¿Va a desaparecer el trabajo?

Anunciar la desaparición de empleos es una idea admitida. Y no es ninguna novedad. Cuando aparecieron los primeros telares en Europa, los trabajadores del sector textil se sublevaron y destruyeron las máquinas en Inglaterra y Francia, especialmente en Lyon, para salvar sus trabajos. Esta obsesión con el progreso técnico es constante e injustificada, ya que la experiencia histórica demuestra que los trabajos se desplazan, pero no desaparecen por completo. Así, el éxodo rural masivo en todos los países industrializados no dejó a los agricultores en paro, sino que los reclasificó en actividades diferentes y, por lo general, mejor pagadas. Pero oímos que esta vez será diferente debido a la transferencia de actividades a los países en vías de desarrollo, como China para la pequeña industria, la artesanía y la electrónica, India para los centros de llamadas, Marruecos para el sector textil, Filipinas para los muebles, etcétera. En realidad, la globalización y el libre comercio, igual que el éxodo rural, no suprimen el trabajo, sino que lo transforman; en consecuencia, Europa desarrolla actividades de servicio y creación intelectual.

Este miedo al libre comercio es tan antiguo e infundado como el propio libre comercio. En 1848, un economista francés, Frédéric Bastiat escribió que «siempre habrá vendedores de velas que se quejen de la competencia del sol». Bastiat tenía razón, incluso en nuestro tiempo, pero no por ello debemos dejarnos llevar por un optimismo ingenuo: la transición de un trabajo a otro puede ser dolorosa para las personas afectadas o incluso para regiones enteras, aunque el resultado final sea en general positivo. ¿Pero quién vive globalmente? Cada uno juzga las evoluciones técnicas y económicas a su medida.

¿Deberíamos entonces, en nuestra época, preocuparnos realmente por el efecto devastador del progreso técnico? De hecho, mucho más que la globalización, el factor esencial de la transformación del mercado del trabajo es la innovación. ¿Destruye el trabajo? A Jean Tirole, premio Nobel de Economía, le gusta citar el ejemplo de los bancos. Uno, dice, podría pensar que la instalación de cajeros automáticos y la informatización de las operaciones bancarias eliminarían muchos empleos en este sector, pero no ha sido así; en Europa, los bancos emplean más personal que hace veinte años. Pero en trabajos distintos.

Otra fuente de preocupación es la denominada uberización del trabajo. Según el modelo de Uber, ¿se verá el asalariado reemplazado por el empresario autónomo con empleos de riesgo y un trabajo aleatorio? Aparte de la opinión que podamos tener unos y otros sobre estas preguntas diferentes, ¿qué nos dicen los estudios objetivos, especialmente los de Tirole? Pues bien, la uberización en Estados Unidos, pionero en este campo, representa apenas el 1 por ciento del mercado de trabajo y progresa poco; el modelo de empresa tradicional con empleadores y empleados sigue y seguirá siendo el modelo dominante, porque es el más racional, eficiente y socialmente estable. A pesar de todo, el progreso técnico ha cambiado de naturaleza: antes se dirigía hacia empleos más complejos y mejor remunerados, de la agricultura a la industria, por ejemplo. Ahora ya no es el caso.

A medida que progresa la inteligencia artificial, los trabajos complejos son los que están desapareciendo. El número total de empleos no disminuye, afirma Tirole; no asistimos al final del trabajo, pero los trabajos «buenos», bien pagados, son cada vez más escasos. La evolución nos lleva a un mercado laboral dividido en dos, con una superélite de dirigentes y creadores en el vértice y una masa de ejecutores debajo. Esto explica las enormes diferencias salariales entre el vértice y la base, que se observa en todos los países occidentales.

¿Qué respuesta política se puede aportar? Desde luego, no las reformas tributarias que Donald Trump y Emmanuel Macron han implantado: menos impuestos a los ricos, con la esperanza de que creen más empleos. Es un planteamiento arcaico. De la misma manera, uno no puede oponerse al progreso técnico, porque si se prohíbe en un lugar, se producirá en un país vecino. Pero la solidaridad irá en aumento para que nuestras sociedades no estallen. Sin duda ninguna, los mecanismos actuales no son satisfactorios; la única novedad que proponen los economistas es la renta mínima universal, un salario básico que todos reciben en cualquier caso. Esto sería compatible con los recursos económicos de las sociedades industriales y el único medio conocido en la actualidad para hacer que los efectos simultáneos del progreso tecnológico y la globalización sean aceptables o incluso deseables para todos.

Guy Sorman

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