¿Vale la pena Ucrania?

Cuando la Alemania hitleriana ocupó Danzig –la ciudad polaca hoy conocida por Gdansk– y su corredor, allá por 1939, las democracias occidentales decidieron que no valía la pena preocuparse demasiado por el destino del enclave y de sus habitantes. Gráficamente lo reflejó aquel titular de la prensa francesa que de manera retórica, y anunciando una negativa, se preguntaba: «Mourir pour Danzig?» Eran las mismas opiniones públicas y sus correspondientes gobiernos los que mantuvieron que la ocupación de Renania por las tropas hitlerianas en 1936 tampoco valía un mal gesto, como tampoco lo valían la invasión de Checoeslovaquia con el pretexto de proteger a los Sudetes germanófonos en 1938 o el «Anschluss» que acabó con la independencia de Austria, también en 1938. En el mismo año Francia y el Reino Unido firmaron en Múnich el tratado que lleva el nombre de la capital bávara y que, convertido para siempre en símbolo de la genuflexión ante los dictadores, consagraba las ganancias territoriales nazis con la esperanza de evitar con ello la guerra. Chamberlain, el primer ministro británico, pasaría a la historia de los trágicos despropósitos cuando calificó el acuerdo como «la paz de nuestro tiempo». El 1 de septiembre de 1939 las tropas de la Alemania nazi, amparadas en ese momento por la alianza con la Unión Soviética firmada en el pacto Molotov-Ribentrop, invadían Polonia. Tardíamente los gobiernos occidentales comprobaron que los impulsos totalitarios de Berlín, tan largamente consentidos, no tenían más respuesta que la bélica, si se quería mantener la vida y la libertad de los millones de ciudadanos que habían decidido hacer de la democracia y del Estado de Derecho su norma de vida.

Es tentador sacar a relucir los precedentes históricos, aunque solo sea para recordar el viejo adagio clásico de que «aquellos que no conocen la historia están condenados a repetirla», sin propósitos denigratorios, pero sí con una inmediata y urgente obligación descriptiva: lo que la Rusia de Putin está intentando hacer con Ucrania no tiene cabida legal, internacional o política en la organización del mundo heredada del final de la Guerra Fría, a principios de los años noventa del siglo XX. Y a aquellos que prefieren cargar las tintas y buscar el dramatismo en la comparación, no les privaremos de mantener que el comportamiento de Putin tiene mucho parecido con el de Hitler y el de la Federación Rusa grandes concomitancias con las políticas agresivas que caracterizaron al Reich alemán. La alarma universal que el aventurismo ruso está practicando en Ucrania tiene mucho que ver con esa memoria europea y mundial.

No es novicio Putin en las prácticas que ahora rudamente conduce en Ucrania. Dos territorios de la República de Georgia, Abjasia y Osetia del Sur, están bajo control ruso. Lo mismo ocurre con el territorio de Transnistria, en el este de la república de Moldova, también convertido por la fuerza en un territorio bajo control de Moscú. Los intentos para recuperar influencia y eventualmente presencia en las repúblicas independientes que en su momento formaron parte de la Unión Soviética, tanto en el Báltico como en Asia Central, son constantes y revisten perfiles cada vez más agresivos. Putin, que lamentó la desaparición de la URSS como una de las peores catástrofes geoestratégicas del mundo moderno, nunca ha ocultado su deseo de recomponer, por la fuerza si necesario fuera, los perfiles del desaparecido imperio estalinista. Y para ello, también a imagen y semejanza de la bota nazi, concibe el mundo como un agregado de piezas en donde, por mandato casi supranatural, se desarrollan los intereses de la Gran Rusia. El parecer de los habitantes de esos territorios no tiene, a tales efectos, ninguna trascendencia: Ucrania es parte de la zona rusa de influencia, digan lo que digan los ucranianos. De nuevo, y para escándalo de pazguatos, cabe evocar la doctrina del «lebensraum» hitleriano, el espacio reclamado por la Germania eterna para cumplir los mandatos seculares de un Wotan vengador y metahistórico. Seguro que Putin sabe de qué estamos hablando: su carrera como agente del KGB se desarrolló en buena parte en Alemania.

Es posible que el crecido Putin, como antes el crecido Hitler, no haya calculado exactamente el alcance de sus aventuras, acostumbrado como estaba a navegar por el mundo como el nuevo héroe de la «real politik» internacional. ¿Acaso no había recibido de Obama un «reset button» para recomponer las torcidas relaciones, y aparecido en el tema de Siria como el salvador, y ofrecido sus envenenados servicios para convencer a los iraníes de que detuvieran su programa nuclear? ¿Y acaso no es Rusia la que tiene unas privilegiadas relaciones con Alemania, a la que encandila con abundante energía y no menos abundantes consejos de administración? Y es seguro, lo estamos viendo diariamente, que las democracias occidentales se debaten agónicamente entre la gravedad de la agresión y la complejidad de las respuestas en donde naturalmente vuelve a planear el espíritu de Múnich: ante todo, evitar la guerra.

Pero no faltan opciones practicables que desde lo militar hasta lo económico, pasando por la político y diplomático, lleven a la convicción del autócrata ruso el panorama de sus desatinos: una Rusia aislada, convertida en miembro imprevisible e indeseable de una comunidad internacional que ha hecho progresivamente del respeto a los principios del Derecho Internacional la base fundamental de las relaciones globales. ¿Por qué no comenzar, por ejemplo, con la congelación de cuentas corrientes depositadas en los países occidentales por los miembros de la oligarquía corrupta que hoy conforman el putinato? ¿Por qué no continuar con la retirada de los visados para viajar por el Occidente a esos tales y a sus familiares y próximos? La lista es larga y factible y solo necesita de una actitud: la de firmeza para encarar lo que sin duda alguna es uno de los más graves retos de las últimas décadas a la paz y a las seguridades internacionales. Y los que tengan alguna duda que lean con detenimiento la Carta de las Naciones Unidas (1945) y el Acta Final de la Conferencia de Helsinki (1975).

En el fondo Putin querría volver a Yalta, ese acomodaticio sistema de reparto de zonas de influencia realizado por encima y a costa de la esclavitud de millones de seres humanos. La conciencia universal no puede admitir esa locura. La libertad y la integridad de Ucrania son hoy el símbolo y el reto de nuestro propio futuro. Mantenerlas ahora es la mejor garantía para no tener nunca que morir por ellas.

Javier Rupérez, miembro correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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