Utopías con colmillos

Las buenas novelas históricas hablan del presente a través del pasado; las malas hablan del pasado a través del presente. La clave reside en la capacidad para rastrear las constantes humanas, en plasmar las emociones y pensamientos que mueven a las personas de cualquier época, ateniéndose a las mentalidades y cultura propias de cada periodo. Al cine le sucede igual que a la literatura, pues su potencia emocional construye imaginarios que traspasan las generaciones. Es la irresistible fuerza de la ficción. 'Yo, Claudio', de Robert Graves, escrita en la Europa de los inicios del Tercer Reich, disecciona la deriva autoritaria de Roma; y 'Revolución', la última novela de Arturo Pérez-Reverte, muestra cómo unos ideales se pervierten, y la esperanza de unos descamisados termina en corrupción y desencanto.

Utopías con colmillos
NIETO

Cuando leí 'Viajes con Heródoto', de Kapuscinski, fue como sentir una pequeña descarga eléctrica al cerrar la puerta de un coche. Pocas veces me he enamorado más de la historia que con ese libro, al conmoverme por lo que les sucedía a los combatientes griegos y persas dos mil quinientos años atrás, en las guerras médicas. El presente es una caja de resonancia del pasado, por eso conviene conocerlo, para no ser convencidos por quienes manipulan la historia o la desconocen. Pero también para no dejarse engatusar por los vendedores de crecepelo que ofrecen utopías a tutiplén, es decir, la construcción de sociedades perfectas.

De todas las utopías materializadas a lo largo de la historia –las que pasaron de la teoría a la práctica–, sólo una ha tenido largo éxito: las reducciones jesuíticas del Paraguay, las cuales suenan a la música de Ennio Morricone. Esta colosal empresa socioeconómica de la Compañía de Jesús protegió a los indios guaraníes, durante los siglos XVII y XVIII, de la depredación de los cazadores de esclavos del Brasil, y también colaboró en la defensa activa del Imperio español hasta que Carlos III expulsó a los jesuitas de España; y América, era la España replicada. El resto de utopías religiosas y políticas edificadas –por breve que fuese el tiempo– han sido una catástrofe. Quisieron montar un paraíso en la Tierra y construyeron un infierno. Los edenes no fueron sino escombreras.

La lista de los principales experimentos utópicos es una fascinante rastrojera: la rebelión anabaptista de Münster, la Florencia de Savonarola, el Terror jacobino, el carrusel comunitario del socialismo utópico, el comunismo, el fascismo y el nazismo. Todas estas utopías fueron aplicadas en tiempos convulsos, en épocas bisagra donde los valores cambiaban y los iluminados aprovechaban para ofrecer esperanza en un mundo justo, igualitario y seguro. En estos compases del siglo XXI, la mutación de valores producto de la aceleración tecnológica, la devaluación del sistema educativo, el siniestro avance de la corrección política y el sectarismo de trinchera de no pocos dirigentes de partidos están propiciando el resurgir de charlatanes utópicos. Son inquisidores, savonarolas, Don Cicutas, los mismos perros con distinto collar.

Pretenden asaltar el cielo, pero no con una flor roja en el cañón de los fusiles como en la Revolución de los Claveles, sino usando gasolina como colutorio para sus discursos incendiarios. Estos hombres y mujeres de intransigencia onanista, que anhelan ser los arquitectos de una sociedad homogénea y de felicidad planificada, buscan imponer su mundo perfecto de una tacada o a cómodos plazos con un laboratorio de leyes y comportamientos corrosivos que desprecian la realidad. El pasado les molesta y quieren reescribirlo para enmendarle la plana a la historia, odian la meritocracia por ser conscientes de su propia mediocridad, claman por el colectivismo para los demás mientras ellos mantienen sus propiedades privadas y viven de lo público sin haber opositado, fuerzan el exilio del talento a base de una burocracia elefantiásica, justifican la violencia en beneficio de su credo, les aterra la libertad de las mujeres y, al ser incapaces de dialogar, viven obsesionados con la discusión y el vocerío. Los milenaristas de ayer son los fanáticos de hoy.

Hispanoamérica es un recurrente campo de entrenamiento utopista, donde la fórmula mágica de algunos países para crear riqueza pasa por esquilmarla y repartir pobreza. La coartada suele ser doble. Por un lado, culpar de los males –generados por ellos mismos– al legado español, a pesar de que hace la friolera de doscientos años de la independencia; y por otro, criticar al capitalismo estadounidense. Lo curioso es que las masas, en cuanto pueden, no dejan de huir de todos aquellos países constructores de utopías con colmillos, y se dirigen precisamente hacia los EE.UU. y España para recomponer sus vidas, truncadas por los demagogos autóctonos.

La literatura y el cine tienen un descomunal tirón emocional, pero pertenecen al reino de la ficción. Las utopías políticas que realmente existen o se quieren crear, aunque siempre sean un sueño de Frankenstein, enganchan a base de emociones y esperanza en el futuro. Por ello, es necesario contrarrestarlas con una alianza de la cabeza y el corazón, porque la democracia no es sólo cuestión de neuronas y calculadora, sino la épica de unos valores éticos compartidos, de una historia conjunta y de la voluntad de convivir en libertad. Que se lo digan si no a los ucranianos, que están librando la batalla de Inglaterra del siglo XXI contra un dictador que persigue una utopía milenarista, porque Rusia nunca ha sido estrictamente una nación, sino un imperio 'gattopardesco', cambiante a condición de que todo siga igual.

La cultura y el sentido común son la mejor manera de inmunizarnos contra lo que algunos políticos nos venden, unas ensoñaciones que no me imagino ofertadas en los estantes de los grandes supermercados (que odian porque generan riqueza y bienestar), sino en los economatos públicos que están loquitos por abrir y administrar.

Para aprender de forma entretenida de los errores del pasado no hay mejor recomendación que leer historia con espíritu escéptico, como la escribe con donosura Juan Eslava Galán.

Los experimentos, con gaseosa. Y los colmillos de las utopías en un vaso con agua, encima de la mesilla de noche. Como las dentaduras postizas.

Emilio Lara es escritor.

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