Urgente: afrontar el reto energético

La crisis de Ucrania ha puesto en evidencia una vulnerabilidad energética de Europa que, ante las inminentes elecciones, nos plantea la oportunidad de abordar una reflexión más amplia sobre las carencias de la política energética europea.

¿Qué nos está pasando? Hace tiempo que los precios del gas y de la electricidad en Europa se han convertido en un problema para muchas familias, al mismo tiempo que erosionan la competitividad de las industrias más intensivas en energía, agravada por la revolución del gas de esquisto, en particular respecto de EE UU.

Hemos descubierto, a golpe de crisis, que no tenemos una política europea de seguridad de suministro. Por poner un ejemplo, el excedente en la capacidad de entrada en el sistema gasista español, a través de los dos gasoductos de interconexión con el Magreb y de las seis plantas de regasificación de gas licuado, no está disponible para compensar una potencial reducción del suministro del gas ruso en el Este de Europa. ¿Por qué? Sencillamente, por falta de interconexiones.

Hay muchas razones adicionales para el estupor. La UE quiso estar en la vanguardia de la lucha contra el cambio climático —y está consiguiendo sus objetivos, ayudada por la caída del consumo energético por la crisis—, pero sus meritorios esfuerzos conducen a la melancolía porque sus emisiones de CO2 apenas representan el 11% de las emisiones mundiales, y estas siguen creciendo a un ritmo muy preocupante, como acaba de poner de relieve el IPPC. Además, errores de diseño y de gestión han encarecido su coste y dejado al mercado eléctrico europeo en una situación de manga por hombro.

Por una parte, los precios de los mercados eléctricos al por mayor en Europa no son capaces de proporcionar una señal económica fiable a largo plazo para orientar las inversiones hacia una nueva capacidad firme que respalde la variabilidad de las renovables. Pero tampoco sirven para asegurar las inversiones en renovables, ni siquiera cuando su coste sea competitivo, porque deprimen el precio precisamente en las horas en las que producen. En un mercado de energía difícilmente podrán obtener nunca los ingresos necesarios para hacerlas rentables.

Por otra parte, el mercado de emisiones tampoco condiciona las decisiones de inversión, porque su precio en los próximos años —5€/Tm o 50€/Tm, quién sabe— dependerá de las decisiones políticas que se adopten sobre los objetivos de reducción de emisiones y de las medidas concretas para conseguirlos, y en particular de los incentivos a las renovables. Hoy en día el mercado de emisiones es tan irrelevante que ni siquiera está sirviendo para hacer que funcionen más horas las centrales de gas y menos las de carbón, a pesar de que esta es una de las vías más baratas para reducir las emisiones de CO2.

Hace casi dos décadas que se diseñó un modelo de liberalización en Europa para el gas y la electricidad que partía con dos dificultades objetivas. La primera, que la seguridad de suministro y las decisiones sobre la combinación de energías primarias y tecnologías seguían siendo una competencia de los Estados miembros, y la segunda, que las interconexiones entre países eran insuficientes porque no se habían desarrollado nunca con lógica europea.

A pesar de ello, se consideró que los inversores, en competencia, tomarían sus decisiones en función del precio esperado en el mercado y del coste de las diferentes opciones tecnológicas y de combustibles, y que ello conduciría a un horizonte de mayor eficiencia e innovación y a precios más bajos. En aquellos años noventa, en los que los precios de los combustibles fósiles se situaban en mínimos históricos, las restricciones de política energética que pudieran condicionar la libre decisión de los inversores parecían poco relevantes. No había riesgos de suministro a la vista, no existía todavía una política europea de lucha contra el cambio climático y se apuntaba que el propio funcionamiento del mercado fomentaría las interconexiones y frenaría las tentaciones intervencionistas de las políticas energéticas nacionales.

Pero la realidad ha hecho estallar el modelo sin que se hayan extraído las consecuencias. Los precios del petróleo y del gas se han multiplicado por cuatro en los últimos 15 años, alterando por completo las bases económicas sobre las que se había concebido, encareciendo los precios a los consumidores y generando en algunos casos beneficios inesperados para tecnologías, como la nuclear y la hidráulica, que se habían desarrollado en un marco no liberalizado.

Más importante aún, la política europea del clima se incorporó en la pasada década como una gran restricción de política energética. Los objetivos en materia de energías renovables se tradujeron en sistemas de incentivos, muy diferentes en cada Estado miembro, no siempre bien diseñados y gestionados, dirigidos a garantizar a las inversiones una rentabilidad suficiente, al margen del precio del mercado, o como complemento a él. La presencia de las energías renovables deprime el precio, porque el recurso es fluyente, su coste de funcionamiento es muy bajo y sus ingresos se obtienen básicamente al margen del mercado, y reduce el número de horas de funcionamiento del parque térmico. Un mercado eléctrico que retribuye solo la energía producida es incompatible con la incorporación masiva de tecnologías renovables.

En definitiva, el mercado eléctrico europeo está en crisis como consecuencia de una política europea del clima mal diseñada para ser integrada en los mecanismos de mercado, y un modelo de mercado que no se ha revisado a su vez para integrar coherentemente los objetivos y los instrumentos de la política del clima. Los precios al por mayor bajan, pero los costes y los precios que soportan los consumidores suben y las inversiones de futuro no están aseguradas.

Por otro lado, las divergencias en las políticas de promoción de las renovables de los diferentes Estados miembros, en su ambición, sus incentivos y su forma de financiación, y las medidas que algunos países han introducido para aliviar la factura eléctrica de sus grandes consumidores están distorsionando la competencia entre industrias europeas.

Ante este panorama, parece más necesaria que nunca una reflexión en profundidad sobre cómo transitar en Europa hacia un sistema energético seguro, competitivo y muy bajo en carbono.

Hace falta un compromiso mutuo muy férreo con la seguridad de suministro y con las interconexiones que hagan posible la solidaridad en situaciones de crisis que, en el sector eléctrico, además, promueven la competencia y mejoran la eficiencia y la capacidad para gestionar la variabilidad de las energías renovables.

La UE tiene la obligación moral y el interés tecnológico y de seguridad de suministro de seguir en la vanguardia hacia un sistema energético libre de CO2, con objetivos ambiciosos, pero en un marco multilateral o con instrumentos que eviten la deslocalización industrial hacia países no comprometidos contra el cambio climático.

El mercado eléctrico debe desdoblarse en mercados de energía y de capacidad. Los servicios de regulación, que deben beneficiarse de las interconexiones y de la contribución activa de la demanda, tendrán cada vez más importancia. Los sistemas de incentivos a las renovables deben armonizarse a nivel europeo, para aprovechar mejor los recursos disponibles, y obtener los beneficios de la competencia para favorecer la innovación y reducir el coste.

Esta política energética requiere un papel más protagonista del mercado de emisiones y del precio del derecho de emisión resultante para orientar las inversiones futuras tanto en generación limpia como en ahorro y eficiencia energética. Pero, en mi opinión, no puede ser el único instrumento para promover la transición hacia un modelo libre de CO2, porque no generaría la señal económica y la confianza suficientes para incentivar inversiones de muy largo plazo en tecnologías limpias.

Necesitamos, en definitiva, más Europa, porque nuestros retos energéticos se afrontan mejor en común. Quizá la crisis ucrania, que nos ha colocado frente a un reto inesperado y acuciante, nos sirva de acicate.

Luis Atienza Serna fue presidente de Red Eléctrica de España.

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