Vallecas, piedras y votos: la violencia sale rentable

Vallecas, piedras y votos: la violencia sale rentable
Agresiones a la policía en Vallecas.

No lo duden nunca: la violencia, al igual que el fraude fiscal, existe porque es rentable. Es algo tan obvio que los romanos, cuando querían resolver la autoría de un crimen, comenzaban haciéndose una pregunta sumamente sencilla. ¿A quién beneficia? ¿Quién podría estar interesado en que algo así haya acontecido?

Tan astutos eran que todavía hoy cualquier instrucción judicial se orienta a partir de ese mismo principio. Cui prodest, cui bono.

Basta el testimonio de cualquiera de los muchos tiranos que en la historia han sido para confirmar que la administración del terror y la fuerza es un instrumento sumamente eficaz para dominar voluntades. En las Termópilas, en Hernani o en el patio del colegio, la posibilidad de exterminar al enemigo es siempre un seductor incentivo. Precisamente, por su extremada ejecutividad.

Hace dos días, Vallecas fue testigo de un acontecimiento algo insólito en Madrid, aunque tristemente habitual en otras partes de nuestro territorio. Vox, un partido político que representa legítimamente la voluntad de miles de personas también en ese barrio, organizó un acto para exponer las consignas de una ideología que, por lo demás, encuentro esencialmente disparatada e incompatible con muchos de mis valores.

Pero eso poco importa, naturalmente.

Lo mollar del suceso lo conocen. Una colección de energúmenos, invocando incluso el espíritu de Paracuellos, agredió a las personas allí congregadas bajo la coartada emocional del antifascismo.

En un país en el que el adjetivo fascista se ha predicado de Joan Manuel Serrat o hasta de Pepe Sacristán, a la palabra parece haberle pasado lo que decía Nietzsche que le ocurría a las monedas: que a fuerza de usarlas se les ha borrado la efigie hasta hacerse irreconocibles.

El mismo pretexto antifa ha servido para lanzar un mini con orín a los diputados de Ciudadanos en el Orgullo o para amenazar a los jueces de Euskadi.

Si el populismo de izquierdas buscaba un significante vacío aquí tienen un extraordinario candidato. Aunque, cuidado, porque el insulto puede acabar siendo un inconsciente agregador de mayorías.

Cervantes, listo como pocos, nos enseñó que no hay nada que le guste más a un español que una batalla imaginaria. Y un miércoles de abril en Madrid, en estos días de pandemia, cualquier ciudadano tiene dos opciones. Consumirse en el letargo mediocre de su existencia o agarrar la lanza y el yelmo para sumarse a una algarada heroica. Entre aburrirse en casa viendo la tele o alinearse en un rapto delirante con Hemingway, Miguel Hernández o Bergamín, algunos cobardes torerillos de salón optaron por lo segundo.

Sobre la contradicción explícita que supone defender la democracia a pedradas no hará falta decir mucho. De hecho, no todo fue malo durante esa jornada, ya que entre las muchas y sofisticadas estrategias de legitimación de la violencia, por una vez, y es muy de agradecer, el absurdo pictoline de Popper no llegó a ser trending topic.

Algo hemos progresado si nos hemos ahorrado la matraca desviada de que no hay que tolerar al intolerante.

No soy tan ingenuo como para apelar a la bondad de nuestros políticos en nombre de la no violencia. En un contexto en el que se amenazan sin rubor la presunción de inocencia, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de prensa o la separación de poderes, se me haría un tanto patético imponerme el disfraz de telepredicador para anunciar el poder de la virtud y del abrazo.

A quienes han intentado blanquear una agresión injustificable no les pediré que se hagan demócratas de repente. Ni tan siquiera que ejerciten su lucidez hasta ganar una decencia que les es del todo ajena.

Pero lo que sí les ruego, como poco, es que su estrategia les eleve allí donde no alcanza su ética. Aunque no les guíe su brújula moral, que les asista, al menos, la calculadora de votos.

Hace unos días atacaron la sede de Podemos en Cartagena y estoy seguro de que algún responsable político celebraría tal barbarie. Pero tuvo al menos la inteligencia de saber callarlo. Alguien debería grabar en piedra, si no lo han hecho ya, esta máxima política: quien no pueda ser virtuoso, que al menos disimule.

Cualquiera que conozca al electorado madrileño sabrá prever su reacción ante unas imágenes en las que unos cérvidos valentones (siempre hombres) dicen defender la democracia a golpe de pedrada.

No puede costar tanto. Si personajes tan siniestros como Arnaldo Otegi supieron renunciar a la violencia, no por convicción sino por estrategia, creo que todos los que hoy jalean a la turba antifa deberían aprender la lección.

A fin de cuentas, es más que probable que la violencia rente. Pero nunca en campaña.

En el fondo, mi lamento es tan nostálgico como inane. Sólo busco retomar las viejas costumbres. Me bastaría con que los políticos volvieran a engañarme en campaña para hacerme creer que son mejores de lo que realmente son.

Y si pierden el honor y la reputación que sea, al menos, por un puñado de votos.

Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

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