Vacaciones en los Cárpatos

¿Tienen derecho los que están atrapados en conflictos, de duración más que incierta, a seguir con su vida de antes, cálida, familiar, sin aparentes preocupaciones? ¿De continuar con su vida sencilla de otros tiempos? ¿Pueden tener vida propia, no marcada únicamente por el miedo y el terror a que sea su último día, el de ellos y el de los seres más cercanos y queridos, los que se ven atrapados en guerras? En su libro de memorias 'Bajo una estrella cruel', la checa Heda Margolius Kovály, deportada en 1941, a los 22 años, junto a su familia, a varios campos de concentración, entre ellos Auschwitz, donde sus padres fueron asesinados, hablaría de esta vida resistente, dura, imbatible, de esa loca esperanza, para luchar contra el odio y devastación que practican los otros. Una loca esperanza y terca voluntad que nunca se pierde y, sobre todo, un instinto de vida más fuerte que el instinto de muerte, que el 'dejarse morir' o 'esperar la muerte pasivamente', como ella diría.

Así lo describiría la valerosa Heda, que sobrevivió a las dos tiranías, la nazi y la comunista implantada más tarde en su país, Checoslovaquia, donde su marido, sobreviviente de los campos, sería fusilado en las primeras purgas: «La gente me pregunta a menudo: «¿Cómo te las arreglaste? ¡Sobrevivir a los campos! ¡Escapar!». Todo el mundo supone que morir es fácil y que la lucha por la vida requiere un esfuerzo sobrehumano. Por lo general es más bien al revés. No hay nada más difícil que esperar la muerte pasivamente. Mantenerse con vida es sencillo y natural; no requiere ninguna resolución particular».

El instinto de vida siempre es más fuerte que el pánico y el amedrentamiento que imponen los tiranos. Este verano, algunas familias ucranianas separadas por la guerra, como hace poco aparecía en un emocionante reportaje de la prensa francesa, no han querido renunciar a esas pausas estivales y a ese tiempo placentero de no hace tanto pasado juntos. Han escogido irse a bellos y agradables lugares, los de otros muchos veranos, cuando el país gozaba de paz y las preocupaciones en sus vidas aún no amenazaban, con el negro rostro del terror, sus más apacibles y cándidos sueños. La frondosa y espectacular cadena de los Cárpatos, junto a la frontera rumana, los vuelve a reunir a muchos, como en la época del comunismo en Hungría, las familias separadas del Telón de Acero, en la República Democrática de Alemania o en otros países de órbita soviética, lograban verse por unos días en el famoso y muy preciado Lago Balaton.

¿Qué se demuestra con estos gestos ínfimos, de resistencia cotidiana? Como todos ellos dicen, simplemente, «que somos inquebrantables». Son lugares que evocan la paz deseada por todos. Lugares del amor y del disfrute de la amistad. No hay que decir que casi todas estas veraneantes de ahora, que mantienen simbólicamente el espíritu y firmeza de todo un pueblo masacrado, la tranquilidad y serenidad de antaño, son mujeres. Lo hacen en representación de sus hermanos, sus primos, sus novios y amigos que defienden el país en estos momentos. Una especie de 'resistencia' en la retaguardia que puede parecer incongruente, fútil, inútil para algunos. Pero ellas lo hacen para insuflarse y transmitirse una fortaleza psicológica y mental que muchas veces falla cuando miles de muertos, y sobre todo una continua devastación interior, producida por una crueldad tenaz, inútil, tantas veces buscada con ahínco para castigar cobardemente a la población civil más indefensa, no deja de llegar a sus oídos.

Si en la Europa más occidental y alejada geográficamente de la guerra nos sobrecogen las noticias diarias, renovadas y observadas al minuto, a cada hora, conforme se cometen las atrocidades, matanzas y bombardeos indiscriminados, hay que imaginar la conmoción que produce en tantas madres, novias y hermanas ese goteo lúgubre e incesante de noticias. Su resistencia es también una forma de enfrentar la civilización, el último bastión de civilización, democracia y derechos humanos elementales en ese territorio que legítimamente se defiende, frente a la barbarie y el despotismo hoy representados por los agresores.

En otras ocasiones, en este insólito y salvífico verano de la guerra, se trata de parejas que han decidido enviar, si se lo han podido permitir, a sus hijos pequeños lejos del peligro, a ciudades de Alemania sobre todo. O de padres jóvenes que llevan a sus niños a visitar el zoo del complejo hotelero de Yaremche, bellísimo paraje de enorme sosiego enclavado en la antigua Galitzia austrohúngara, hoy dentro del Parque Nacional Natural de los Cárpatos, con el objetivo de darles así un descanso a sus hijos de tanta pesadilla y traumas cotidianos. O bien se trata de hombres, entre los 18 y 60 años, a los que les está prohibido abandonar el país, pero que así se pueden reencontrar brevemente con sus familias refugiadas quién sabe en qué lugar de Europa.

Moral, humanamente, hay que plantarle cara, de la forma que sea, en cada momento de la historia, aunque sea simbólicamente, a la violencia. Así, en la última parte de su impresionante trilogía acerca de los campos de concentración, iniciada con 'Si esto es un hombre', el volumen de ensayos titulado 'Los hundidos y los salvados', Primo Levi le dedicó un estremecedor capítulo a esa crueldad fuera de toda norma humana conocida, practicada comúnmente por los totalitarismos, titulado 'La violencia inútil'. El tenaz proyecto de los nazis de liquidación no solo de todos los judíos de Europa, a través de un infame Holocausto genocida, sino de amplias partes y capas de la población de los países ocupados, aquella violencia atroz, estaba «encaminada a un fin, no era gratuita: causaba sufrimientos colectivos, desgarradores, inútiles». Los doce años hitlerianos, dirá Levi, si bien compartieron su violencia con otros espacios y épocas de la Historia, estuvieron caracterizados sobre todo por esa 'violencia inútil'. Una violencia «que fue un fin en sí misma, que estuvo dirigida exclusivamente a causar dolor; a veces con un propósito determinado, pero siempre redundante, fuera de toda proporción del propósito mismo». Probablemente, si Levi viviera, un sobreviviente del infierno que jamás dejó de dar testimonio, no se opondría a estos veranos de ahora de la paz perdida. Veranos que se enfrentan obcecada, tercamente, a la barbarie y la violencia inútil que otros pretenden implantar de forma cotidiana con el único fin de someterlos y liquidarlos sin piedad como pueblo independiente, orgulloso y soberano.

Mercedes Monmany, escritora.

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