Une commémoration ambiguë

Por Marek Halter, pintor y novelista francés de origen polaco (EL PAÍS, 24/10/06):

¿Quién conoce Babi Yar? Fue allí, a las afueras de Kiev, cerca del antiguo cementerio judío, donde el 29 de septiembre de 1941, el día del Kipur, día del Gran Perdón, el Einsatzkommando 4, dirigido por el coronel de las SS Paul Blobel, con ayuda de la policía ucrania, liquidó a golpe de metralleta a los habitantes judíos de la ciudad más antigua de Rusia. La matanza duró hasta el 3 de octubre. Más de 100.000 cuerpos se amontonaban en el cañón. Algunas víctimas aún respiraban. Fueron rematadas a base de granadas. Cien mil personas es la población de una ciudad del tamaño de Badajoz. La mayoría de las víctimas eran judías. Un tercio de ellas eran niños. Los cuerpos fueron quemados, sus cenizas dispersadas por los nazis y sus auxiliares ucranios la víspera de la liberación de Kiev por el Ejército Rojo, en noviembre de 1943. No cabe duda de que los asesinos eran muy conscientes de su crimen, que se ocuparon de ocultar. Pero algunos testigos oculares consiguieron filtrar la noticia al otro lado de las fronteras ucranias. Dio la vuelta a las cancillerías y se publicó el 29 de noviembre de 1943 en The New York Times. Las pruebas se presentaron en el proceso de Núremberg.

Si los nazis tenían interés en borrar las huellas de su hazaña, Stalin, por su parte, tampoco tenía muchas ganas de mencionarlo. Habría significado "favorecer" a los judíos en el martirologio de la población rusa, en un momento en que las persecuciones antisemitas empezaban a vaciar las instituciones soviéticas de su presencia. Habría sido también revelar que tres divisiones ucranias del Ejército Rojo, dirigidas por el general Vlassov, se habían reunido, desde el principio de la guerra germano-soviética, con las tropas de Hitler y habían tomado parte en la eliminación de los judíos de Ucrania. Sin embargo, esta doble empresa de desinformación había descuidado la fatalidad de la memoria, que al igual que un cuerpo atado a un bloque de piedra y arrojado al mar, sólo desaparece durante un tiempo antes de volver a subir inevitablemente a la superficie y gritar la verdad.

Así, veinte años después, en septiembre de 1961, un joven poeta ruso Yevgeny Yevtushenko, conmovido por el descubrimiento fortuito de la masacre de los judíos de Kiev, escribió Babi Yar, un poema publicado en la Literatournaia Gazeta. Al hacerlo lanzó el movimiento crítico de la historiografía soviética. El poeta y el periódico fueron condenados inmediatamente por el Partido Comunista. Demasiado tarde. Los cuerpos de los asesinados de Babi Yar flotaban ya a la vista y para conocimiento de todo el mundo en la superficie del Dniéper, ese río que atraviesa Kiev, y bajo las ventanas del Kremlin, sobre las aguas del Moscova. Los historiadores llamarían más tarde deshielo a este movimiento capital en el proceso de desestalinización. Decenas de miles de soviéticos se reunieron en las plazas públicas para escuchar al poeta leer sus versos:

"No hay en Babi Yar, sobre tantas y tantas tumbas/ Más monumento que este triste barranco./ Tengo miedo... ¿Qué peso cae aquí sobre mis hombros?/ Oh, pueblo judío, en verdad, tengo de pronto tu edad".

Ni Jruschov ni Breznev vieron venir esta brusca réplica a la Historia oficial. Enfrentado a sus propias mentiras y al antisemitismo que apoyó bajo el reino de Stalin, el poder reaccionó violentamente: las obras de Yevtushenko se prohibieron. Pero los cuerpos asesinados de Babi Yar, que flotan en la superficie de las aguas y nadie osa retirar, recuerdan a quienes aún no lo saben adónde lleva el odio. En este caso, el odio a los judíos. Los jóvenes recitan Babi Yar, de Yevtoushenko en los colegios y las universidades. El poema se ha traducido a todos los idiomas y se ha difundido en la prensa mundial. Inspiró a Dimitri Shostakóvich su famosa Sinfonía número 13. Y hasta en los pueblos helados que rodean el Gulag en lo más recóndito de Siberia, resuena el grito del poeta: "Creo que soy un hijo de Israel... / Creo que soy Dreyfus. / Creo que soy un hijo de Bialystok. / Creo que soy Ana Frank".Y Yevtushenko precisa, para gran riesgo de quienes le atacan: "(...) No tengo sangre judía. / Pero los antisemitas encerrados en su odio / Me rechazan / Como si fuera judío. / Porque soy un verdadero ruso".

Y fue así, con el descubrimiento de la gran manipulación histórica en torno a Babi Yar, como nació en la URSS la reivindicación de la verdad histórica. Ninguna represión pudo ahogar esta reivindicación de la verdad que alimentó el movimiento de la disidencia que 20 años después, con la perestroika, pudo más que el poder soviético.

Yo no había ido nunca a Babi Yar. Desconfío de los lugares de la memoria. El decorado perjudica a menudo la percepción de lo real reduciendo nuestras imágenes a la realidad de algunas barracas o estelas. Además, acepté de mala gana la invitación del presidente ucranio para participar en las ceremonias conmemorativas del 65º aniversario de la masacre de Babi Yar. Hice mal: no queda ni rastro de Babi Yar. Quienes decidieron realizar la conmemoración no se acordaban ni siquiera de su emplazamiento. ¿Se encontraba el famoso barranco en el que la SS amontonaron los 100.000 cuerpos detrás de la monumental Menora (el candelabro de siete brazos) que los supervivientes construyeron para recordar la aniquilación de la comunidad judía de Kiev, o mucho más allá, donde el poder comunista alzó un impresionante monumento al estilo del realismo soviético? ¿O aún más lejos, en el bosque cerca del río, donde Raisa Maiestrenko, que se encontraba allí por casualidad con su abuela, recuerda haber visto cómo los nazis fusilaban a unos hombres? Pero, ella sólo tenía cinco años.

Sobre el monumento soviético ante el cual el presidente Víktor Yúshenko ha organizado la ceremonia, distingo dos placas, una en ruso, la otra en ucranio, que rinden homenaje a las "100.000 víctimas de la barbarie nazi". Sin precisar la pertenencia de las víctimas. Una tercera placa, ésta en yiddish, fue añadida después de la perestroika sin modificar el texto. Entre la multitud, bajo un cielo radiante, los curiosos intentan poner nombre a las personalidades presentes. Destaca la ausencia de los dirigentes de Europa Occidental, de Polonia y de Lituania, ambas, sin embargo, cercanas. Se plantean interrogantes. De repente, la voz de una niña hace que me vuelva. Tiene la cabeza redonda y dos trenzas rubias. "¿Cómo murieron?", pregunta. "De hambre", responde su madre. Me entran ganas de intervenir, pero ¿para qué? Por lo que respecta al lugar exacto del crimen, a nadie le preocupa. El padre Patrick Desbois, al que conocí hace tiempo en la misión bíblica francesa de Jerusalén y que me acompaña, pretende haber encontrado el emplazamiento exacto del barranco. "En el valle, detrás del candelabro de siete brazos", me dice. No hace mucho tiempo encontró huesos humanos entre las basuras que los habitantes de los barrios cercanos arrojan con regularidad.

Un personaje curioso, este padre Desbois. Como su abuelo fue deportado a Ucrania por los nazis, se ha impuesto la tarea de encontrar allí el más mínimo indicio de Babi Yar. Apoyado por los cardenales de Francia y acompañado por un joven intérprete, pasa el tiempo buscando fosas comunes en las que la SS, ayudadas por las milicias ucranias, arrojaban a los judíos ejecutados sumariamente. Hasta el momento ha contado 2.500. Antes de la guerra, el 11% de la población del país era judía. He sabido, por otra parte, que esos lugares, esos múltiples Babi Yar anónimos, han sido visitados últimamente por individuos que han desenterrado a los muertos en busca de dientes de oro. Sí, el efecto Babi Yar sigue haciendo estragos.

Aunque el presidente de la asociación Let my people live [Dejen que mi pueblo viva], Viatcheslav Kantor, ha conseguido persuadir al presidente Víktor Yúshenko para que organice esta ceremonia, una octavilla distribuida por un grupo de jóvenes anarquistas (vieja tradición ucrania) ante la Ópera, donde se desarrollaba el fórum internacional, nos recuerda lo mucho que aún queda por hacer para que los ucranios puedan extraer alguna enseñanza de Babi Yar. "Babi Yar fue una parte del Holocausto", dice la octavilla, "pero ni siquiera se enseña en las escuelas de Ucrania. Nadie sabe nada del genocidio de los judíos". En cambio, nos recuerda la octavilla, los ministros extranjeros se alejan, y en los manuales escolares se sigue glorificando a los personajes que a lo largo de los siglos han masacrado a los judíos. Y los autores de la octavilla citan como ejemplo a Bogdan Chmielnicki, que inauguró en el siglo XVII la cultura de los pogromos, o a Simón Petliura, que entre 1918 y 1921 liquidó en Ucrania a cerca de 200.000 judíos. Petliura fue ejecutado en París por un joven judío ucranio, Chlomo Schvartzbard, cuyos padres habían sido asesinados por sus esbirros.

Ya no hay judíos en Ucrania, y con razón. Pero el antisemitismo perdura. La Iglesia ortodoxa aún no ha condenado el Holocausto. Sin embargo, ha estado muy presente en la ceremonia del 65º aniversario de Babi Yar. Sus dignatarios, vestidos de negro y oro, brillaban al sol, y eran tan numerosos como los rabinos. Al verlos allí de pie, unos al lado de otros, por un instante creí que iban a rezar juntos. Según la tradición jasídica, sólo existe un día en el que nuestras plegarias penetran en el Cielo. Pero tienen que ser muy fervorosas para forzar las puertas del Señor. Ese día es el día de Kippur. Pues bien, precisamente ese día fueron asesinados los judíos de Kiev. Pero he aquí que 65 años después, ante Dios, los representantes de las religiones ortodoxa, católica y judía, siguen divididos, compitiendo. Después de una breve oración del Gran Rabino de Ucrania, los ortodoxos ocuparon su lugar. Sus oraciones, sus cantos, nos emocionaron, de lo hermosas que eran sus voces. Más de media hora sin nombrar jamás a los judíos ni a Babi Yar.

Claude Lanzmann, realizador de la película Shoah, indignado, abandona el lugar. Veo a los sacerdotes ortodoxos congratularse, mirando con aire de desprecio al grupo de rabinos enfundados en sus abrigos negros. De pronto, un escalofrío recorre la multitud. Se alza una voz. Sorprendente. Delante del micrófono, sobre el fondo del imponente monumento de granito, un hombrecillo frágil, el chantre neoyorquino Helfgot entona el Canto de los muertos. Percibo el asombro en las caras de los chantres ortodoxos. Asombro que se transforma en admiración. Uno de ellos incluso aplaude. Durante un cuarto de hora el chantre Helfgot, acompañado por el coro de la Sinagoga de Moscú, imprime a este lugar la presencia judía.

En esta competición musical han ganado los judíos. A un alto precio. ¿Se ha abierto por ello el Cielo?

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Par Marek Halter (LIBERATION, 02/10/06):

Babi Yar, qui connaît ? C'est là, dans la banlieue de Kiev, près du vieux cimetière juif, le 29 septembre 1941, le jour de Kippour, jour du Grand Pardon, que l'Einsatzkommando 4a, dirigé par le colonel SS Paul Blobel, avec le secours de la police ukrainienne, a liquidé les habitants juifs d'une des plus anciennes villes d'Europe de l'Est, à coups de mitraillette.
La tuerie dure jusqu'au 3 octobre. Plus de 100 000 corps s'entassent. Certaines victimes respirent encore. Elles sont achevées à coups de grenade. 100 000, c'est la population d'une ville comme Orléans. Un tiers des victimes sont des enfants.
Leurs corps seront brûlés, leurs cendres dispersées par les nazis et leurs auxiliaires ukrainiens, la veille de la libération de Kiev par l'Armée rouge en novembre 1943. Aucun doute, les assassins avaient bien conscience de leur crime, qu'ils s'employèrent à cacher. Mais des témoins oculaires avaient réussi à diffuser la nouvelle. Elle avait fait le tour des chancelleries et fut publiée le 29 novembre 1943 dans le New York Times. Les preuves en seront produites au procès de Nuremberg.
Si les nazis avaient intérêt à effacer les traces de leur forfait, Staline ne tenait pas, lui non plus, à en faire état. C'eût été «privilégier» les Juifs dans le martyrologue russe, à l'heure où les persécutions antisémites commençaient à vider les institutions soviétiques de leur présence. C'eût été aussi révéler que trois divisions ukrainiennes de l'Armée rouge, dirigées par le général Vlassov, avaient, dès le début de la guerre germano-soviétique, rejoint les armées de Hitler et participé à la liquidation des Juifs d'Ukraine.
Cependant, vingt ans plus tard, en septembre 1961, le jeune poète russe Evguéni Evtouchenko, bouleversé par la découverte fortuite du massacre des Juifs de Kiev, écrivit Babi Yar, un poème publié dans la Literatournaïa Gazeta . Ce faisant, il lançait le mouvement critique de l'historiographie soviétique. Le poète et le journal sont aussitôt condamnés par le PC. Trop tard. Les corps des assassinés de Babi Yar flottent déjà au vu et au su de tout le monde, jusque sous les fenêtres du Kremlin. Les historiens nommeront plus tard ce mouvement capital dans le processus de déstalinisation «le dégel».
Des dizaines de milliers de Soviétiques se rassemblent sur les places publiques pour écouter le poète lire ses vers : «Il n'est à Babi Yar, sur tant et tant de tombes/ Pas d'autres monuments que ce triste ravin./ J'ai peur... Quel poids ici sur mes épaules tombe ?/ì peuple juif, vraiment, j'ai ton âge soudain.»
Ni Khrouchtchev ni Brejnev n'ont vu venir cette brusque contestation de l'histoire officielle. Le pouvoir réagit violemment : les oeuvres d'Evtouchenko sont interdites. Mais les corps assassinés de Babi Yar rappellent à ceux qui ne le savaient pas encore à quoi mène la haine. En l'occurrence, la haine des Juifs.
Je ne m'étais jamais rendu à Babi Yar. Je me méfie des lieux de mémoire. Le «décor» nuit souvent à la perception du réel en réduisant notre imaginaire à la réalité de quelques baraquements ou stèles. Aussi ai-je accepté à contrecoeur l'invitation du président ukrainien Viktor Iouchtchenko à participer aux cérémonies du 65e anniversaire du massacre. A tort : il ne reste aucune trace de Babi Yar. Ceux qui ont décidé de la commémoration ne s'accordent même pas sur son emplacement. Sur le monument soviétique, devant lequel le président Iouchtchenko a organisé la cérémonie, j'aperçois deux plaques, l'une en russe, l'autre en ukrainien, rendant hommage aux «100 000 victimes de la barbarie nazie». Sans préciser l'appartenance des victimes. Une troisième plaque fut ajoutée après la perestroïka, en yiddish, sans modification du texte.
Pour ce qui est du lieu exact du crime, personne n'en a cure. Le père Patrick Desbois, qui m'accompagne, prétend avoir trouvé l'emplacement exact du ravin. «Dans la vallée, derrière le chandelier à sept branches que les survivants ont bâti», me dit-il. Il n'y a pas longtemps, il y a trouvé des ossements parmi les immondices. Curieux personnage, ce père Desbois. Parce que son grand-père fut déporté en Ukraine par les nazis, il s'est donné pour tâche d'y débusquer le moindre Babi Yar. Il passe son temps à rechercher les fosses communes où les SS, aidés des milices ukrainiennes, jetaient les Juifs sommairement exécutés. Il en a recensé 2 500 à ce jour. Avant la guerre, 11 % de la population du pays était juive. J'ai appris par ailleurs que ces lieux, ces Babi Yar anonymes, ont été dernièrement visités par des individus qui ont déterré les morts à la recherche de dents en or.
Si le président de l'association Let My People Live, Viatcheslav Kantor, a su persuader le président Iouchtchenko d'organiser cette cérémonie, un tract, distribué par un groupe de jeunes anarchistes, nous rappelle tout ce qu'il reste encore à faire pour que les Ukrainiens puissent tirer une leçon de Babi Yar : «L'Holocauste n'est même pas enseigné dans les écoles en Ukraine. Personne ne sait rien du génocide des Juifs.» En revanche, nous rappelle le tract, on continue dans les manuels scolaires à glorifier les personnages qui ont, à travers les siècles, massacré les Juifs : Bohdan Chmielnicki, qui inaugura au XVIIe siècle la culture des pogroms ; Simon Petlioura, qui, entre 1918 et 1921, a liquidé près de 200 000 Juifs...
Il n'y a plus de Juifs en Ukraine. Mais l'antisémitisme demeure. L'Eglise orthodoxe n'a pas encore condamné l'Holocauste. Elle est cependant fortement présente à la cérémonie. Ses dignitaires, habillés de noir ou d'or, sont aussi nombreux que les rabbins. Debout, côte à côte, j'ai cru un instant qu'ils allaient prier ensemble. Mais voilà, soixante-cinq ans après, face à Dieu, les représentants des religions orthodoxe, catholique et juive sont toujours désunis. En compétition. Après une courte prière du grand rabbin d'Ukraine, les orthodoxes occupent le terrain. Leurs prières, leurs chants, nous émeuvent. Plus d'une demi-heure sans jamais nommer ni les Juifs, ni Babi Yar. Claude Lanzmann, réalisateur du film Shoah, indigné, quitte les lieux. Je vois les prêtres orthodoxes se congratuler, regardant avec un air de dépit le groupe des rabbins engoncés dans leurs redingotes noires.
Tout d'un coup un frisson parcourt la foule. Une voix s'élève. Etonnante. Devant le micro, sur le fond de l'imposant monument en granit, un petit homme frêle, le chantre new-yorkais Helfgot, entame le Chant des morts. Pendant un quart d'heure le chantre Helfgot, assisté du choeur de la synagogue de Moscou, imprime à ce lieu la présence juive. Dans cette compétition musicale, les Juifs l'ont emporté. Au prix fort. Le Ciel s'est-il ouvert pour autant ?