Universidad de Compostela

Casi parece un milagro. Cada 25 de julio, la gran campana de la Berenguela resuena en los cinco continentes. «Populum voco»: su tañido se hace convocatoria universal, llamamiento a las gentes de todos los países, de todas las culturas, de todas las lenguas y de todas las creencias. Porque Compostela, además de una de las tres grandes ciudades santas del cristianismo, es paradigma perfecto de cosmopolitismo y universalidad. Tal prerrogativa está acuñada desde hace siglos y viene acreditada por un amplio corpus testimonium que se extiende desde los pergaminos reunidos en el Codex Calixtinus hasta los millones de testimonios que circulan por las redes sociales. La lista de certificaciones y experiencias es sencillamente apabullante. Aquí están, acompañando al paciente y minucioso monje Picaud, Domenico Laffi, el peregrinocronista de Juan de Austria; y Jerónimo Münzer, el cosmógrafo y humanista incapaz de plegarse a cualquier ruta convencional; y el pionero Gotescalco y el Dante de la Divina Comedia y Guillermo de Aquitania –el Don Gaiferos de Mormaltán que vino a morir «nesta santa catedral» cuando mediaba el siglo XII– e Isabel de Portugal, la Rainha Santa, y Francisco de Asís y Domingo de Guzmán y los altos soberanos de las Españas, desde Alfonso II El Casto, el amigo de Carlomagno, hasta nuestro Felipe VI, felizmente reinante. Y si de recuento de antaño mudamos a inventario de hogaño, no cabe decir sino que la aportación contemporánea a la bibliografía del Camino es inabarcable, aunque, a nuestro juicio, quizá no haya en todo el acopio libro que mejore el de Walter Starkie, aquel hispanista irlandés, sabio, epicúreo y jocundo, que peregrinó tres veces a Santiago, la última en el Año Jubilar de 1954, experiencia que sirvió de inspiración y argumento para un libro absolutamente delicioso.

Todos los caminos conducen a Compostela y a ella confluyen. De todos ellos, unos cuantos están perfilados en mapas, planos y folletos turísticos: el viejo Camino Francés, que franquea el paso a España por l a puerta del Pirineo y entra a Galicia por la cumbre de O Cebreiro, en cuya iglesia de Santa María la Real todavía resuena el eco wagneriano del caballero Parsifal en su busca del Santo Grial; el Camino del Norte, que dicen otros de la Costa y que arranca en la Bayona francesa, atraviesa la frontera de Irún y transita por la costa cantábrica; el Primitivo, que nace en San Salvador de Oviedo, sigue la huella de Alfonso el Casto, «humilde siervo de Cristo», y sella una de sus etapas en la eucarística y bien murada ciudad de Lugo; el de la Plata, que tiene arranque en la mismísima catedral Sevilla (o quizá en Cádiz, que hay cierta disputa de escuelas) y del que son tributarias tantas vías alternativas cuantas se rescatan de la tradición, ya documentada, ya apócrifa; el Portugués, que sube desde Lisboa y salva en la raya de Tui la frontera del Miño; el Inglés, que los peregrinos del archipiélago británico hacían por mar, orientados por el faro de la Torre de Hércules y seguían luego a pie por Pontedeume y el Betanzos de los Andrade.

Por caminos, que no quede. Pero poco entenderá de Compostela, de peregrinos y del apóstol quien no vea en la ciudad de Santiago y en el fenómeno jacobita nada más que la acumulación de siglos de fe y sentimiento religioso. La dimensión universal de Compostela trasciende cualquier interpretación que pueda limitarla y, en consecuencia, empequeñecerla. Quien diga Santiago de Compostela sepa que está ante una convocatoria ecuménica, de cuya multiculturalidad hay constancia escrita al menos desde el siglo XIV, versificada por el licenciado Molina en su celebérrima «Descripción del Reyno de Galicia». Ya entonces, nos dice, al sepulcro del apóstol visítale Francia, Italia, Alemaña,/ Hungría, Bohemia, gran parte de Grecia/ los negros Etíopes,/ Ibernia, Suecia… gentes, en fin, de todas las partes del mundo conocido.

Y poco importa que el camino a Compostela se emprenda por motivos religiosos, o turísticos, o de mera curiosidad antropológica, o por argumentos ecologistas, o con pretensiones eruditas, o buscando reposos y soledades, o por acción de gracias, o en petición de salud, o para hacer amistades, o en busca de merecer la «gran perdonanza» –como Otero Pedrayo gustaba llamar a la indulgencia plenaria– o para santiguarse ante la acrobacia aérea del botafumeiro («el rey de los incensarios», dijo Victor Hugo) o para comprobar con los propios ojos que es cierto que «también la piedra, si hay estrellas, vuela», que así lo sentenció Gerardo Diego. Habrá incluso quien se llegue a Compostela para reafirmarse en la teoría priscilianista o para refutarla. Y hasta habrá peregrino para quien se mantenga vigente la fervorosa homilía del papa Calixto, verdadero oráculo de modernos nutricionistas: «El camino de peregrinación es carencia de vicios, mortificación del cuerpo, aumento de las virtudes, perdón de los pecados, aleja de los suculentos manjares y hace desaparecer la voraz obesidad». No importa el objeto ni el pretexto. Cualquier motivo es legítimo y está justificado de antemano.

Compostela se precia de ser «símbolo, espejo y representación de Galicia». Política y administrativamente le alcanza asimismo el rango de capital de la comunidad autonómica, lo cual no es dignidad menor, desde luego. Pero le corresponde también, en virtud de fuero probado aunque no estampado, la honra de ser capital del mundo. Así y ni punto menos: capital del mundo. Quien llegue a la plaza del Obradoiro, cuya impresionante monumentalidad se realza ahora de excelencia estética tras su espléndida restauración, sentirá que pone pie en ágora de fraternidad y tolerancia; entenderá perfectamente la diferencia entre la imperecedera universalidad acogedora y las ocasionales mezquindades de soberanismos egocentristas y excluyentes. Es una lección que a todos nos conviene aprender con humildad y asimilar con provecho.

Juan Soto, periodista y escritor.

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