Utopías en la conquista del Nuevo Mundo

Una estrofa de la tragedia Medea nos descubre lo que podría parecernos una sorprendente premonición de los descubrimientos protagonizados por España en los siglos XV al XVII. «Pasarán los años y vendrán tiempos nuevos. Desatará el Océano los lazos del Orbe, y un continente emergerá de las olas. Se verán otros mundos y la tierra no se extinguirá en las orillas de Thule». Quince siglos después, Hernando Colón, escribiría: «A esta profecía de Lucio Anneo Séneca le dio cumplimiento mi padre don Cristóbal en el año del Señor de 1492».

Todo lo referido al descubrimiento y colonización de América trasciende lo prodigioso para convertirse en un mito, luego en la utopía colectiva de una nación y finalmente en discusión de historiadores.

Escritores como Alejo Carpentier, Octavio Paz o Roa Bastos han venido a coincidir en que aquel impetuoso encuentro varió el rumbo de la humanidad y alteró los fundamentos de los pueblos del Nuevo Continente.

Salvador de Madariaga resume la clave de aquella colisión de pueblos: «Fue el choque entre la magia y la ignorancia contra la razón y la fe, y prevalecieron estas últimas». Henry Miller, en el «Coloso de Marussi», también alabó la empresa de España. «Si los hombres hubieran dejado de creer que podrían convertirse en héroes, entonces no hubieran pasado de ser gusanos».

Cuando la torre de la Escolástica se derrumbó y surgió el Renacimiento, el Placet Hispania recorrió dominador el globo y pasó a ser civilizadora de pueblos, aunque nos lo demandaran otras naciones, pues las leyendas de las rivalidades históricas son fáciles de establecer y difíciles de destruir.

El hispanista John Elliot atestigua que no es casualidad que el dominio universal de España se convirtiera –ya entre sus contemporáneos– en Leyenda Negra. «Se justifica sobradamente que se identifique su nombre con el de toda una época: la del Imperio Español, pues reveló con tan formidable empresa su auténtica dimensión en la historia de la humanidad».

Pero esa animadversión hacia España, lejos de remitir, persiste con los mismos ribetes de radicalismo que en épocas pasadas. Ha ido transformándose en una actitud mental de severa crítica hacia España; es decir, es como si siguiéramos estigmatizados por un pecado capital que transgredieron nuestros antepasados y del que no hubiera forma de redimirse.

La Leyenda Negra acecha constantemente y nunca prescribe, con el objetivo de mermar el mérito de la empresa hispana en América. El mundo anglosajón, francés y holandés ha conseguido convertir uno de los hechos más señalados de la historia universal en algo contradictorio que proyecta una luz siniestra sobre la exploración del Nuevo Mundo.

Es indudable que fray Bartolomé de las Casas hizo con su «Destrucción de las Indias» un daño considerable a su patria, reduciendo la colonización a un mero trabajo de hundimiento de civilizaciones, de utilización inhumana de los indios y de esquilmación de los recursos naturales. Sin embargo, una empresa que, si bien tuvo unos comienzos traumáticos, evolucionó hacia una nueva realidad mestiza que se revela hoy como rasgo auténtico de la identidad hispanoamericana, aunque para algunos sirve para deformar la Historia.

Edward G. Bourne proyecta una luz indecible en la conquista, afirmando: «España emprendió la imposible tarea de llevar a una raza de millones de personas a la esfera del pensamiento, la vida y la religión, y lo hizo con el peso ideológico de su época, para regresar después con una experiencia que transformaría la manera de pensar de Occidente».

Con el descubridor español el mundo deja de imaginarse para ser explicado definitivamente. ¡Ese fue nuestro gran mérito en la historia y al parecer nuestro gran pecado! Nadie es el dueño original de una tierra, y cualquier nación ha nacido invariablemente de una invasión cruenta. Por eso la fiebre nacionalista pierde su razón de ser cuando se pasan hacia atrás las páginas de la Historia. Y ni la ciencia, ni la economía, ni la cultura, ni las relaciones internacionales, pueden explicarse sin las Indias, sin América y sin una nación sembradora de naciones: España.

Además, los conquistadores portaban en sus alforjas algo más que la codicia, el hambre castellana o la sed de gloria. En sus almas se traslucían las utopías y quimeras del Viejo Mundo, que aún no habían conocido las luces de la Contrarreforma o de la Ilustración. Y eso los hizo temerarios y temibles para perseverar en una búsqueda incansable.

La dominación de un territorio ochenta veces más grande que España y habitado por sesenta millones de indios, fue realizada por un contingente de soldados no profesionales, que no superaba los dos mil efectivos. Bernal Díaz del Castillo nos da la clave de su titánica osadía: «Fueron a hacer nuevas moradas, a mantener el linaje, a ganar el pan con la lanza y la espada, como era usual entre los hombres libres de Castilla, y sobre todo para servir a Dios y a su soberano».

Portaban en sus corazones un poder de capital importancia, que los alentó para arrostrar tantas penurias y peligros. Me refiero a las utopías y a los mitos de la vieja Europa, que de golpe cobraron nueva vida, convirtiéndolos en esencia de la América misma. Allí se van a consumar las menciones a Ofir y Tarsis, y los relatos del Diálogo Critias de Platón, el mito de las Amazonas o el Jardín de las Hespérides; y también leyendas medievales como la del Preste Juan, el Dorado, las Siete Ciudades de Cíbola, la isla de San Barandán, el país de Jauja, la Fuente de la Juventud o la Ciudad de los Césares.

América se va a convertir en el crisol de experimentación práctica y de la ratificación de lo imaginado por el hombre europeo, hasta el punto de imponer estos patronímicos a territorios del Nuevo Mundo.

Creo que sobre nuestra historia ha perdurado una perniciosa alianza de tres demoledores elementos: la ignorancia histórica y la malevolencia política propia y foránea; y por eso un grupo de novelistas esenciales de este género, J. Eslava, J. Corral, J. Calvo, A. de Arteaga, Isabel San Sebastián, E. Lara, S. Posteguillo, S. Fanjul, M. Marín, F. Benzo, J. Arsuaga, García de Cortázar, Martínez Laínez, Elvira Roca, J. Sierra y el que suscribe, capitaneados por A. Perez Henares, nos reuniremos este verano en la UIMP de Santander, para amortiguar ese designio secular hispano de demolernos a nosotros mismos y lo que es peor, de persistir en el desconocimiento de nuestro pasado.

Jesús Maeso de la Torre, escritor y académico de la Real Hispanoamericana y de la Noretamericana de la Legua Española de Nueva York.

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