Universidades

España está en crisis. Es una frase que la mayoría de los españoles lleva pronunciando y escuchando de manera machacona desde hace casi ocho años (y digo la mayoría porque algunos, como el anterior presidente del Gobierno, con una contumacia digna de mejor causa, estuvieron casi tres años negándose a pronunciarla, como si no reconocer un problema contribuyera en algo a solucionarlo).

Cuando escuchamos la frase, inmediatamente nos referimos a la crisis económica, a ese estancamiento de la economía que nos ha llevado a unas cifras de paro escalofriantes, y del que, afortunadamente, vamos saliendo.

Si alguno insiste y dice que la crisis es más amplia y que la crisis también alcanza a más aspectos de la vida nacional, la conversación casi siempre se dirige al problema de la organización territorial del Estado y a las tensiones introducidas por los separatistas.

Si el contertulio aprieta y dice que aún hay más crisis en España, se suele hablar de la crisis de los partidos políticos, tocados todos por la corrupción de algunos de sus miembros, lo que ha hecho crecer la desafección de los ciudadanos hacia ellos.

Algunos dan un paso más y hablan de crisis en algunas instituciones fundamentales de la Nación. Como la de la Corona, que, de manera admirable, los Reyes entrante y saliente han sabido resolver con brillantez. O la de la Justicia, que permanece pendiente de solución. Unos pocos mencionan la crisis de nuestro sistema educativo, que algo tendrá que ver con la pavorosa cifra del paro juvenil en España, más del 50%, que constituye un auténtico drama nacional.

Pero no suele ser habitual que, al hablar de las distintas crisis a las que hoy tenemos que hacer frente, aparezca en las conversaciones la crisis en la que está inmersa nuestra Universidad. Y, sin embargo, ahí está y con una profundidad e importancia nada desdeñables.

Como no hay mal que por bien no venga, la irrupción de Podemos en la escena política -y, sobre todo, mediática- española está sirviendo para que los ciudadanos contemplen asombrados -y, después, indignados- algunos usos y costumbres, algunas actitudes y talantes, y algunos métodos que están presentes en la vida universitaria española de hoy.

Usos, actitudes y métodos, que están presentes en unas universidades que, desgraciadamente para España, no consiguen entrar en puestos de honor en ninguno de los muchos rankings que las instituciones especializadas publican de las universidades de todo el mundo.

Estamos descubriendo que, amparados en la libertad de cátedra, algunos profesores han convertido sus facultades en centros de adoctrinamiento ideológico, cuando no en activos think tanks de determinados partidos, en este caso, de Podemos.

Estamos descubriendo la soltura con que unos profesores, correligionarios los unos de los otros, se conceden becas, contratos y prebendas con dinero público sin que nadie los controle (caso Errejón). Es, por lo visto, una de sus maneras de mantener liberados.

También estamos descubriendo cómo, con el sueldo, el tiempo y los medios que ofrece la Universidad pública, se facturan trabajos para exclusivo beneficio personal o del partido (caso Monedero, que, teniendo dedicación exclusiva en la Complutense, reconoce haber ingresado 425.000 euros, según él, 200.000 anuales, procedentes, también según él, de diversos países).

Ha sido poner la Universidad en el punto de mira y descubrir que esa institución, que tendría que desempeñar un papel esencial en la vida nacional, también está en muy profunda crisis. Y que la corrupción que estos casos nos ha puesto de manifiesto puede que sea tan profunda o más que la corrupción que, desde su pretenciosa posición de profesores, denuncian en los demás.

Corresponde a los poderes públicos abordar esa crisis de la Universidad, por supuesto. Pero poco se podrá hacer si no son los universitarios -la mayoría de profesores y alumnos que quieren dedicar su trabajo en la Universidad a acrecentar el saber y a transmitirlo- los primeros en reaccionar. Y que nadie se refugie en el argumento de la autonomía universitaria, porque quien la paga, los ciudadanos, tienen derecho a exigir.

Una Universidad como la que acabamos de entrever detrás de las actividades de los dirigentes de Podemos es evidente que no puede cumplir ninguna de las funciones para las que fue creada y para las que los ciudadanos españoles la sostienen con sus impuestos.

Esperanza Aguirre

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