y la ratificación de cada uno de los comisarios, así como el control de su actividad, tienen lugar allí, igual que otros nombramientos importantes a escala de la Unión. Los presupuestos europeos, y los acuerdos y tratados internacionales de la UE, también requieren el voto afirmativo de los diputados.

Nuestro voto en las elecciones europeas es, por tanto, tan útil y tan decisivo como el que acabamos de realizar a escala nacional, o como el que realizaremos el mismo día 26 para elegir a nuestros representantes regionales o locales. Por un lado, los demócratas europeos tenemos la responsabilidad de respaldar a quienes se comprometan a seguir impulsando la integración, y en particular a reforzar las instituciones comunitarias para garantizar que los problemas de nuestra democracia puedan ser superados sin quedar expuestos a los ataques de quienes desean desnaturalizarla. La UE debe basarse en ello para superar los obstáculos que disminuyen nuestra eficacia a la hora de afrontar nuestros desafíos internos —económicos, sociales, políticos— y condicionan nuestra relevancia en el plano global.

Por otro lado, la cohesión entre las fuerzas políticas proeuropeas no elimina en absoluto su pluralismo ideológico. El compromiso con la idea de una Europa cada vez más unida es perfectamente compatible con el pluralismo al abordar la profundización de la dimensión social del proyecto común, la necesidad de completar la Unión Económica y Monetaria con mecanismos de solidaridad en su seno a cambio de la mayor corresponsabilización de sus miembros, la apuesta por avanzar hacia una política común en materia de inmigración o el diseño de una estrategia propia en materia de defensa… Las nuevas políticas que necesita Europa estarán basadas en una UE fuerte, apoyada por sus ciudadanos, o no verán la luz.

Joaquín Almunia fue vicepresidente de la Comisión Europea.

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