Unos pactos para seguir en La Moncloa

Hace 40 años, Manuel Vicent publicó un memorable artículo en Triunfo–revista que mutó en criptocomunista con el tardofranquismo– en el que relataba el singular acto de liberación personal de un canónico hombre de izquierdas y profesional de relumbrón. Por temor a ser tachado de reaccionario por sus camaradas, este complaciente padre había transigido en todo con sus vástagos –incluida la marcha y regreso al hogar– hasta que éstos le fueron arrinconando sin respetar siquiera su córner doméstico. Así fue hasta que, harto de estar harto, como en la sonata de Serrat, dijo basta.

Aquella tormenta en ciernes, cargada de aparato eléctrico, se desató, de forma intempestiva, cuando se hallaba en su esquina queriendo leer sin poder hacerlo debido al zumbido ensordecedor de la música de Led Zeppelin o The Police procedente del cuarto donde su hija celebraba una cuchipanda con la caterva que había irrumpido en el piso familiar sin decir ni hola. Tras espulgar sus botos camperos en su alfombra alpujarreña y dejar tras de sí un odorífero hedor cabrío, la camada le había saqueado la nevera y puesto patas arriba sus libros. Con los nervios a flor de piel, sólo le faltaba que apareciera su hija arramblando con la Sinfonía número 40, de Mozart, camino de su cubil.

Unos pactos para seguir en La MoncloaImpulsado por un inesperado resorte, aquel prototípico izquierdista que había completado todos los ritos del buen comunista y que poseía carné desde antes de legalizarse el PCE el Sábado Santo de 1977, pegó un brinco y se abalanzó hacia ella dando un alarido: «¡Mozart, no! ¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!». A renglón seguido, sin poder contenerse, le pegó un guantazo de padre y muy señor mío que nunca concibió dar y que pareció redimir a quien no comprendía por qué la izquierda se había dejado arrebatar ciertos valores. Pese a albergar algún reconcomio sobre si no estaba avivando pretéritos rescoldos de su educación burguesa, aquel viernes 14 de marzo de 1980 pasó a ser la fecha de redención de quien tres años atrás vio a los líderes de su partido, Santiago Carrillo, y de su sindicato CCOO, Marcelino Camacho, suscribir los Pactos de la Moncloa, en línea con el documento de reconciliación nacional del PCE de 1956 y con la defensa de la ley de amnistía de octubre de 1977.

Viendo el recital de despropósitos del Gobierno de cohabitación socialcomunista desde el estallido de la pandemia del coronavirus y cómo el presidente Sánchez intenta salir bien librado acudiendo a una supuesta reedición de los compromisos que posibilitaron afrontar la crisis del petróleo de 1973 y fraguar la primera Constitución que no era un arma arrojadiza entre compatriotas, dan ganas de gritar lo que el prohombre de izquierdas retratado por Vicent en su No pongas tus sucias manos sobre Mozart.

Una añagaza presidencial, sin duda, para escamotear las negligencias de un Ejecutivo que desatendió todos los avisos por intereses ideológicos. De hecho, propagó el contagio al propalar que la plaga no era para tanto y que convenía no alarmar a una población alegre y confiada. Así, las mascarillas eran tan innecesarias y superfluas como el candidato Sánchez entendía que lo era el Ministerio de Defensa hasta descubrir como presidente al Ejército.

Al cabo de 40 días negando la necesidad de una prenda sanitaria básica para no evidenciar que la cigarra no había hecho el acopio de material que le apremió la Organización Mundial de la Salud, éstas son ahora ineludibles. Para ese viaje no se necesitaban alforjas ni comités científicos. Claro que la verdad del cuento es que había que negar la realidad para celebrar un 8-M dispuesto como plataforma de la agenda feminista de un Gobierno que aventó la peste hasta convertir a España en el país con la mayor tasa de mortalidad del mundo. Por eso, Sánchez falsea la realidad con una ristra de «hechos alternativos» que no se compadecen con la realidad. No le dice la verdad ni al médico.

Mejor habría sido que portavoces como Fernando Simón, con sus cejas zapateriles, se hubieran plantado un tapabocas antes de engañar a la gente. Habrían paliado la desgracia de un país confinado y cuya ejemplar conducta es inversamente proporcional a la de un Ejecutivo que, salvo excepciones, urge reemplazar por adultos como los que rubricaron los genuinos Pactos de la Moncloa y que ahora se quieren falsificar dando gato por liebre.

Con un presidente de pasarela al frente de los designios de esta España puesta a prueba, su superjefe de gabinete, Iván Redondo, busca dotarle de ropajes para que cubra su desnudez removiendo el baúl de los recuerdos para encontrarle un traje de estadista que le dé apariencia de tal. Pero, en vez de disfrazar sus carencias, las patentiza. En su afán, el adjunto al presidente –trasunto de los antiguos validos reales y con mayor poder que los vicepresidentes– va camino de agotar el santoral laico de estadistas que en el mundo han ido poniendo épicos discursos en boca de un Sánchez que lo desvirtúa y deprecia. Hace de esas joyas de la oratoria y de la pedagogía políticas meras baratijas con las que encandilar incautos.

Si Churchill prevenía que un error de tiempo en política es más grave que en gramática, tanto cabe argüir cuando Sánchez saca al retortero aforismos como el de Kennedy: «No preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregúntate qué puedes hacer tú por tu país». ¿Cómo se puede dirigir a sí, además de tutearlos empalagosamente, a unos enclaustrados a los que sus predicciones les evocan los carteles del Hoy no se fía, mañana sí y que transfiguran en Hoy no se confía, mañana tampoco?

Para promover unos Pactos de la Moncloa no basta con invocarlos sin saber de lo que se habla, sino que se exige una auctoritas de la que carece Sánchez, aunque remede las Charlas junto a la chimenea de Roosevelt durante la Gran Depresión y que devolvieron la fe –él sí– a los estadounidenses. Mucho menos cuando hace santo y señade la división y el enfrentamiento. No da tregua ni en pleno estado de alarma. Así, tras asaltar La Moncloa con el concurso de Podemos y de los soberanistas, entre ellos los golpistas catalanes del 1-O y los filoetarras de Bildu, ha intensificado su política de exclusión de los partidos a su derecha.

Secunda a Zapatero, muñidor de la «investidura Frankenstein» que defenestró al cándido Rajoy, quien asfaltó su llegada al poder con el «Pacto del Tinell» –origen del tripartito que gobernó ocho años Cataluña y en los antípodas del promovido por Adolfo Suárez– para torpedear una alternativa de gobierno a su derecha. Antes Zapatero y ahora Sánchez obran como Azaña vetando un gabinete de la CEDA tras vencer en las urnas. Ansiando hacer «del pasado el porvenir que nos espera», como lector borgiano que presume ser Zapatero, el hoy gran canciller del régimen bolivariano de Caracas suspira por un cambio de régimen que, a diferencia del de 1978, sólo pueda guiar la izquierda en línea con lo que ahora retoma y persigue Sánchez.

Pero es que, además, éste tampoco busca un acuerdo nacional que reconstruya la España desollada por el Covid-19. Como sí lo persiguió Suárez removiendo Roma con Santiago hasta ensamblar aquel compromiso histórico que le granjeó la auctoritas que sumó a su potestas de presidente. Forjando aquella variopinta avenencia coadyuvó a que, como subrayó en su adiós del Gobierno en 1981, la convivencia democrática no fuera, de nuevo, un paréntesis en la historia de España.

Con sólo contemplar su arrogancia y soberbia de este jueves en el Congreso y de cómo tendía su mano, no para estrechársela a Casado por el segundo refrendo del PP al estado de alarma, sino para abofetearle, al tiempo que almibaraba la palabra y el gesto con separatistas y filoetarras, es palmario que Sánchez sólo ambiciona un apaño que lo mantenga en La Moncloa. A este fin, usa en vano el nombre de aquella convergencia nacional auspiciada por Suárez con el padrinazgo de Juan Carlos I. Como Sánchez no va a dejar de ser Sánchez, salvo que vuelvan a parirlo, hay que perder toda esperanza de que vaya al encuentro de aliados distintos a los que sustentan su gobierno de insomnio.

Su estratagema se basa en marear la perdiz y ganar resuello de cara a hacer justo todo lo contrario de lo que posibilitó un acuerdo que sirvió para desmentir que España no fuera país de pactos. En un momento de descrédito, quiere valerse de la aureola de aquel providencial tratado para demoler la obra de la Transición. No tranquiliza, como ha mostrado el magistrado emérito del Tribunal Constitucional, Manuel Aragón, que Sánchez aproveche el estado de alarma para erigirse como «máximo representante» de la nación cuando encarna sólo al Ejecutivo y su «presidencialismo» es incompatible con la Monarquía parlamentaria.

Si esa deriva cesarista ha llevado al prestigioso jurista a censurar en una tribuna en El País que las situaciones de excepción no permiten «el establecimiento, para intentar resolverlas, de una dictadura constitucional», Aragón hace igual respecto a la tentación nacionalizadora comunista de su vicepresidente Iglesias que blande el artículo 128 de la Constitución, en base a que la riqueza del país está subordinada al interés general, como si la Carta Magna no formara una unidad y se pudiera elegir qué parte cumplir y cuál dejar en barbecho.

El aventurerismo de Sánchez e Iglesias, quienes parecen montar uno tanto como el otro, mientras sus ministros coartada son arrumbados como Zapatero hizo con Solbes hasta que se desembarazó de él, entrevé que, por medio de esta «exorbitante utilización del estado de alarma», abusen de esta «especie de arresto domiciliario de los españoles» para subvertir el régimen constitucional.

Desde el «Pacto del Tinell», cada vez que se apela al «consenso», por grave que sea la situación que aconseje su reposición, es para traicionarlo. Al no hacer Sánchez el menor signo de rectificación, se avizora que usa el «consenso» para atar a la oposición y, si no se deja, endosarle una responsabilidad que le incumbe primeramente a él. Por eso, hay que ser escépticos con esta nueva entrega de un repetido serial para aislar a la oposición y sumar a los agentes sociales a la componenda para dar una mano de pintura al Gobierno y que reanude la marcha como si tal cosa.

Si en el Infierno de la Divina comedia Virgilio le señala a Dante unos condenados que «fueron a lo suyo» y a los que les muestra su desprecio por no creerles merecedores de sus palabras de condena, recomendando al escritor que siga su camino, la oposición debiera hacer lo propio con un Gobierno que usa el consenso como una trampa que haga que un aparente remedio mute, como un virus, en una irresponsabilidad. De hecho, Sánchez apenas finge su ambición a prueba de coronavirus.

Un momento crítico como el presente justificaría, desde luego, encerrar bajo siete llaves en el Palacio de la Moncloa a los líderes de los partidos hasta pergeñar un plan que remedie males y angustias, en vez de esta componenda egoísta destinada a ver cómo se sostiene en el poder un presidente desacreditado. Eso sí que sería un «Pacto de la Moncloa», y no este «Pacto por la Moncloa». Ante esa malversación de la historia, no sería extraño que, emulando al personaje de Vicent, Suárez saltara de la tumba reclamando a Sánchez: «No pongas tus sucias manos sobre los Pactos de la Moncloa».

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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