Urcullu: cónsul de Carlos III

En 1786, Manuel Urcullu y Murrieta, cónsul español en Hamburgo entre 1777 y 1793, al servicio de su Majestad Católica el rey de España, se dirigía así a un Carlos III ya en sus últimos años de reinado: «En atención al celo con que he contribuido a la prosperidad de mi nación, al mismo tiempo que he procurado adelantar mi fortuna, como al desempeño del empleo de cónsul, espero que el gobierno español, por un efecto de su justificado generoso proceder, y del amor que profesa a los vasallos que promueven la industria y el comercio, me atenderá con preferencia para todas las comisiones que pendan del real servicio».

Quiere decirse que el candidato del PNV a lendakari, para las próximas autonómicas vascas del 21 de octubre, podría ser perfectamente descendiente directo de quien desempeñó, durante nada menos que dieciséis años, el cargo de cónsul de España en aquella ciudad hanseática: un Urcullu, así escrito hasta que Sabino Arana impuso la «k» como forma novedosa de diferenciar lo vasco de lo español.

Cuando se estudia la época moderna, que en historia comprende los siglos XVI al XVIII, es lugar común en la historiografía española referirse al papel fundamental de los vascos al servicio de la Monarquía hispánica. Pero a pesar de la exuberancia de casos que demuestran este principio, entre los que el del Urcullu cónsul sería una muestra más, es norma irrefutable de los seguidores del nacionalismo vasco (incluido por supuesto el Urkullu candidato), creer que los territorios vascos españoles fueron independientes hasta el 25 de octubre de 1839. Tal es así desde que el fundador del nacionalismo vasco le dio a la ley promulgada ese día un significado histórico y político que nunca tuvo, puesto que, con ella, ni se abolieron los fueros ni, mucho menos, se perdió la secular independencia vasca.

Curiosa independencia de España hubiera sido, durante la cual los segundones vascos, como el Urcullu cónsul de Carlos III, ocupaban los mejores puestos de la administración española, tanto civil y religiosa, como de su ejército y marina. Curiosa independencia en la que los casos judiciales que afectaban a los vascos (conocidos como vizcaínos hasta que el Padre Larramendi, a mediados del siglo XVIII, en su Corografía de Guipúzcoa, reivindicó también el buen nombre de los guipuzcoanos al servicio de su Majestad) se solventaban en una sala especial, la «de Vizcaya», adscrita a la Real Chancillería de Valladolid y cuyo depósito documental, integrado por miles de legajos, constituye hoy un auténtico tesoro de los archivos españoles, sito en el centro mismo de la capital castellana. Curiosa independencia, en fin, para la que la intelectualidad vasca y navarra —desde Garibay en el siglo XVI hasta Campión ya entrado el XX, pasando por todos los literatos foralistas de la segunda mitad del XIX, desde Antonio de Trueba a Ricardo Becerro de Bengoa— venía tejiendo primorosamente la denominada luego teoría del vasco-iberismo. Según esta, los vascos fueron los primeros pobladores de la Península ibérica y el euskera el primer idioma que se habló en la misma, equivalente al íbero, ni más ni menos; pobladores e idioma que, con el tiempo, quedaron reducidos a las faldas del Pirineo, después de dejar su rastro toponímico por toda la Península. Vicente de Arana, vasco-iberista y primo de Sabino Arana, firma un relato, Los últimos íberos, que es definitivo en cuanto a poner en valor una relación de lo vasco con lo español como feliz conjunción de culturas y de intereses políticos mutuos. El vasco-iberismo, por tanto, como columna vertebral de la cultura vasca en la historia de España hasta la Guerra Civil, se convirtió en una esencia de lo español, por su religiosidad católica, fervorosa fidelidad a la Corona y relación con el resto de España dentro de un pacto respetado y defendido por ambas partes.

Desde la promulgación de la Constitución de Cádiz, de la que este año se celebra su bicentenario, se estableció entre el foralismo, principal manifestación política del vasco-iberismo, y el constitucionalismo un soterrado conflicto de alta escuela jurídico-política, apto solo para iniciados, pero cuyas consecuencias fueron calando entre las masas populares y dando cuerpo intelectual a los conflictos dinásticos y religiosos de los siglos XIX y XX.

A pesar de que el nacionalismo y, dentro de este, el independentismo se las prometen muy felices ante las próximas autonómicas vascas, la historia que difunden y en la que basan su prepotencia es absurda, falsa y, sobre todo, absolutamente incapaz de explicar con mínima coherencia cómo del Urcullu cónsul hemos llegado al Urkullu candidato. Hay que obviar las coyunturas electorales y trabajar a largo plazo para que la mayoría de la ciudadanía vasca conozca algún día, más pronto que tarde, la verdad de su propio pasado: es lo único que la hará auténticamente libre.

Pedro José Chacón Delgado, profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV.

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