¿Ustedes qué opinan de quienes se oponen a las vacunas y los cubrebocas?

Hablemos un momento del Lollapalooza. Después de cancelar los eventos presenciales el año pasado, hace unas semanas Chicago volvió a ser la sede del longevo festival de música que convocó a más de 385.000 personas. Muchos temían que las enormes y estridentes multitudes pudieran producir un evento de superpropagación del coronavirus.

Pero el festival exigía una prueba de vacunación o una prueba de covid negativa para asistir, y cuando ya había comenzado, implementó el requisito de usar cubrebocas en todos los espacios. Y pareciera que muy pocas personas se contagiaron.

¿Qué nos dice esto? Que el regreso a la vida más o menos normal y a sus placeres que muchos esperaban que ofrecieran las vacunas contra la COVID-19 podría haberse producido en Estados Unidos. La razón por la que no ha sido así —la razón por la que, en cambio, seguimos viviendo con miedo, con los hospitales de gran parte del sur al borde del colapso— es que no se han vacunado suficientes personas y no hay suficientes personas que usen cubrebocas.

¿Ustedes qué opinan de quienes se oponen a las vacunas y los cubrebocas?
Adrien Selbert/Agence VU vía Redux

Es posible sentir compasión por algunos de los que no se han vacunado, en especial los trabajadores a los que les resulta difícil tomarse tiempo libre para vacunarse y les preocupa perder un día por las secuelas. Pero hay muchas menos excusas para quienes se niegan a vacunarse o a usar cubrebocas por razones culturales o ideológicas, y ninguna excusa para los gobernadores republicanos como Ron DeSantis en Florida, Greg Abbott en Texas y Doug Ducey en Arizona que han estado obstaculizando de manera activa los esfuerzos para contener el último brote.

¿Ustedes qué opinan de quienes se oponen a las vacunas y los cubrebocas? A mí me molestan sus payasadas, aunque tengo la posibilidad de trabajar desde casa y no tengo hijos en edad escolar. Y sospecho que muchos estadounidenses comparten esa molestia.

La pregunta es si esta molestia totalmente justificada —que podríamos definir como la rabia de los responsables— tendrá un impacto político, si los gobernantes defenderán los intereses de los estadounidenses que intentan hacer lo correcto pero cuyas vidas se están viendo afectadas y amenazadas por los que no lo hacen.

Para decir lo que debería ser obvio, vacunarse y usar mascarillas en espacios públicos no es una “elección personal”. Cuando alguien rechaza las vacunas o se niega a ponerse el cubrebocas, está aumentando mi riesgo de contraer una enfermedad que puede ser mortal o incapacitante y también contribuye a perpetuar los costos sociales y económicos de la pandemia. En un sentido muy real, la minoría irresponsable está privando al resto de nosotros de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

Además, para decir algo que también debería ser obvio, aquellos que afirman que se oponen a las medidas de salud pública para proteger la “libertad” no están siendo honestos.

En específico, desde que los cubrebocas se convirtieron en un frente en la guerra cultural, ha quedado claro que muchos de los que se oponen a los mandatos de usarlos no se limitan a exigir su derecho a no utilizarlos; quieren impedir que otros actúen con responsabilidad. Tucker Carlson ha pedido a sus televidentes que se enfrenten a las personas que usan cubrebocas, y se han reportado ataques violentos dispersos contra quienes los llevan puesto.

Además, es sorprendente la rapidez con la que se han abandonado los supuestos principios conservadores allí donde honrar esos principios ayudaría, y no perjudicaría, los intentos por contener la pandemia.

Durante décadas, los conservadores han insistido en que los empresarios deberían tener derecho a hacer lo que les plazca: contratar y despedir a su antojo, negar el servicio a quien quieran. Sin embargo, Abbott amenaza con retirar las licencias de bebidas alcohólicas a los restaurantes que pidan pruebas de vacunación, aunque Texas se queda sin camas de terapia intensiva disponibles.

Los conservadores también han defendido el control local de la educación —salvo cuando los distritos escolares quieren proteger a los niños con reglas para el uso de cubrebocas, en ese caso los gobernadores de los estados republicanos quieren tener el control y recortarles el financiamiento—.

Así que a los amigos de la COVID-19 no los motiva el amor a la libertad. Podría presentar algunas hipótesis sobre sus motivos reales, pero entender las motivaciones de estas personas es menos importante que entender cuánto daño están ocasionando. Esto aplica doblemente para los políticos que cínicamente apoyan a quienes se oponen a las vacunas y los cubrebocas.

Las encuestas recientes sugieren que la gente está muy a favor de los mandatos de usar cubrebocas y que una abrumadora mayoría de estadounidenses se opone a los intentos de impedir que los distritos escolares locales protejan a los niños. No he visto los sondeos sobre los intentos de impedir que las empresas exijan una prueba de vacunación, pero mi opinión es que estos intentos tampoco son populares.

Sin embargo, políticos como Abbott y DeSantis quieren quedar bien con la minoría contraria a la salud pública porque es ruidosa e iracunda, y porque no creen que vayan a pagar ningún precio político.

Bueno, creo que la mayoría de los que están a favor de la salud pública también está cada vez más molesta, y con razón. Solo que no se ha manifestado lo suficiente, y muy pocos políticos han tratado de aprovechar esta rabia justificada (Gavin Newsom, gobernador de California, lo está intentando. Está señalando, de manera correcta, que votar por su destitución tal vez pondría a un fanático antivacunas y anticubrebocas como gobernador, con consecuencias nefastas para el estado).

Así que es hora de dejar de ser tímidos y llamar al comportamiento destructivo por lo que es. Hacerlo tal vez haga que algunas personas se sientan menospreciadas. ¿Pero saben qué? Sus sentimientos no les dan derecho a arruinar la vida de los demás.

Paul Krugman se unió a The New York Times como columnista de opinión en 2000 y es profesor distinguido de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. En 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Ciencias Económicas por sus trabajos sobre el comercio internacional y geografía económica.

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