UPD, partido nuevo, viejos tópicos

En los años noventa, un grupo de personas, formado por intelectuales, periodistas y políticos, denunció muchas de las supercherías ideológicas del nacionalismo vasco (referencias a un pasado mítico, apelación a derechos colectivos, primacía de la comunidad sobre los individuos, ejercicio constante del victimismo, etcétera). Fue en su momento un soplo de aire fresco que sirvió para cuestionar actitudes que se daban por buenas en el ámbito político.

Con el paso del tiempo, sin embargo, algunos de los protagonistas más destacados de aquel movimiento fueron radicalizando y simplificando sus ideas originales, configurándose en ciertos círculos intelectuales y políticos un conjunto de tópicos sobre los llamados nacionalismos periféricos que resultan tan insostenibles como aquellos que defienden los propios nacionalistas.

La acumulación de errores y lugares comunes es evidente en el ideario de Unión, Progreso y Democracia (UPD), el nuevo partido encabezado por Rosa Díez y Fernando Savater. En las páginas de este diario se han publicado en las últimas semanas algunos artículos propagandísticos sobre este partido. Vale la pena analizar sus propuestas, pues se presentan como soluciones sencillas y expeditivas a problemas muy complejos. Más allá de la simpatía o antipatía que puedan despertar el proyecto o las personas del nuevo partido, lo importante es determinar si las ideas que defienden son soluciones aceptables.

Uno de los planteamientos más desconcertantes del nuevo partido consiste en identificar el Estado de derecho con la igualdad de derechos en todo el territorio estatal. Es perfectamente legítimo apostar por la uniformidad y el centralismo, pero no hace falta para ello apropiarse de un concepto como el del Estado de derecho, que es neutral en cuanto a la organización territorial del poder. El Estado de derecho consiste en que los gobernantes cumplan la ley, evitando abusos de poder, y en que los ciudadanos disfruten de unos derechos fundamentales que, en la mayoría de los países, se recogen en una constitución escrita. Hasta el momento, ningún Gobierno ha modificado o violado los derechos fundamentales de los españoles. Otra cosa, que ya no tiene nada que ver con el Estado de derecho, es que pueda haber desigualdad entre territorios en cuanto a derechos no fundamentales. La igualdad ante la ley no quiere decir que la ley sea la misma en todo el territorio.

Nuestro ordenamiento constitucional permite que las comunidades autónomas puedan avanzar en distintas direcciones y a distintos ritmos en cuanto a las prestaciones y derechos no fundamentales que ofrecen a los ciudadanos de sus territorios. Si una comunidad autónoma decide, por ejemplo, dar una renta mínima a quien carece de ingresos, o suprimir el impuesto de sucesiones, nada le impide hacerlo. Normalmente, las diferencias entre unas comunidades y otras se deben al hecho de que en cada región haya mayorías de distinto signo político. Por ejemplo, las gobernadas por el Partido Popular (PP) son las que menos prestaciones sociales tienen, porque así lo decide la mayoría de los ciudadanos en esos territorios.

Habrá gente a la que no le guste la disparidad resultante entre unas regiones y otras, pero eso nada tiene que ver con el Estado de derecho. En países federales como Estados Unidos, la mayoría de edad, la pena de muerte, el derecho a abortar, el divorcio, los impuestos, las normas de tráfico y otras muchas cuestiones varían de Estado a Estado. De acuerdo con los argumentos que propalan los promotores del nuevo partido, Estados Unidos no sería un Estado de derecho.

Resulta también asombroso leer textos recientes de Fernando Savater sobre el partido nuevo en los que se habla de un fantasmal "derecho histórico a permanecer unidos e iguales en el Estado español". Eso es oponerse a los nacionalistas vascos o catalanes... robándoles directamente sus ideas. Si alguien defiende el "derecho histórico" a permanecer unidos, no podrá objetar nada a quienes reclaman el derecho opuesto, el "derecho a separarse". Ni permanecer unidos ni separarnos son derechos ciudadanos, se mire como se mire. Ser español no es un derecho, sino un hecho político, que a unos disgusta, a otros entusiasma y a algunos deja indiferente. Tanto la unión como la separación son proyectos políticos, no derechos.

Esta tesis sobre "el derecho a permanecer unidos e iguales" es el pretexto para combatir el nacionalismo vasco y catalán no con argumentos, sino con una buena dosis de nacionalismo español. De ahí el silencio elocuente de los ideólogos de este partido sobre el renacido nacionalismo español de la derecha. Ni una palabra por su parte sobre el nuevo "orgullo patriótico" que es tan evidente en ciudades como Madrid, con el uso de la bandera española hasta en el collar de los perros. Ni una palabra, como no sea de cariñosa reconvención, sobre los excesos "patrióticos" de los dirigentes del Partido Popular.

Tanta preocupación por la igualdad jurídica de los españoles contrasta con la escasa atención que se presta a la igualdad real entre los ciudadanos. Por supuesto, sobre políticas sociales de igualdad no se ha oído tampoco una palabra al nuevo partido. Y todavía peor: jamás se menciona el hecho de que la descentralización territorial haya supuesto una reducción de las desigualdades económicas entre territorios.

Las regiones más pobres de España son hoy menos pobres en relación con la media nacional que hace veinte años. La convergencia entre territorios se ha acelerado en estos últimos quince años, justo cuando los efectos del sistema autonómico se han agudizado. Es simplemente una falsedad afirmar que la descentralización esté produciendo mayor desigualdad.

El nuevo partido reclama la adhesión a la Constitución como instrumento con el que combatir los excesos de los nacionalismos. Sin embargo, es precisamente la Constitución de 1978 la que hace posible el desarrollo autonómico que, según ellos, rompe el Estado de derecho y elimina la igualdad entre las personas. De ahí que, en una extraña pirueta, propongan una reforma centralista de esa Constitución que, según ellos, es la base de nuestra convivencia.

No son sólo enmiendas a la Constitución que devuelvan al Estado central competencias perdidas lo que necesita España, según los ideólogos del nuevo partido. No; ellos señalan que, además, es necesario aprobar medidas de "regeneración democrática". El término elegido es tremendista. Si hay que "regenerar", es porque algo está "degenerado" en nuestro sistema. Aunque no son capaces de precisar lo que está podrido, proponen reformas de gran calado que son una garantía de desastre. Por ejemplo, apuestan por un cambio en el sistema electoral que impida a los partidos nacionalistas tener presencia -o una importante presencia- en el Parlamento español. Medida, sin duda, de profundas convicciones democráticas. Pero no está de más recordar que son precisamente los partidos nacionalistas de algunas comunidades autónomas los que tienen una representación parlamentaria más ajustada a su peso electoral, frente al PP y el PSOE, que están sobre-representados, e Izquierda Unida, que está manifiestamente infra-representada.

Si en España los partidos nacionalistas han sido cruciales en la gobernabilidad, es porque los ciudadanos no han querido apoyar partidos de centro que pudieran actuar de bisagra. Fracasó el Centro Democrático y Social (CDS) de Adolfo Suárez y fracasó la Operación Roca. El apoyo a los nacionalistas es minoritario en el conjunto de España, pero es mayoritario en algunos territorios. Contra eso no puede lucharse con reformas institucionales, salvo que estemos dispuestos a sacrificar los elementos más esenciales de nuestra democracia.

La entrada de partidos nuevos en una democracia no supone necesariamente una mejora del sistema (baste recordar el GIL o la lista de Ruiz-Mateos). Depende de las posiciones que defiendan. Y en el caso del partido de Díez y Savater, su mercancía ideológica parece claramente averiada.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología de la Universidad Complutense y coautor, con José María Calleja, del libro La derrota de ETA.