Unas gafas para leer entre líneas a McCain

Cuando el héroe de la película de John Carpenter Están vivos, una de las obras maestras olvidadas de la izquierda de Hollywood, se coloca un par de extrañas gafas que ha encontrado en una iglesia abandonada, se da cuenta de que un cartel publicitario lleno de color que nos invitaba a descansar en una playa de Hawai no muestra ahora más que unas letras grises sobre fondo blanco que forman la frase "Casaos y reproducíos"; y un anuncio de un nuevo televisor en color dice "¡No penséis, consumid!". En otras palabras, las gafas funcionan como un aparato para hacer crítica de la ideología, le permiten ver el verdadero mensaje por debajo de la llamativa superficie. ¿Qué veríamos si observáramos la campaña presidencial republicana con unas gafas así?

Otras generaciones anteriores de mujeres dedicadas a la política (Golda Meir, Indira Gandhi, Margaret Thatcher, incluso hasta cierto punto Hillary Clinton) eran lo que suele llamarse mujeres "fálicas": actuaban como "damas de hierro" que imitaban y trataban de superar la autoridad masculina, ser "más hombres que los propios hombres". En un comentario reciente en Le Point, Jacques-Alain Miller destacaba que Sarah Palin, por el contrario, exhibe con orgullo su lado femenino y su maternidad. Ejerce un efecto "castrador" en sus oponentes masculinos, no porque sea más viril que ellos, sino porque emplea el arma femenina por excelencia, la degradación sarcástica de la autoridad masculina; sabe que la autoridad "fálica" del varón no es más que una pose, una apariencia que hay que explotar y ridiculizar. Recuerden cómo se burló de Obama llamándole "voluntario social", aprovechándose de que el aspecto físico del candidato presidencial demócrata tiene algo de estéril, con su piel negra pálida, sus rasgos delgados y sus grandes orejas.

Nos encontramos aquí con una feminidad "post-feminista" sin complejos, que reúne las características de madre, profesora recatada (con gafas y moño), personaje público e, implícitamente, objeto sexual, que muestra orgullosa a su marido como juguete fálico. El mensaje es que a ella no le falta de nada; y, para colmo, es una mujer republicana la que hace realidad un sueño de la izquierda progresista. Es como decir que ella es lo que las feministas de izquierdas quieren ser. No es extraño que el efecto Palin sea de falsa liberación: ¡Más, cariño, más! ¡Podemos hacer combinaciones imposibles, el feminismo y los valores familiares, las grandes empresas y los trabajadores!

Así que, volviendo a Están vivos, para captar el verdadero mensaje republicano hay que tener en cuenta lo que se dice y lo que no se dice, pero está implícito. Si el mensaje que vemos es el lema simplista de la frustración populista por la paralización y la corrupción de Washington, las gafas nos mostrarían algo parecido a una aprobación de la negativa de la gente a comprender: "Os permitimos que no comprendáis; divertíos, desahogad vuestra frustración, nosotros nos encargaremos de todo; en realidad, es mejor que no sepáis estas cosas (recuerden las insinuaciones de Dick Cheney sobre el lado oscuro del poder), ya tenemos suficientes expertos entre bastidores que pueden arreglar las cosas...". La pregunta, por tanto, es: ¿quién es el Karl Rove de McCain?

Y, cuando el mensaje que vemos es la promesa republicana de cambio, las gafas enseñarían algo así como "No os preocupéis, no habrá ningún cambio de verdad, sólo queremos cambiar algunos detalles para que nada cambie verdaderamente". La retórica del cambio, de agitar las aguas estancadas de Washington, es un elemento permanente de los eslóganes republicanos; recuerden la explosión populista anti-Washington de Newt Gingrich -"¡Estoy furioso!"- de hace dos décadas. De modo que no debemos ser ingenuos: los votantes republicanos saben que no habrá auténtico cambio, saben que la sustancia seguirá siendo la misma y lo que cambiará será el estilo; es parte del juego.

¿Pero qué pasa si, por el contrario, el mensaje republicano entre líneas (no tengáis miedo, no va a haber auténtico cambio...) es la verdadera ilusión, y no la verdad secreta? ¿Y si, en realidad, hay un cambio? O, para parafrasear a los hermanos Marx: McCain y Palin dan la impresión de querer un cambio y hablan como si quisieran un cambio, pero ¿y si eso no debe engañarnos, y si verdaderamente consiguen el cambio? Tal vez ése es el auténtico peligro, porque será un cambio en la dirección de "¡Nuestro país ante todo!" o "¡Más, cariño, más!".

Por suerte, no hay mal que por bien no venga, y ha ocurrido lo que hacía falta para recordarnos dónde vivimos: en la realidad del capitalismo globalizado. El Estado norteamericano ya está cocinando medidas de urgencia para gastar cientos de miles de millones de dólares -hasta un billón- en reparar las consecuencias de la crisis financiera causada por las especulaciones del mercado libre. La lección está clara: el mercado y el Estado no se oponen, y son necesarias fuertes intervenciones del Estado para hacer que el mercado siga siendo practicable.

La reacción predominante entre los republicanos a la crisis financiera es un intento desesperado de reducirla a una desgracia menor que puede remediarse con una buena dosis de la vieja medicina republicana (el debido respeto a los mecanismos de mercado, etcétera). En otras palabras, su mensaje oculto es: te permitimos que sigas soñando. Sin embargo, toda la postura política de rebajar el gasto del Estado se vuelve irrelevante después de este brusco contacto con la realidad: ahora, hasta los más firmes defensores de disminuir el papel excesivo de Washington aceptan la necesidad de una intervención del Gobierno que resulta sublime por lo casi inimaginable de su importe. Ante esta magnificencia, toda la bravuconería ha quedado reducida a un murmullo confuso: ¿dónde están ahora la determinación de McCain y el sarcasmo de Palin?

Ahora bien, ¿ha sido verdaderamente la crisis financiera un momento aleccionador, el despertar de un sueño? Todo depende de cómo se simbolice, de qué interpretación ideológica o qué versión se imponga y determine la percepción general de la crisis. Cuando el curso normal de los acontecimientos sufre una interrupción traumática, se abre la puerta a una rivalidad ideológica discursiva; por ejemplo, en Alemania, a finales de los años veinte, Hitler ganó la disputa por la narración que iba a explicar a los alemanes las razones de la crisis de la República de Weimar y la forma de salir de ella (su argumento era la trama judía); en Francia, en 1940, fue la versión del mariscal Pétain la que dominó la explicación de los motivos de la derrota. Por consiguiente, para decirlo en viejos términos marxistas, la principal tarea de la ideología dominante en la crisis actual es imponer una versión que no responsabilice del colapso al sistema capitalista globalizado como tal, sino a sus distorsiones secundarias accidentales (normas legales demasiado relajadas, corrupción de las grandes instituciones financieras, etcétera).

Contra esta tendencia, hay que insistir en la pregunta fundamental: ¿qué defecto del sistema como tal permite la posibilidad de que se produzcan esas crisis y esos colapsos? Lo primero que hay que tener en cuenta es que el origen de la crisis es benévolo: después de que la burbuja digital estallara en los primeros años del milenio, todos los sectores tomaron la decisión de facilitar las inversiones inmobiliarias para mantener la economía en marcha y prevenir una recesión; la crisis de hoy es el precio que se paga por el hecho de que Estados Unidos evitara una recesión hace cinco años.

El peligro, por tanto, es que la narración predominante sobre la crisis sea una que, en vez de despertarnos de un sueño, nos permita seguir soñando. Entonces es cuando deberíamos preocuparnos; no sólo sobre las consecuencias económicas de la crisis, sino sobre la clara tentación de que, para que la economía siga funcionando, se le dé un nuevo ímpetu a la "guerra contra el terrorismo" y al intervencionismo internacional de Estados Unidos.

Slavoj Zizek, filósofo esloveno y autor, entre otros libros, de Irak. La tetera prestada. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.