Usted primero

Ignoro por qué motivo Enrique Múgica abogó no hace mucho, en un seminario sobre violencia en la escuela, por desterrar el tuteo en las aulas. Quiero decir que no sé si su propuesta fue la consecuencia de una reflexión de orden personal; si obedeció a la naturaleza de los informes que la institución que él mismo encarna, el Defensor del Pueblo, maneja en estos momentos, o si se debió, pura y simplemente, a lo que se ha dado en llamar el efecto Sarkozy. Aunque tampoco cabe descartar que sus palabras resultaran de la combinación, en un grado u otro, de esos tres factores. Sea como sea, lo importante es que las pronunció y que su difusión ha originado un cierto debate público -tan cierto como discreto, todo hay que decirlo- sobre la conveniencia de reintroducir el usted en la relación entre educador y educando. ¿El objetivo último de la medida? Según Múgica, devolver a maestros y profesores la autoridad que jamás deberían haber perdido. O, como mínimo, contribuir a que poco a poco puedan ir recuperándola.

Si todo ejercicio de la autoridad supone, en el fondo, el reconocimiento de una jerarquía, y toda jerarquía la existencia de una gradación, de una desigualdad entre las partes, es evidente que el tratamiento de usted conviene mucho más a semejante circunstancia que el tratamiento de tú -lo cual no significa, por supuesto, que la autoridad no pueda ejercerse de otro modo, incluso mediante el tuteo-. El usted aparta, sitúa al otro a la distancia debida, confiere a la relación un carácter eminentemente formal. El tú, por el contrario, aproxima, diluye las distancias, supone una familiaridad consentida. Por lo demás, entre los dos tratamientos se da como una suerte de prelación. Podemos tratar a alguien de usted y luego, al cabo del tiempo, tratarlo de tú. En cambio, difícilmente vamos a tratar un día de usted a alguien a quien hemos empezado tratando de tú -sólo lo haremos si queremos evidenciar de forma notoria, casi grotesca, la pérdida de confianza-. Desde este punto de vista, pues, el usted es primero. Y el tú, a menos que lo utilicen entre sí niños o jóvenes, o que aparezca como el producto de un acuerdo mutuo tras un periodo más o menos prolongado de relación, equivale siempre a un atajo.

De ahí, sin duda, que uno no pueda sino sorprenderse cuando un desconocido le trata de tú. Y si ya resulta chocante en plena calle -en especial, si el interpelante es bastante más joven que el interpelado-, más lo resulta cuando la situación comunicativa permite esperar una cierta deferencia por parte del otro. Por ejemplo, cuando quien recurre al tuteo es un camarero en la terraza de un bar. O un comerciante detrás del mostrador de una tienda. O un funcionario público en una estafeta de correos. En tales casos, el cliente tiene derecho a esperar un trato de usted, aunque sólo sea porque, en su condición de cliente, paga. Con todo, no son ésas las situaciones más embarazosas en las que uno puede encontrarse. En ésas, al menos, uno tiene todavía delante al interlocutor. No así cuando la comunicación es telefónica. Que alguien al que no conocemos de nada y al que ni siquiera estamos viendo en aquel momento se tome, sin más, la libertad de tutearnos no deja de ser de todo punto impertinente. Y si encima ese alguien pertenece a una empresa cuyo protocolo dispone que a los clientes hay que tratarles de tú -como ocurre, por ejemplo, con la atención telefónica dispensada por algunas empresas de teléfonos móviles-, entonces la impertinencia puede volverse incluso motivo de indignación.

Es cierto que la sociedad española -y la occidental, en su conjunto- lleva ya algunas décadas apuntando en esta dirección. Basta con observar la publicidad que inunda nuestras calles y nuestras televisiones, y los modelos que proyecta. O con recordar cómo era hace muchos años, en no pocas familias, la relación entre padres e hijos o entre hijos y abuelos, y cómo es ahora. O con releer lo que Hannah Arendt escribía en 1954 acerca de la sociedad estadounidense -esta especie de avanzadilla permanente de cuantas costumbres acabamos adoptando, andando el tiempo, los europeos-, en el sentido de que ya no se estructuraba gracias a la autoridad ni se mantenía unida gracias a la tradición. Y no sólo por lo que el comentario puede tener, al cabo de medio siglo, de sintomático, sino porque autoridad y tradición constituían precisamente, a juicio de Arendt, los dos pilares en que descansaba y había descansado siempre la educación, hasta el punto de que sin ellos no había educación posible.

Si bien se mira, pues, una cosa es el mundo -el mundo occidental, se entiende- y otra cosa la educación. A ésta no le queda más remedio que desarrollarse a contrapelo, en la medida en que sus valores jamás volverán a ser dominantes en la sociedad. De ahí que las reformas emprendidas en muchos países europeos en las últimas décadas, tendentes a modernizar la enseñanza pública, a abrirla -como proclamaban sus impulsores- a la sociedad, hayan terminado como han terminado, eso es, en un verdadero fracaso. La mayoría de estas pequeñas revoluciones pedagógicas han renunciado a la autoridad y han entronizado la igualdad, como si estuviéramos, por cierto, ante dos valores forzosamente antagónicos. Y, en un movimiento parejo, han sustituido la distancia por la proximidad. Se trata de una vieja querencia de la izquierda, la misma que la lleva tan a menudo a reclamar la aplicación del principio de subsidiariedad en cuantos asuntos se le antojan, por hache o por be, mal gestionados. Como si el estar cerca garantizara necesariamente una mejor resolución de los problemas. Como si la proximidad no fuera, por ejemplo, una de las causas concomitantes, y no la menor, en tantos casos de corrupción -moral o económica, tanto da-.

No, si el ejercicio de alguna actividad requiere distancia, este ejercicio es el de la educación. Insisto: sin distancia, sin la asunción generalizada del principio de autoridad, no hay educación posible. Por eso la propuesta del Defensor del Pueblo no debería caer en saco roto. La reintroducción del tratamiento de usted en la escuela, sobra decirlo, no va a arreglar por sí sola el desastre de la educación en España. Pero la medida, aplicada a partir de cierta edad, podría constituir un primer paso en el proceso de dignificación de la figura del maestro y del profesor, reducida en estos momentos, por obra y gracia de las reformas educativas del progresismo gallináceo, a la de una pobre comparsa.

Claro que, a juzgar por lo visto y oído en el debate sobre el estado de la Nación, no parece que nuestros gobernantes vayan a estar por la labor. Ni el presidente del Gobierno ni el líder de la oposición dedicaron a la educación más que una pincelada de sus intervenciones respectivas. Y si bien en el caso del primero, tan proclive al tuteo, uno no puede por menos que comprender las razones de su reserva -cuando los resultados son los que son, más vale mirar para otra parte: por ejemplo, para la Educación para la Ciudadanía-, en el del segundo, mucho más partidario de la distancia y necesitado, por lo demás, de evidenciar los errores de su adversario, uno no puede sino sorprenderse de la presencia en su discurso de un solo párrafo sobre la materia. Aunque también es verdad que, a estas alturas, uno ya no se sorprende de nada.

Xavier Pericay, escritor.