¿Unas revoluciones no traicionadas?

Tengo la impresión de que en el mundo somos muchos, muchísimos, los que nos despertamos cada mañana con la preocupación de despejar a través de la radio o internet el temor a que durante la noche, mientras dormíamos, el enemigo haya conseguido desbaratar -castigado por mil precedentes iba a escribir ya, pero me niego a hacerlo- alguno de esos dos gozos inesperados que tenemos en Túnez y Egipto. Porque esos dos gozos son como dos barquitos de papel, de un papel casi tan fino como el de fumar, puestos en un mar barrido por fuertes vientos y chaparrones, y agitado desde dentro por corrientes impresionantes y ondas creadas por coletazos de todo tipo de tiburones. Y, a pesar de ello, esta mañana seguían flotando. Castigados por mil precedentes, es demasiado pronto para intuir qué puede llegar a pasar con estos dos movimientos populares que parecen tan auténticos. Pero la ilusión que generan los oprimidos de Túnez y Egipto intentando sacarse de encima a sus explotadores (y pido perdón por este lenguaje, gastado y convencional, pero que define con precisión a los protagonistas) suscita una ola planetaria de esperanza en que puedan construir dos sociedades no idílicas, pero sí mejores que las que regían Ben Alí y Mubarak.

No nos desconcierta el fondo de lo que sucede, tan viejo como la historia del mundo, pero sí su forma novedosa. Es un modelo de revolución que aparentemente carece de organización previa, de minorías conspiratorias efectivas, de grupos políticos convencionales que la hayan preparado desde debajo de la mesa, y de urdidores externos que la impulsen por razones de geoestrategia internacional o intereses económicos directos. En todo caso, parece lo contrario. Las minorías conspiratorias antirrégimen de Túnez y Egipto eran testimoniales e impotentes. La oposición política formal seguía en ambos países las reglas de juego dictadas desde el poder para impedir precisamente que pudiese llegar la alternativa a través de las urnas. Y, para nuestra vergüenza, los dirigentes de las democracias, cuyo modelo esencial de libertad es al que aspiran mayoritariamente quienes hacen esta revolución, trabajaban y gastaban muchísimo dinero para lo contrario, para perpetuar la situación en esos dos estados a través de una paradójica coincidencia: entronizar a los hijos de Ben Alí y Mubarak como futuros presidentes de las respectivas repúblicas.

Reitero la cautela, desconocemos lo que pueda llegar a destapar en el futuro Wikileaks, pero todo da a entender que la explosión de la ira y el cansancio popular fue espontánea. El incidente ínfimo de la autoinmolación de una persona anónima que no podía aguantar más fue entendido por sus compatriotas como la gota que rebasaba su vaso colectivo. También nos desconcierta la maravilla de haber podido seguir prácticamente en directo esas revoluciones, con la intermediación de la tecnología, al menos en lo referente a sus imágenes centrales. Sin embargo, la experiencia nos ha desarrollado el recelo respecto a lo que ven nuestros ojos en estas megasituaciones. Nunca podremos olvidar la noche verdosa del ataque aéreo a Irak. Nunca podremos olvidar que de lo que vimos en aquella guerra, también en directo, únicamente era auténtica la plástica de las imágenes, porque el contenido real no era el que nos explicaban. Las bombas nocturnas no liberaban a un país, sino que iniciaban una etapa todavía más terrorífica que la del asesino Sadam; las armas de destrucción masiva que justificaban el bombardeo no existían, y cuando se derribaba aparatosamente la estatua del dictador, no llegaba la paz, sino el equilibrio de la producción de petróleo y el negocio de repartirse el lucro del armamento, la seguridad y la reconstrucción física del país que se reducía a fosfatina.

La verdadera duda que plantea lo que estamos viendo en Túnez y Egipto también es si es de verdad, si los ejércitos a veces pueden ser buenos, si las revoluciones desestructuradas pueden no acabar desbocadas, y si, en este siglo XXI, por fin, los hombres que quieren cambios sin sangre y desbordan a los políticos convencionales tienen alguna posibilidad de organizarse colectivamente. Esto ahora me parece más importante que lo demás. Y en ese demás incluyo lo que debió pasar en los palacios y los cuarteles de Túnez y El Cairo, en una Casa Blanca desconcertada por un mundo que ya no controla, en China e Irán, en lo que debía urdir el fundamentalismo islámico y como se movió Al Qaeda… Y el estupor de la desballestada Europa oficial, comprometida hasta las cejas por su apoyo a los tiranos, o el contenido de las llamadas telefónicas de alto nivel que, ¡vete a saber!, tal vez pedían resistir para evitar un supuesto caos mientras a nosotros nos explicaban que se intercedía para devolver inmediatamente la libertad a la gente… Todo eso y lo demás que no hemos visto en directo es sin duda interesante y podremos dedicarle mucho tiempo en el futuro, pero ahora lo verdaderamente importante es presionar colectivamente, por todos los medios, para que por primera vez una revolución justa no acabe siendo traicionada.

Por Antonio Franco, periodista.

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