En su genial serie periodística 'El 18 Brumario de Luis Bonaparte', Marx empezaba rectificando a Hegel con su ya famosa sentencia de que si los grandes hechos y personajes históricos se producen dos veces, la primera lo hacen como tragedia y la segunda como farsa. La reflexión de partida le servía para establecer la relación entre las decisiones del individuo concreto y las influencias en él del entorno. En concreto, resucitaba aquel también viejo axioma de que «la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».
Algo de esto hay en la resurrección por parte de Ibarretxe, de su Gobierno y de su facción partidaria del plan que lleva su nombre, años después del carpetazo que le dieron las Cortes españolas y, no se olvide, la reciente sucesión de malos resultados electorales del PNV. Como si algunas partes de generaciones muertas estuvieran dictando el relato de algunos vivos, su propuesta de consulta recupera material político que pensábamos ya amortizado y nos devuelve a un tiempo que, también, muchos pensábamos ya superado. El propio barullo expositivo de fechas y mecanismos, lo insólito de las bondades expuestas para justificar la iniciativa o la rectificación de un supuesto fundamental -'consulta sólo en ausencia de violencia'- son suficientes argumentos negativos para dudar de la convicción y sinceridad de todo esto. ETA no necesita ni consultas ni referendos formales de la ciudadanía para saber que la sociedad vasca rechaza su existencia y sus actuaciones. Una reválida contable de ese aserto no va a parar a los pistoleros; todo lo contrario: en el rifirrafe argumental justificará y civilizará sus tesis finales al igualarlas a las del propio plan. Eso lo sabe un niño de Primaria y hasta Ibarretxe. Y en cuanto a si ETA debe o no marcarnos la agenda, es un bonito acertijo para sofistas desocupados: llevamos toda la vida haciendo política a pesar de la presencia constante de ETA. La cuestión es si la política vasca es normal y si puede (y en qué grados y alcances) realizarse cuando un agente político, social y, a la postre, criminal parte de que es lícito asesinar al opositor.
Finalmente, no hay que ser un genio de la política para suponer que la repetición del recorrido que ya hizo anteriormente el plan se encontrará, si no se cometen grandes errores, con similares respuestas por parte de la sociedad vasca, de la sociedad española y de las instituciones del Estado, con lo que todo ese tiempo y esa energía sucumbirán en la nada que algunos sospechamos. Falta todavía un detalle no menor: el 25 de octubre de 2008 es sábado. Si alguien tuviera, en Euskadi y en España, que ganar un referéndum con adecuada participación, lo último que haría sería ubicar su fecha en un sábado. ¿Ha podido más la fuerza de la efemérides, a la que tan dada es el nacionalismo? ¿Ha podido más la satisfacción de ciscarse en el actual Estatuto, justo el día en que en 1979 lo aprobó la sociedad vasca, que la eficacia en previsión de participación del día de la semana? ¿Va en serio Ibarretxe?
A uno le da la impresión de que la sociedad vasca de 2007 está menos agitada y agobiada por este asunto del plan y de la consulta que la de hace tres o cuatro años. Si la historia se repite como farsa y comedia, hará bien en no tomarse las molestias y desazones de entonces, y en confiar en que todos y cada uno de los agentes públicos, de sus instituciones, cumplirán con su papel, haciendo observar la ley sin exageraciones gestuales y velando por los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos. En ese sentido, cuando una iniciativa política de parte, sólo de parte, trata de ocupar la atención y energías de toda una sociedad, de manera tan totalitaria, cabe aconsejar responder con aquello de que 'no hay más desprecio que el no hacer aprecio'. Cualquier cosa antes que repetir el desasosiego y la escisión social con que arrancamos los vascos este siglo XXI por culpa de las ocurrencias de los ingenieros sociales del nacionalismo vasco (Lizarra, tregua-trampa, Ibarretxe: acumulación de fuerzas abertzales) y de la impericia política (ingenua o buscada, según los casos) de sus opositores. El sábado 25 de octubre de 2008, si llega el caso, nos vamos de excursión y dejamos a la familia nacionalista que se cuente a sí misma. Sin más tragedia, sin proporcionar ningún argumento que construya un supuesto acoso en su contra, salvo que tome por tal la aplicación ajustada de la ley. Nada de unos contra otros, de 'buenos vascos' contra el mundo. Nada de pasiones irrefrenables que no hacen sino engordar la bolsa de sus partidarios precisamente con la única gasolina que los inflama: la pasión y la sensación de acoso.
Pero, claro, tampoco nos relajemos y hagamos como si este asunto no fuera con nosotros. No es bueno partir de que lo que hace el contrario político es sólo una insensatez. Aunque parezca sólo eso. Lo que alimenta la política es la lucha por el poder, en todos los casos, grupos y personas. Lo que anima a Ibarretxe quizás sea la tradición de los muertos que le oprime el cerebro, pero lo que está detrás y delante es la conquista -mantenimiento en su caso- del poder. Farsa significa también enredo, trampa o tramoya para aparentar o engañar. Y de eso se trata aquí; no nos confundamos pensando que sólo hablan por boca de sus voces ancestrales. ¿Qué buscan Ibarretxe y su facción nacionalista con la resurrección de su plan? Primero, eso sí, salvarse a sí mismo para su propia historia. Ibarretxe tiene ese perverso sentido de la responsabilidad histórica que tachona dramáticamente, por lo menos, el siglo pasado y lo que va de éste.
Pero dejemos al personaje y sus obsesiones mesiánicas y caudillistas. Lo fundamental de todo este reciclaje de material político gastado lo explica el techo que oprime al nacionalismo vasco: casi treinta años de gobierno ininterrumpido de todas las instituciones y entidades han demostrado la inutilidad y contradicción de su suposición de que eso iba a hacer más nacionalistas vascos. La sociedad vasca, su ciudadanía, gobernada sistemáticamente por el nacionalismo, se ha convertido en su máxima negación: acepta -y apoya y vota- al nacionalismo como gobernante, pero no como pastor de ningún rebaño. La característica fundamental de la sociedad vasca contemporánea no es su identidad y demanda nacional -satisfecha para la mayoría de ésta por el Estatuto vigente y por sus futuras mejoras-, sino su pluralidad. Una sociedad moderna como la nuestra quiere lo que quieren los ciudadanos de todas las sociedades modernas: un gobierno que les facilite lo imprescindible para su desarrollo vital y toda la libertad del mundo para expandirse como personas en todas sus posibilidades.
Eso que se presenta para el nacionalismo vasco como contradicción insalvable -la que ahora vienen a suponer pluralismo y nacionalidad- puede resolverse hacia dentro o hacia fuera. Hacia dentro se ha demostrado imposible por el momento: el nacionalismo vasco no suma el suficiente apoyo social y político como para refundar la sociedad en la que vive. No digo que no tenga hasta hoy una magra y menguante mayoría electoral -la que él traduce rimbombantemente como 'mayoría absoluta' en el Parlamento vasco-; me refiero a la mayoría indiscutible suficiente como para que la minoría interior y el gobierno democrático de enfrente no tengan otra que asumir que ésa es la demanda mayoritaria de la sociedad. En ausencia constante de esos números, el nacionalismo recurre a los vericuetos argumentales que nos presentó Ibarretxe el pasado 28 de septiembre, a los 'revivals' historicistas expuestos por Egibar (plagados de errores históricos) y, sobre todo, a tratar de solucionar hacia fuera lo que no logran concertar con los de dentro. A falta de acuerdo interno entre los vascos, en rechazo del mismo, lo mejor es acudir a la solución en Madrid -empezar por una entrevista con Zapatero: ¿para qué?- y, frustrada ésta, culpar al enemigo exterior. Raca-raca la matraca o, como cree que inventó Ibarretxe el pasado viernes, «pensamiento (sic) en espiral».
Hasta aquí la parte más estructural de esta vieja lucha por (mantener) el poder. Hay otras expresiones más coyunturales y no menos interesantes e importantes. La consulta mete de nuevo al PNV en el debate a medio año vista de unas elecciones donde todo se resuelve en la dicotomía entre los dos grandes partidos españoles. Incluso más: la agresividad previsible de la derecha ante esta resurrección del plan operará contra los socialistas y, suponen en Sabin Etxea, ello mermará las buenas previsiones que éstos tienen en esos comicios en Euskadi. La consulta -y sus condiciones, las precisas y las imprecisas- resuelve de un plumazo el debate interno en el PNV -aunque ya veremos de qué manera y con qué bases-, y suelda otra vez las relaciones del tripartito gubernamental, erosionadas por los coqueteos con ajenos de sus socios menores en la reciente constitución de las diputaciones. La consulta vuelve a propiciar la atracción hacia el nacionalismo gubernamental de parte de las bases 'batasunas', desorientadas y debilitadas tras la suspensión de la tregua por parte de ETA y su negación del proceso de pacificación. Aunque esa expectativa, reiterada desde Lizarra, no ha traído buenos resultados al PNV al desguarnecer en paralelo su mayor flanco de votantes no expresamente nacionalistas. Por último, la fuerza mediática de la propuesta de consulta condiciona la actuación de todos los agentes, vascos y españoles, y coloca de nuevo a la minoría nacionalista en el centro del debate. Ello produce dos efectos contradictorios pero convergentes y rentables: si se descalifica radicalmente, se habla de uno y une a sus partidarios; si se templan las respuestas, se puede volver a pensar que mejor tenerlos de tu lado que enfrente. En uno y otro caso, por reacción ofuscada o por complicidad forzada, el nacionalismo piensa seguir ganando.
En definitiva, una farsa, sí, pero no como comedia sino como artificio para seguir como hasta ahora al frente del machito. Una farsa a la que contribuiríamos sobremanera si cayéramos en la vieja tentación del Apocalipsis y la agonía. A pesar de que no deje de ser preocupante tanta ocurrencia.
Antonio Rivera