Bajo los efectos de la emoción, ¿es decente comentar los atentados terroristas de los que han sido víctimas más de un centenar de parisinos? Dudamos si proponer un análisis que parecerá frío en un momento en el que solo deberían caber el duelo y la compasión. Pero si no intentamos analizar, nos exponemos a no entender la naturaleza del terrorismo, a reaccionar de manera impulsiva y a sufrir nuevos ataques.
Lo que me parece que distingue los atentados de este 13 de noviembre es la arbitrariedad de los blancos elegidos. Estos, a diferencia del ataque contra «Charlie Hebdo» en enero, no tienen ningún significado simbólico, no se dirigen contra medios de comunicación, ni contra la comunidad judía, ni contra representantes del Estado: estos blancos son banales y, sin duda, fueron elegidos en función de su banalidad. Los terroristas quieren demostrar que actúan donde les viene en gana, atentando contra la vida cotidiana de los franceses de a pie. Esta misma banalidad impide que la Policía proteja de antemano lo que podría tener un valor significativo. Cada francés puede convertirse a partir de ahora en un blanco, algo nuevo e inquietante, pero el objetivo que se busca es atemorizar a todos los franceses. Esto pone de manifiesto la extraordinaria dificultad de interpretar este terrorismo según las categorías habituales de la geopolítica o de la guerra clásica.
Nos gustaría racionalizar porque una explicación lógica sería tranquilizadora. Ahora bien, los fines que persiguen los terroristas son tan poco claros como sus objetivos. ¿Se trata de una batalla de una guerra en Siria para castigar a Francia, que ataca allí a los movimientos islamistas? El papel de Francia en Siria es de los más modestos, y no vemos cómo un ataque terrorista en París podría disuadir a la aviación francesa de bombardear bases islamistas, y lo que ocurrirá será lo contrario. Después de todo, la relación causa-efecto entre Siria y el terror en París no es lineal. Tampoco resulta evidente que exista una relación directa entre este acto terrorista y las rivalidades entre movimientos islamistas, Al Qaida y Estado Islámico, donde cada uno de los cuales intentaría demostrar al otro su mayor eficacia a la hora de reclutar a militantes.
Si las causas de los atentados no son ni claras, ni racionales, la personalidad de los asesinos también es inquietante. Si son de origen musulmán, o conversos, y esperan que su martirio les conduzca al Paraíso, es que no han leído el Corán, y solo conocen el islam por internet o por predicadores ignorantes. El islam, que a este respecto no es opuesto al cristianismo, promete vida eterna a aquellos que, una vez sopesados todos sus actos, hayan difundido el bien a su alrededor, pero en ninguna parte en el Corán se menciona que la matanza de inocentes sea un atajo hacia el Paraíso. El islam de estos combatientes es tan confuso como su comprensión de las relaciones internacionales. Sus motivaciones y sus acciones derivan más bien del nihilismo, es decir de la nada, de lo inexplicable y de lo incomprensible, sin razón y sin finalidad. El nihilismo es embarazoso precisamente porque resulta indefinible. Me viene a la mente un precedente, el de los movimientos anarquistas que asolaron Europa y EE.UU. a finales del siglo XIX, que recurrían a unas bombas más artesanales que las de los terroristas contemporáneos, pero con la misma propensión al suicidio y con unos fines igual de confusos. El nihilismo, por su propia irracionalidad, escapa a todo control, ya que no está relacionado con la política o la guerra, sino más bien con una patología colectiva psicosocial que, como una epidemia, se propaga por contagio. Y eso no es tranquilizador porque el foco de esta epidemia en Europa es enorme.
Los barrios periféricos de las grandes ciudades se han convertido, como bien sabemos, en territorios aparte, habitados por una juventud desocupada que se dedica al tráfico de drogas y de armas. La Policía no se atreve a aventurarse en ellos, los colegios están desiertos, y los médicos y las ambulancias se niegan a ir allí. Esta población procede de una inmigración a menudo lejana, ya que estos jóvenes son los descendientes de segunda o tercera generación de padres y abuelos que vinieron de otros lugares para trabajar en Francia. Son los hijos y los nietos, de nacionalidad francesa, los que han convertido estos territorios en zonas sin ley. Los Gobiernos son los únicos y verdaderos culpables de haber construido en ellos guetos inmobiliarios, de haber llevado a cabo políticas económicas que solo abocan al desempleo y de haber renunciado a imponer cualquier disciplina en la calle y en el colegio. Los terroristas, hijos de estos barrios, se encuentran en ellos como peces en el agua, almacenan armas y drogas, y cuentan con la complicidad de sus semejantes. Como su vida en estas zonas no tiene sentido, se ven tentados por el islam para inútiles tal y como se difunde por internet, y por la participación activa en los combates de Oriente Próximo cuyas imágenes no se diferencian de las de los combates virtuales de los videojuegos. No existe una frontera clara en la mente de estos islamonihilistas entre las matanzas virtuales perpetradas en una videoconsola y las matanzas reales perpetradas en una calle de París. Para el nihilista, el hecho de pasar a la acción es un logro concreto, más estimulante que el juego virtual, nada más. Solo las víctimas son de verdad.
Nos gustaría que existiese un abanico de soluciones sencillas para poner fin a la epidemia nihilista. Las que recomendamos exigirán un esfuerzo sin precedentes de los Gobiernos occidentales. Habría que exterminar a los grupúsculos islamistas en Siria, eliminando así las escuelas y los modelos para los islamonihilistas. Es posible mediante una acción masiva y coordinada en la que participen estadounidenses y rusos. Con Obama de presidente, eso no ocurrirá. A continuación, los musulmanes en Europa tendrían que decidirse a denunciar las perversiones nihilistas del islam, porque apenas se les oye. Y convendría que los Gobiernos en Europa reconquistasen las zonas sin ley.
Estas tres estrategias, dos por lo menos, reducirían el foco de la epidemia, pero es de temer que asistamos más bien a pugnas partidistas, a un cuestionamiento de los refugiados sirios que no tienen nada que ver, a unas gesticulaciones inútiles como el cierre de las fronteras cuando los islamonihilistas están en nuestros países, y a patrullas militares evidentemente insignificantes. La tragedia adicional después de los atentados de París podría ser la mediocridad del análisis y de la respuesta, lo que aumentaría la epidemia islamonihilista en vez de acabar con ella.
Guy Sorman