Valls o el nuevo Esquilache

Rememoraba este periódico recientemente el Motín de Esquilache. Siguiendo el libro que sobre Carlos III escribió el magnífico Roberto Fernández, se recordaba que el levantamiento popular no se produjo por los afanes modernizadores del siciliano Leopoldo de Gregorio. El marqués, que no era más que un funcionario encumbrado a la nobleza por su buen quehacer con las cuentas y su lealtad al Rey Borbón en Nápoles (lo que en realidad es envidiable para cualquier funcionario), no supo gestionar igual de bien las cuentas españolas.

Desgraciadamente para él, no había leído la teoría monetaria que a finales del siglo XVI habían descrito Martín de Azpilicueta y otros distinguidos miembros de la Escuela de Salamanca y no supo, o no pudo, controlar el alza de los precios que, como Llopís y sus colaboradores han calculado, subieron de forma significativa en la época en Madrid y otras ciudades castellanas. Sus medidas económicas desarrollistas chocan con un sistema de propiedad basado en instituciones medievales como el señorío y con un ineficiente sistema de distribución. Las presiones inflacionistas generan, como está pasando ahora mismo en Venezuela, un fuerte malestar social, ya que afectan fundamentalmente a las rentas más bajas.

Valls o el nuevo EsquilacheComo siempre, la población busca un culpable y las masas, hábilmente guiadas, encontraron en los extranjeros al servicio de la corona a los responsables de la situación. Si a ello se agregan las medidas impopulares sobre aspectos tan intrínsecamente castizos como el cambio de las vestimentas, ámbito que caía directamente bajo el control del bueno de Leopoldo, tenemos lo que en terminología actual llamaríamos la tormenta perfecta.

La pregunta que doscientos cincuenta años después nos seguimos haciendo es quién o quiénes guiaron a las masas. Los señalados han sido siempre los nobles castellanos y aragoneses (no podemos olvidar que eso incluía a los catalanes) y la mayor parte del clero, especialmente los jesuitas. Es cierto que todos ellos veían cómo los tecnócratas italianos amenazaban sus privilegios y, lo que es peor, sus carteras. Si a esto se une un largo periodo de malas cosechas, fue fácil poner en entredicho la validez de las medidas recaudatorias tomadas que, aunque bien intencionadas, carecían de un análisis profundo de la estructura de la propiedad y de las instituciones económicas y administrativas españolas.

Repasando la mayor parte de los libros de historia de España publicados en estos últimos años, por ejemplo el de Fernández Alvar de mi hijo pequeño, Fusi o Pérez Reverte, en todos ellos aparece el motín como una revolución contra la modernidad. Se ve como una reacción de las fuerzas establecidas contra medidas de apertura. A esta versión, el profesor Olaechea añade cartas de embajadores europeos en la corte de Carlos III remitidas a sus capitales que coinciden en señalar cómo el gobierno no era consciente o ignoraba las dificultades de subsistencia a las que se enfrentaba la población, incluyendo acusaciones directas de pillaje y gasto desaforado en medidas no productivas de sus validos.

Los resultados en cualquier caso son de todos bien conocidos; el retorno del Marqués de Esquilache a Nápoles, del que nunca se repondría totalmente, y la postrera venganza de Carlos III con la expulsión de los Jesuitas un año después. Por otro lado, el partido aragonesista, encabezado por el Conde de Aranda, fue uno de los grandes beneficiados de los cambios gracias a su nueva posición como hombre fuerte del gobierno resultante.

En España siempre se ha visto con cierto glamur, a la vez que con gran desconfianza, la llegada de extranjeros a la política. Lo mismo pasó con Esquilache. Esta resistencia al cambio quizá esté inserta en el ADN nacional por la experiencia de los cambios dinásticos que se han producido a lo largo de los siglos en los reinos que históricamente conforman España. En cualquier caso, a este cúmulo de sinrazones modestamente creo que podemos añadir una más: el caso de Manuel Valls.

Nadie duda de sus credenciales políticas. Socialdemócrata francés con una amplia experiencia de gestión tanto local como a nivel nacional, nacido en Barcelona, y que siempre mostró un interés por la situación política en España en general y en Cataluña en particular. Tras perder las primarias en el PSF con Hamon y no encontrar hueco en la corte del nuevo Rey Sol, Emmanuel Macron, reacio a compartir su brillo, mira para Cataluña. Allí encontró el apoyo de una hueste de deseosos de verse alcanzados por el calor de algún rayo del nuevo Luis XIV, aunque fuese a través de un intermediario improbable, que le apoyan para proponerse a la alcaldía de la Ciudad Condal. En fin, un nuevo Juan II de Lorena.

Pero tras las elecciones se ha visto lo que muchos nos temíamos. Como ya demostró en Francia, y fue la razón por la que Macron le excluyó de su círculo cercano, los intereses particulares no se han conjugado bien con los generales. Las propuestas que ya no tuvieron mucho éxito en el devenir del Partido Socialista Francés, el personalismo, el querer acercarse a un PSOE en alza y el preocuparse más por un futuro que no se puede permitir un traspié, le ha hecho tomar decisiones que sólo le aprovechan a él. Como principio, la superioridad moral de aquellos que encuentran funesto el apoyo de la derecha populista, mientras que no pueden dejar de sonreír ante las bravuconadas anticonstitucionales de los mismos populistas, pero por la izquierda. El resultado son lazos amarillos en las terrazas, la expropiación del uso de la propiedad por el «interés general», etcétera.

De nuevo tenemos un Esquilache dispuesto a decirnos qué tenemos que hacer, con superioridad moral, pero que en el fondo sólo busca su beneficio. Dos siglos y medio, la historia, como siempre, se repite.

Jorge Sainz, profesor de Economía de la Universidad Rey Juan Carlos.

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