Con el bicentenario del nacimiento de Verdi, este 2013, algunos caraqueños quizá habrán recordado los tiempos en que la capital venezolana creó su propio «Club de los 27», el único que existía fuera de Italia. Cada miembro de la asociación representaba uno de los títulos de la producción dramática verdiana (incluyendo, claro está, el Requiem), y tenía por obligación contribuir al conocimiento de la obra asignada y de la memoria, en general, del gran maestro. Recuerdo aquellas reuniones, en el entorno del teatro Teresa Carreño (que se había inaugurado en 1983, con la ilusión de competir con el Colón de Buenos Aires por el título de máximo templo sudamericano de la lírica y la danza). Críticos, músicos, dramaturgos, gestores culturales y melómanos, orgullosos de su investidura como «señor Aída » o «señor Forza del destino», se congregaban en el cenáculo que comenzaba siempre de la misma manera: entonando el «Va, pensiero», el coro de los esclavos hebreos de Nabucco, para honrar aquella figura de la que dijo Isaiah Berlin que fue «el símbolo vivo de todo lo que era más generoso y universal en el sentimiento nacional italiano».
Vale considerar esas palabras porque, en efecto, semejante remedo tropical de cosas tan europeas podría parecer exótico o pintoresco, por más que la inmigración italiana a Venezuela haya sido copiosa en la segunda mitad del siglo XX. Pero, en propiedad, lo que subyacía a aquella admiración por la música y el patriotismo de Verdi era el valor que aún entonces se promovía como supremo en el discurso oficial venezolano: el de construir la nación. Tal era la meta con la que el país se había presentado a la historia moderna, invocando un sitio propio en esa aspiración ilustrada de edificar una sociedad humana justa y libre. Desde luego, el éxito de la empresa resultaba muy cuestionable en la América meridional, que es la región del mundo con las mayores desigualdades. Pero la realidad del proyecto liberal en los Estados Unidos o en la Europa comunitaria —aunque lejano, también, de ser todo felicidad— nos demostraba que, entre la frustración y la utopía, seguía habiendo un camino al que podíamos dirigir nuestros pasos.
La tarea de realizar la libertad era al mismo tiempo la asunción de una inmensa responsabilidad. La independencia, después de tanta sangre y tanta desolación, debía ponerse al servicio de aquel propósito, o no habría valido para nada. El orgullo patrio hispanoamericano se levantaba sobre la efigie heroica de los libertadores, pero era inútil delegar en la espada de Bolívar —o en quien dijera blandirla— nuestro destino como sociedad. Todas las nuevas naciones, también en el Viejo Mundo, debieron incorporar el mismo compromiso. Para los venecianos invadidos por los austriacos era muy fácil exaltarse al escuchar en Attila, la novena ópera de Verdi, el dúo en el que el general romano le espeta al conquistador huno: «Tendrás tú el universo; Italia es para mí». Sin embargo, la fortaleza de la nación italiana, como la de cualquiera, había de ser muy frágil si se la cifraba en la ambiciosa tutela de un duce: «Donde el héroe más valioso es traidor y perjuro, allí está perdido el pueblo, y hasta el aire es impuro» —replica el jefe bárbaro, convencido de su triunfo.
La educación era el instrumento con el que el ciudadano podía ganar esa calificación que le permitiese ostentar los atributos de su soberanía. Pero no podía reducírsela a ser sólo un vehículo de participación en el «sistema», entendido este como una simple estructura fraguada en los talleres del diseño político. Antes bien, el criterio cívico debía echar el suelo en donde esa armazón institucional había de asentarse: y esto era un trabajo de sedimentación, consumado a través de la historia y con la contribución de las ideas, de los principios, de las experiencias, de los gustos, de todo lo que colectivamente se había vivido, razonado, valorado y atesorado. Consistía, en una palabra, en la cultura, que era el cincel empuñado por la inteligencia y la moral públicas para modelar el país con ese espíritu que, por distintos modos y con diversos genios, busca la verdad, el bien y la belleza.
También en este aspecto, la Venezuela verdiana era un síntoma de que su sociedad tenía ganas de aprender a admirar las cosas auténticamente valiosas que produce el género humano. En 1853 Caracas había asistido, por primera vez, a una ópera del genio de Bussetto, IdueFoscari, representada en un establecimiento de nombre francés en el que se servían helados. Para entonces ya contaba la ciudad caribeña con una tradición que en tiempos coloniales había sorprendido a Humboldt, cuando descubrió las composiciones del estilo de Haydn y de Pergolesi salidas de los músicos del Padre Sojo, un sacerdote de la Congregación del Oratorio que había formado una orquesta con mulatos libres y criollos sin fortuna. La iniciativa fue predecesora de la «música para la acción social» que José Antonio Abreu pondría en movimiento en la década de 1970, y que apoyaron todos los gobiernos de aquel tiempo, hasta incorporarlo a él mismo como ministro de Cultura en las presidencias del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez y del socialcristiano Caldera.
Hace veintiún años sonó por primera vez en la televisión el nombre de Hugo Chávez Frías. Por supuesto, con ecos de balacera y con rastro de sangre. Hoy la historia está escrita, y junto al féretro de aquel aventurero las cámaras nos muestran la imagen de una sociedad políticamente animista, ante la cual el sueño liberal del progreso y de la educación en Venezuela es como el gesto inútil de la mujer de Lot; como el llanto avergonzado de Boabdil. El cinismo chavista ha parasitado los éxitos de Abreu para convertir las orquestas juveniles en la fachada internacional del régimen, mientras el país se abisma en un foso de barbarie, de degradación, de delito y de ruina. Conquistada por Cuba; ocupado el poder ilegalmente por una pandilla carroñera y rapaz; acostumbrada a la grosería y la arbitrariedad como modelo político, Venezuela se ha desgajado de aquel esfuerzo de civilidad que traducía la filosofía musical de Verdi, del que dijo también Berlin que nunca intentó «compensar las imperfecciones de la vida humana, o curar sus heridas propias, o dominar las grietas internas de su sociedad mediante el uso de medios mágicos, conjurando una visión infernal o celestial como medio de escape, venganza o salvación». Esta es la mistificación de los demagogos, que agitan en su provecho el odio, el resentimiento, la división. Y el resultado es la cautividad babilónica que ahora, para los venezolanos, ha dado un trágico y nuevo sentido a las palabras del Nabucco: « O, mia patria,sì bella e perduta! ».
«Arpa de oro de los cantores del destino: ¿por qué cuelgas, muda, del sauce?», se lamentan los israelitas en el famoso coro. Cuando la destrucción y la mentira se apoderan de todo, tan sólo cabe esperar que no se callen los que aún siguen queriendo vivir rectamente. Y si la denuncia es impotente, al menos que sirva para lo que dice también la ópera: «Para que nuestro padecimiento se llene de virtud». Esta última, incluso derrotada, es en sí misma una promesa de regeneración.
Xavier Reyes-Matheus, secretario general de la Fundación Dos de mayo, Nación y Libertad.