Vacunación obligatoria

Señala el profesor Diego Gracia con su habitual acierto en un reciente editorial (Anales de la RANM) que si hay enfermedades que darían para escribir un tratado entero de ética, el Covid-19 sería un ejemplo paradigmático. Y, entre los temas que merecerían un capítulo principal en dicho tratado, estaría, sin duda alguna, el debate de la obligatoriedad de las vacunas.

Esta pandemia ha traído consigo no sólo mucha incertidumbre, desesperación y sufrimiento, sino también un buen número de problemas éticos. Quizás, demasiados para lo que somos capaces de asumir desde la reflexión serena que se exige para abordar cuestiones que afectan a los principios y valores más sustanciales, como son la vida, la integridad o la libertad.

La pandemia se inauguró con el polémico debate de la priorización del acceso a los recursos de soporte vital, continuó con el de la privacidad y la aceptabilidad del control de los individuos y sus datos de salud, siguió con el de priorización en el acceso a las vacunas, incluyendo otros como el impacto en la salud mental de los confinamientos forzados y la formación y el trabajo on-line, y ahora nos entretiene, a los interesados en la bioética y a la opinión pública en general, con el debate de la exigencia de imponer, obligatoria o forzosamente, la vacunación a aquellos que la rechazan. Esta cuestión se ha visto, además, enturbiada por la aparición de la variente Ómicron y su impacto en el contagio de personas ya vacunadas, generando un nuevo ruido negacionista sobre la necesidad y utilidad de las vacunas.

Pese a las dificultades que la situación que estamos viviendo nos presenta para tratar de alcanzar soluciones a todos estos problemas éticos, sin que queden en el olvido los derechos y libertades que conforman el mínimo infranqueable, ni los diferentes principios que para garantizarlos hemos desarrollado en estas últimas décadas (prudencia, proporcionalidad, protección frente a la vulnerabilidad, etc.), la experiencia nos ha mostrado que, al menos, nuestra bioética parece gozar de buena salud. Y ello, quizás, es debido a que aquí empezó a hablarse y a pensarse en bioética hace ya varias décadas, existiendo un cuerpo doctrinal y sistemático bien armado. Y fue, precisamente, España, es de justicia recordarlo, gracias a la labor del jesuita Francesc Abel, continuada por la de otro jesuita, el padre Javier Gafo, con la notable influencia en ellos de un centro de la Compañía, la Universidad de Georgetown, uno de los primeros estados de Europa en los que la Bioética se inauguró como área de conocimiento y en el que encontró un mayor desarrollo. Su inicial impulso continuado por el recientemente fallecido, el padre Gonzalo Herranz o el ya citado Diego Gracia, nos han permitido afrontar, no sin dificultades, pero sí con elementos suficientes para dar respuesta, los retos que nos ponía delante el momento histórico que nos ha tocado vivir.

Un ejemplo de la robustez de nuestra bioética, tan imprescindible en tiempos de desolación, es el hecho de que muchos de los debates éticos han encontrado un marco de referencia en la doctrina del propio Comité de Bioética de España, máxima expresión de la bioética institucionalizada, como máximo órgano consultivo de las autoridades en dicha materia. Y así, el Comité ya había elaborado, algunos años antes de proclamarse la pandemia, informes sobre cuestiones tan esenciales ahora como la obligatoriedad de las vacunas o la ética en la priorización de los recursos sanitarios (ambos de 2016). Tal marco de referencia no es casual ni constituye una expresión de una especial capacidad premonitoria del Comité y sus miembros, sino que es heredera de la citada robustez de nuestra Bioética patria.

Y situados ahora en el debate de la obligatoriedad de las vacunas, nuestra bioética ha vuelto a dar un ejemplo de su valía, mostrando, una vez más, serenidad frente a los vientos que parecen correr por otros estados de nuestro entorno, muy distintos del nuestro en el que el negacionismo y el populismo hacen más ruido que mal a la salud colectiva. Nuestra respuesta bioética generalizada a tales propuestas ablatorias no está siendo otra que remarcar su exigencia moral y no tanto promover un deber legal de vacunación. No es solo que las tasas de vacunación alcanzadas en España sean muy superiores a las de nuestro entorno y la ‘idiótes’ (término que, como nos recuerda el profesor Gracia, era empleado en Grecia para referirse al que pretendía ir por libre y no asumir los beneficios y costes de la vida social) sea mucho menor, sino que la Bioética ha sabido ir buscando las respuestas adecuadas y la de la vacunación como obligación moral, no legal, es un ejemplo más.

Y si al comienzo citábamos a un gran pensador, es bueno ir terminando con mención de otros dos, uno de ellos mucho más joven, Diego S. Garrocho, quien recientemente en esta misma página nos recordaba el valor que en una comunidad política tienen las humanidades y la importancia de preservarlas. Y ello, creemos, que no solo con carácter general, sino porque la pandemia nos ha mostrado que el lado más humano de la toma de decisiones en salud es el camino adecuado. La ética es muy rentable, porque, como recordara con gran magisterio Adela Cortina, las actuaciones justas, las que satisfacen las expectativas legítimas de los afectados por ellas, generan confianza, que es el principal activo de una sociedad. Y para ello, los estudios de humanidades deben tener un papel relevante en nuestros currículos formativos a todos los niveles educativos.

Con la Ética no se nace. La Ética no es, simplemente, ser buenos, sino aprender y desarrollar unas capacidades, habilidades y virtudes para el discernimiento y resolución de difíciles conflictos en los que el ser humano está en el centro de la cuestión. La Ética es, según nos dijera Sócrates, comportamiento, pero también conocimiento. Porque, en definitiva, no se trata, pues, de comprender el entorno que nos rodea, sino también de autocomprendernos.

Minusvalorar las ciencias humanas y sociales se dice que es ahora, en gran medida, expresión de juventud, por el deslumbramiento que el ingente avance de las tecnologías genera en aquélla, pero acaba siéndolo, también, de pérdida de humanidad. Ya apuntó Stanley Cavell que, al margen de los tiempos que vivimos, no hay nada más humano que el deseo de negar la propia humanidad, a lo que podríamos añadir que el deseo de negar a las propias humanidades. Respetemos las humanidades y, entre ellas, la bioética, no solo por expresión de humanidad, tan necesaria ahora, sino por lealtad al gran legado bioético que nos han dejado nuestros mayores y porque, desde una perspectiva más pragmática, ésta no será, por desgracia, la última gran crisis de salud pública que nos tocará, probablemente, afrontar en las próximas décadas y para ello tal legado se mostrará, una vez más, muy fructífero.

Federico de Montalvo Jääskeläinen es presidente del Comité de Bioética de España.

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