¿Va a democratizarse la UE?

Únicamente el BCE ha actuado de nuevo con decisión ante la urgencia. Se ha vuelto a comprobar que es el único organismo de Europa verdaderamente ejecutivo, es decir, que dispone de la necesaria capacidad de reacción en momentos difíciles” (editorial de IM12/2015). El “único organismo de Europa verdaderamente ejecutivo”: así considera al BCE la autorizada voz del servicio de estudios de una institución financiera de prestigio. Y con razón.

Pero esta afirmación —¿elogio?— pone nuevamente de manifiesto la inquietante configuración política de la UE. Inquietante, al menos, desde una perspectiva democrática. Porque es una evidencia indiscutible que para los países de la UE y, especialmente, para los que componen la unión monetaria se han ido limitando —de derecho o de hecho— importantísimas competencias en materia económica, financiera y fiscal. Con lo cual se ha producido una severa amputación del poder estatal para desarrollar políticas propias. De este modo, se ha impulsado la liberalización exigida por el imperativo del “mercado único” que debe homogeneizar las políticas económico-financieras en todos los países de la UE. Pero esta presión no ha venido acompañada de un impulso paralelo a la construcción de la Europa social. Al contrario, la progresiva consumación de aquella liberalización no solo se ha abstenido de dar contenido a un posible “espacio social europeo”, sino que está vaciando poco a poco lo que un gran esfuerzo colectivo había conquistado en los Estados miembros mediante políticas fiscales, sociales y laborales.

No solo importa este aumento de competencias de la UE y el correspondiente vaciado de atribuciones estatales. Influye también la manera cómo dichas competencias son ejercidas en el marco institucional europeo. Es persistente la constatación de su “déficit democrático” al eliminar o reducir los instrumentos de intervención ciudadana en la toma de decisiones o en la exigencia de responsabilidad a quienes las adoptan. Las reformas adoptadas no han evitado que el sistema político europeo padezca y agrave carencias democráticas, algunas de las cuales también se perciben a nivel estatal. Confía a órganos y personal no electo decisiones básicas que se adoptan con escasa publicidad y transparencia: el ejemplo más notorio lo constituye el elogiado BCE. Ni la presidencia del Consejo ni de la Comisión —ni tampoco los comisarios— gozan de un refrendo electoral directo. No se estructura una oposición organizada al Ejecutivo de la UE que permita controlarlo. Estos órganos de decisión —poco accesibles a la ciudadanía— son en cambio muy permeables a los grupos de interés, lobbies y representantes de grandes intereses empresariales. La UE no se presenta ante los Estados como un ejemplo democrático refinado. Al contrario: se ha dicho a menudo que la UE no aprobaría el examen de funcionamiento democrático a que somete a los Estados candidatos a integrarse en ella.

En este contexto, ¿es previsible una progresiva “democratización” de la UE? Los recurrentes debates sobre su déficit democrático han perfilado dos posiciones básicas: la que ve en dicho déficit una anomalía subsanable y la que lo percibe como un diseño funcional y nada fortuito. En el primer caso, se aspira a una corrección de aquellas presuntas patologías mediante una movilización transestatal por parte de quienes desean dicha corrección. Hasta la fecha, tales intentos han sido poco eficaces. No han obtenido resultados democráticamente tan lógicos y aparentemente tan asequibles como sería, por ejemplo, la elección por sufragio universal del presidente de la Comisión o del Consejo.

Quizá este fracaso nazca justamente de la fortaleza de la otra posición: la de quienes consideran que el actual esquema político de la UE es funcional y necesario, precisamente por el rasgo que los otros denuncian como negativo. A saber, su capacidad de hurtar a un control directo de la ciudadanía las decisiones políticas de mayor envergadura. En realidad, se intentaría poner a recaudo de dicho control la realización de un proyecto liberal de integración económica y financiera, pero sin cargar con el “lastre” de políticas redistributivas de objetivo social. Para este proyecto, la utilidad del actual mecanismo decisorio de la UE es doble. Por un lado, las grandes políticas quedan en manos de “expertos” y comisionados protegidos frente a las siempre arriesgadas reválidas electorales. Por otro, libera de responsabilidad a los gobernantes estatales que atribuirán los efectos impopulares de aquellas políticas a los dictados inapelables de instancias expertas superiores (Mair).

El “déficit democrático” de la UE, por tanto, no sería tal. Definiría la vía apropiada para gestionar los asuntos europeos en forma de “aparato regulatorio no mayoritario” (Majone). Es más, constituiría un modelo hacia el que deberían moverse los sistemas políticos estatales —véase el aumento de sus “autoridades contramayoritarias”— para ajustarlos a lo que se produce en el plano continental. La actual UE estaría anunciando, así la entrada en la era de la “post-democracia” (Crouch), en la que la intervención ciudadana y la de sus representantes elegidos tendrían un papel secundario frente al protagonismo creciente de los no elegidos y de sus testaferros.

Ello hace que la actual dinámica política europea haya sido equiparada (Streeck) al esquema definido por Friedrich Hayek para gobernar un sistema económico liberal de alcance global. Según el Nobel anglo-austríaco, una hipotética federación mundial debía contar con un gobierno mínimo, con poder para impedir que los Estados miembros interfirieran en la actividad económica pero sin capacidad para actuar en su lugar. Personas de edad madura con prestigio profesional y ajenas a la política serían elegidas para un solo mandato no inferior a los quince años y formarían una asamblea encargada de marcar las grandes líneas de aquel gobierno mínimo. Los ciudadanos ejercerían el sufragio una sola vez en su vida, una vez alcanzada edad suficiente para acreditar experiencia y buen juicio. De esta manera, una aristocracia social velaría por preservar la armonía espontánea del mercado y lo pondría a salvo de una ciudadanía prisionera de intereses de grupo y a vicisitudes de corto plazo. En otro formato, el reciente trilema de Rodrik ha recogido algo de la intuición precursora de Hayek.

¿Por qué es útil recordar estas especulaciones teóricas? Porque planean sobre la realidad política de la UE en estos últimos años. Se perciben en el contencioso que opone la voluntad electoral en Grecia a los dictámenes de organismos de remota o ninguna legitimidad popular —la célebre troika— y en la que el “único organismo verdaderamente ejecutivo” es la presidencia del Banco Central Europeo. ¿Hasta qué punto se ha iniciado ya una gradual e insensible “hayekización” de nuestro sistema político europeo? (Streeck). Si así fuera, ¿hay que aceptarla como destino necesario? ¿O hay que explorar alternativas que la combatan con otro proyecto europeo?

Josep M. Vallès es profesor emérito de Ciencia Política (UAB).

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