Universidades: las cloacas de la humanidad

El autor de ese calificativo tan tajante acerca de las universidades es F. Cabarrús (1752-1810), un intelectual y político español de origen francés. A diferencia de lo que sucede con Jovellanos, Campomanes, Floridablanca o con Abarca de Bolea (conde de Aranda), todos ellos altos cargos nombrados por el rey Carlos III, la figura de Cabarrús ha sido escasamente estudiada, a pesar de haber sido el autor del proyecto de creación del primer banco central español (el banco de San Carlos, germen del actual Banco de España), o el propulsor de una amplia red de canales navegables en los principales ríos españoles (solo logró ejecutar el canal de Isabel II para la distribución de agua potable en Madrid). Al ser un defensor a ultranza de las ideas de la revolución francesa y un destacado anticlerical, pasó en la cárcel dos años (1790-1792). Durante el reinado de Carlos IV ocupó altos cargos y el rey José Bonaparte le nombró ministro de finanzas. En 1814, cuatro años después de morir, su cadáver fue exhumado con el propósito de hacerlo desaparecer para siempre (algunos historiadores afirman que fue arrojado al río Guadalquivir).

Su visión acerca de la sociedad y su programa de gobierno está condensado en un conjunto de Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, dirigidas a D. Gaspar de Jovellanos, las cuales fueron reeditadas en 1990 por la Fundación del Banco Exterior de España con un sesudo prólogo de J. A. Maravall. Ese calificativo tan contundente acerca de la universidad pertenece a la carta II, titulada Sobre los obstáculos de opinión, y el medio de romoverlos con la circulación de luces y un sistema general de educación. Es en esta carta donde propone un sistema general y gratuito de educación popular para todos los ciudadanos españoles (entre 6 y 10 años), integrado por un cuerpo de maestros de primeras letras bien formado y dependiente del Estado, al que no pueda acceder ningún eclesiástico.

El fundamento de la despiadada crítica que Cabarrús hace de las universidades está basado en su inutilidad para el desarrollo económico y social que España requería en la segunda mitad del siglo XVIII, debido al férreo control que sobre dichas instituciones ejercía la iglesia, lo cual explica que en su seno no cupiera la enseñanza de las modernas ciencias, basadas en la aplicación del método experimental. Por ello, Cabarrús, al igual que todos los intelectuales ilustrados de su época, piensa que es más útil sustituirlas por academias dependientes directamente de las Sociedades Económicas de Amigos del País.

La pregunta que cabe hacerse es esta: ¿Estaba justificada esa crítica tan dura y ese desprecio hacia las universidades? No creo que tenga interés alguno conocer mi opinión al respecto. Me parece más útil ofrecer aquí unos pocos datos, tomados de G. Pontón (La lucha por la desigualdad: una historia del mundo occidental en el siglo XVIII. Ed. Pasado y Presente, Barcelona, 2016), y que sean los lectores quienes saquen sus propias conclusiones.

El Consejo de Castilla debatió en 1767 un plan de reforma para las universidades, basado fundamentalmente en el estudio de la Biblia para todos los universitarios y de los cánones eclesiásticos, junto con la abolición de las matemáticas. En respuesta a ese disparatado plan de reforma universitaria, Pablo de Olavide presentó otro (nunca llegó a aplicarse y a él le valió ser acusado ante el tribunal de la inquisición), en el que solicitaba que se expulsara de dichas instituciones a los religiosos regulares, que se eliminaran los colegios mayores y que su objetivo principal fuera la formación de los dirigentes sociales y económicos que España necesitaba para poder compararse con las naciones más punteras, a través de la enseñanza de las ciencias experimentales, de las matemáticas y de las lenguas modernas. A la vista de ese desprestigio, a finales del siglo solo había mil estudiantes matriculados en la Universidad de Salamanca y las 77 universidades españolas quedaron reducidas a 11.

Ese debate sobre el objetivo de las universidades se dio en todas las naciones al final del siglo XVIII. La dialéctica de esa discusión inicial queda reflejada en la reforma de las universidades de Oxford y de Berlín al inicio del siglo XIX. La base del plan de estudios de Oxford se centró en la religión, la cultura clásica, la lengua, las matemáticas y las ciencias físicas. En cambio, el plan de estudios de la universidad de Berlín estuvo nucleado en torno a la investigación experimental, al uso de la tecnología y a la formación de excelentes profesionales al servicio de las necesidades económicas y sociales de la nación.

Es bastante obvio que hoy en día el debate relacionado con el modelo de universidad no es tan radical como el que se dio al final del denominado siglo de las luces, pero en cierto modo sigue vigente, tal y como lo han puesto de manifiesto los partidarios y los detractores de la reciente reforma de las universidades europeas (el famoso Plan Bolonia). Desde mi punto de vista, dicho modelo toma lo mejor de aquellos dos planteamientos dicotómicos. Como es bien sabido, confiere a las licenciaturas de tres años (ahora llamadas grados) un carácter generalista y de formación básica culturalista, dejando la formación especializada de tipo profesional (siempre cambiante en función de las necesidades de cada país) a los másteres de dos años. Otro problema bien distinto es el que se deriva de su inoperancia, debido al escaso presupuesto que los gobiernos dedican a reciclar al profesorado, a financiar la investigación y, sobre todo, al escaso número de becas para los estudiantes y a la baja cuantía de las mismas.

Santiago Molina, catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza.

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