Útiles radicales de izquierda

Alientan a los «okupas». Pagan actos a los antisistema. Exigen libertad para las drogas. Comprenden las formas de vida «alternativas». Simpatizan con los «altermundialistas». Predican el laicismo, venga o no venga a cuento. Algunos políticos con responsabilidad de gobierno (ministros, alcaldes, consejeros autonómicos, concejales) sorprenden a la opinión pública con sus querencias radicales. No les importa dejar un flanco débil a la crítica de la gente sensata. ¿Es un fenómeno espontáneo? No del todo, creo. Algo hay, por supuesto, de sectarismo y de ignorancia sobre las formas razonables del socialismo democrático en un país desarrollado. Hay también un objetivo muy concreto: movilizar el voto radical, dormido desde la guerra de Irak. Abrumados por los expertos electorales, dan por hecho que una participación baja favorece los planes de la derecha. Habrá, por tanto, que hacer guiños al votante (no sólo juvenil) que desprecia a la izquierda convencional. El señuelo es una alianza «sagrada» contra la caverna. Si no existe tal cosa, se inventa. Para ello es preciso pagar un peaje retórico de simpatía, afinidad y comprensión hacia los proyectos radicales. Hace casi un siglo lo formulaba así un inteligente laborista británico: hacemos lo que podemos, pero en el fondo las armas decisivas están siempre en manos del adversario. El objetivo es ganar posiciones entre la extrema izquierda, definida como una mentalidad y no como una ideología. Esto es, apelar a los portadores de unas esencias revolucionarias que ya no interesan al proletario acomodado ni siquiera al intelectual domesticado. ¿Cómo se hace?

Zapatero es el ejemplo perfecto. Ante todo, es preciso sublimar la mala conciencia de una izquierda molesta consigo misma por haberse plegado a los encantos del capitalismo. Las democracias formales, aunque se imaginen participativas o deliberativas, no son suficientes. Hay que atender las demandas de los «perdedores», reales o imaginarios. Es la extrema izquierda de siempre que busca un lugar más confortable en las instituciones democráticas. Es ajena, desde luego, a la lucha armada o a cualquier forma de violencia sistemática, aunque la propaganda postula todavía soluciones trotskistas, maoístas o anarquistas. Abandonados por el sujeto natural de la revolución, los extremistas compiten por hacer suyas otras banderas: juventud, pacifismo, feminismo, inmigrantes, indígenas, naturaleza, minorías culturales o cualquier otro ámbito propicio a la contestación social. El éxito o el fracaso, siempre relativos, está en función de la debilidad o la fortaleza de la izquierda bien integrada. Por razones obvias, el voto útil causa estragos en las opciones marginales. Por eso la capacidad para movilizar recursos depende del contexto y no de su (limitada) racionalidad discursiva. Pero si alguien les da cancha...

La extrema izquierda cuenta con más precedentes curiosos que pensadores originales. Siempre hay un lugar para las sectas protestantes, condenadas severamente por Lutero. Para los «diggers», ala extremista de la revolución inglesa en el siglo XVII. Para «Gracus» Babeuf y los «iguales». Por supuesto, para las formas diversas del anarquismo y su negación abstracta de la legitimidad del poder. Hoy día, unos pocos cuestionan la democracia, el mercado y -en casos patológicos- la propia ciencia, esto es, los supuestos esenciales de la modernidad. Otra cosa es rebajar su solidez a base de ocurrencias posmodernas. Contra Occidente, concebido como un mal en sí mismo, Fritjof Capra plantea una alternativa con relativo éxito al amparo de unos pocos neologismos y mucha literatura marginal. La mezcla de esta «sabiduría insólita» ofrece citas inconexas en proporciones variables: irracionalismo, misticismo, redes pseudoespirituales y ecológicas, cooperativismo, pertenencia comunitaria, apuntes peculiares de feminismo... Una vez desveladas tales «conexiones ocultas» (así se titula el libro), el autor ofrece una solución que se parece demasiado a los viejos «falansterios» de Fourier. Ahora se llaman «agrupaciones ecodiseñadas con tecnologías locales y de pequeña escala». En el fondo, se alimentan de la lucha contra la globalización y la hegemonía americana. Hay que remitirse, por tanto, a las obras de combate ideológico de personajes como Tony Negri, Susan Sonntag o Noam Chomsky, que no están a la altura -en el caso de los dos últimos- de su talento literario o lingüístico. No falta tampoco una propuesta singular para la fundación de una «V Internacional». Más palabras que hechos.

El futuro de la extrema izquierda presenta más sombras que luces. La razón es sencilla. Así como la derecha conservadora y liberal se siente obligada a marcar distancias con los «ultras» incluso en el terreno doctrinal, la izquierda en sentido amplio no tiene problemas teóricos para asumir propuestas radicales. Otra cosa es cómo gestionar el poder cuando le corresponde su ejercicio democrático. Es el caso, por citar ejemplos conocidos, de la «renta básica de ciudadanía», propagada desde las siglas BIEN («Basic Income European Network»). Entre nosotros, las proposiciones de ley de los aliados de Zapatero no consiguen encontrar un hueco en el orden del día parlamentario. También ocurre con la red «Attac» que promueve la aplicación de la «tasa Tobin» para gravar el flujo internacional de capitales. La mezcla heterogénea de nuevos sujetos revolucionarios culmina en una confusión interesada en la que cabe casi todo: zapatistas e indigenistas; asiduos al Foro de Porto Alegre; manifestantes en Seattle, Génova y otras cumbres; anticuados teólogos de la liberación; radicales del ecologismo y el feminismo; anarquistas desplazados; productores y consumidores del «comercio justo»; cooperativistas nostálgicos de New Lanarck; resistentes civiles; agricultores despechados como José Bové; defensores dogmáticos de iniciativas razonables como el Tribunal Penal Internacional o el protocolo de Kyoto; lectores de «No Logo»; entusiastas del manifiesto Cyberg, y así hasta el infinito. Son los antagonistas de la clase dominante en el capitalismo global, cuya clave consiste en hacerse presentes en el universo mediático proclamando que «otra globalización es posible». Ideología en clave reactiva, su enemigo es un neoliberalismo cuyas trampas pretende desvelar en nombre, como se ha dicho gráficamente, de indígenas, indigentes e indigestos.

Todo esto es fácil de asumir en el plano retórico. En nombre de la unidad natural de la izquierda, los gestores socialdemócratas del capitalismo tardío sitúan en ese terreno neutro las pretensiones utópicas siempre incumplidas. A veces hay que llegar a pactos socioculturales con la izquierda radical, dejando al margen la economía que sustenta el quebradizo Estado de bienestar. En algunos países se llevan un número respetable de votos y escaños. Los trotskistas franceses mantienen su clientela. En Holanda, desde la nostalgia de los viejos «Provos», un llamado «partido socialista» (en rigor, un grupo de corte maoísta) ha irrumpido con fuerza en el Parlamento al amparo de los descontentos del laborismo tradicional. Pero hablamos de excepciones y no de reglas. Lo normal es que se abstengan. Si son antisistema, lo lógico es que se queden en casa. Aquí les seducen para que voten a la izquierda convencional. El problema es muy serio: ideas interesantes y propósitos dignos de discusión derivan en anécdotas irrelevantes cuando se dejan engañar. La derecha no debería eludir una vez más esta batalla de las ideas. En Estados Unidos, algunos de los suyos son tan radicales como el que más, por ejemplo, los «libertarios» y «anarcocapitalistas». Hay que abrir los ojos a cierta gente de buena fe ante la manipulación a que pueden ver sometidos sus ideales (a veces ingenuos) de justicia universal. En política sólo sobrevive el que sabe anticiparse a los acontecimientos.

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.