Unidad

Había muy pocas dudas desde hacía meses sobre la falta de voluntad de ETA y de sus apoyos político-sociales para poner fin a la violencia y aceptar las reglas del juego democrático. Así lo creía la mayor parte de la opinión pública, tanto vasca como española, ya a finales del año pasado. Todos los indicios (extorsión, acopio de armas, informes policiales y de inteligencia, acciones violentas y de intimidación, declaraciones de los terroristas y discursos de sus amigos políticos) hasta el atentado de la T4 apuntaban en la misma dirección. Todas las experiencias de treguas o alto el fuego anteriores han acabado de manera similar. Era todo, o casi todo, demasiado evidente.

Sólo la palabra del presidente del Gobierno y de la mayoría gubernamental mantenía y alimentaba una esperanza contra viento y marea. Pero eran más actos de fe o de confianza que cálculos racionales basados en hechos o análisis bien justificados y solventes, que cimentasen la confianza y la tranquilidad ciudadana de que estábamos en buenas manos, pasase lo que pasase. Además, se ha comunicado mal, porque no era ni fe ni confianza lo que había que obtener.

La diferencia, en esta ocasión, era el contraste entre esta confianza gubernamental y la desconfianza del principal partido de la oposición; la ruptura de la unidad entre ambos, el distanciamiento y la polarización, desconocidos hasta la fecha, entre PSOE y PP sobre la política antiterrorista; la desmovilización de la sociedad civil; la brutal y dramática división entre las víctimas directas del terrorismo. No tanto la competición partidista en torno a la cuestión terrorista, que ya hemos vivido en otras ocasiones, cuanto la descalificación absoluta entre rivales políticos por esta cuestión. Somos muchos los españoles y vascos que hemos tenido que sufrir en silencio este desgarro tremendo, la sensación de desamparo por la unidad perdida, los reproches y las dudas morales por tener que optar entre blanco o negro, contra nuestra inteligencia y nuestros sentimientos. Las sensaciones han sido muy variadas y casi todas autodestructivas de la necesaria moral democrática, del sano pluralismo.

En muchos casos, el desánimo y el cansancio, en otros el sectarismo agresivo, en algunos un revanchismo absurdo y, en bastantes, una sensación de estigmatización por el desprecio interesado y soez de los violentos y sus amigos que nos transmitían moral de victoria, cuando no era más que matonismo del de siempre.

Es verdad que la esperanza es lo último que se pierde y que tenemos que recuperar la necesaria moral de compromiso, resistencia y victoria frente a la barbarie violenta del totalitarismo etnicista. Pero eso sólo es posible si se reconstruye la unidad democrática por encima de las diferencias y los reproches. Y en esto, habrá que insistir una y otra vez, y hacerlo -ahora sí- contra viento y marea, por muy pocas que sean las probabilidades de conseguirlo. Nuestros gobernantes y líderes políticos deben saber que no les van a resultar gratis los obstáculos o excusas que pongan a esta demanda, que es clamor popular en la opinión pública. Vuelvo a insitir. ¿Tan difícil es conseguir un acuerdo estratégico de mínimos para encarar definitivamente el ciclo final de la violencia y el pleno arraigo del pluralismo democrático? A veces, la ceguera instrumental de los intereses partidistas nos hace olvidar que éste, más que un objetivo político, es un imperativo moral al que no se puede renunciar o postergar por más tiempo sin consecuencias serias para todos.

Francisco J. Llera Ramo, catedrático de C. Política UPV-EHU.