Valor de Rey

La ofensiva del separatismo catalán se ha impulsado gracias a la fuerza de dos elementos simbólicos, de extrema capacidad para desarrollar la energía emocional que precisan las fases históricas de ruptura. Para compensar el miedo al cambio y vencer los sólidos recursos de la inercia, hay que proporcionar a las masas la fuerza de una creencia. Y en los momentos de crisis de legitimidad como los que vivimos, en el sofocante escenario de desertización moral en el que caminamos, incluso un espejismo irresponsable puede disponer de perfil más atractivo que la compleja y dura realidad que se alza en nuestro entorno.

El primero de estos mitos tranquilizadores es la patria entendida en su forma romántica y elemental. «Viva la tierra», proclaman al final de sus mítines los de la CUP. Lo sorprendente no es que un puñado de ignorantes nos devuelva, con un siglo de retraso, lo que ha significado en la historia ese apego instintivo al determinismo de una ley de la gravedad nacionalista. Lo triste no es que unos cuantos extremistas, de palabra embadurnada con dos de los grandes errores de la humanidad, el nacionalismo y el comunismo, se entreguen a ese sombrío entretenimiento para consolar el desconcierto de una juventud desdichada. Lo abrumador es que una parte significativa de los catalanes se haya dejado expropiar las vinculaciones culturales de una sociedad democrática, para creerse a salvo en el arraigo primitivo de un paisaje inconsciente. Lo preocupante es que dos millones de personas que, hasta ahora, habían asumido la modernidad del impulso cosmopolita de la Cataluña liderada por Barcelona durante doscientos años, hayan aceptado ahora el sermón de quienes rechazan el aprendizaje cívico sobre el que se construyen las naciones modernas. Las naciones que no son brotes espontáneos del paisaje ni espasmos folclóricos con los que se rinde servidumbre a la tierra dominante; las naciones que son comunidades políticas construidas en la historia, afirmadas en la libertad de sus ciudadanos, sostenidas en un permanente proceso de perfeccionamiento de sus derechos y deberes.

El segundo mito es el de la República. Como para salir al paso de la polvorienta guardarropía del nacionalismo rústico, el separatismo habla a todas horas de «hacer República», incluso –sálvese la consigna aunque perezca la elegancia del lenguaje– de «implementar la República». Cabe imaginar lo que pensarían nuestros republicanos históricos de esa forma de poner un nombre digno de causas bien distintas a lo que está haciendo el secesionismo catalán. Al incumplimiento de las normas que dan poder legítimo a la propia Generalitat, a la destrucción de un consenso encabezado por los mismos nacionalistas desde la recuperación de la democracia, al uso y abuso de medios de comunicación que deberían estar al servicio de todos, a la sembradura de una idea ficticia de España y a la quiebra de los mecanismos de convivencia de estos últimos cuarenta años, se los quiere llamar nada menos que república. A la exaltación del desgobierno, al jolgorio de la desobediencia, al desprecio de lo que piensa la mayoría de los propios catalanes, se los quiere identificar con una cultura republicana. A la pérdida de seguridad jurídica, a la liquidación de buena parte de la prosperidad difícilmente reconstruida tras la crisis, a la incertidumbre injusta, se los pretende dotar de la solemne resonancia de la palabra república.

Al paso de esta injuria deberían salir, de entrada, los que se sientan más cercanos a la experiencia de quienes con ese ideal cruzaron los senderos de la historia de España, y que tan difícilmente se verán reconocidos en lo que está ocurriendo en Cataluña. Pero no desdeñemos la fuerza de esta consigna. Porque han sido las leyes del mercado verbal las que han aconsejado a los secesionistas hablar de independencia y a los nacionalistas a hablar de república. Y no les ha ido mal, por incomparecencia constante de quienes solo han ofrecido Estado, pero no Nación, para responder a ese desafío. De quienes han sido paralizados por su propio vacío ideológico, y se han mostrado incapaces de vencer una fantasía con la envergadura de una idea. Así, los separatistas han podido hablar de república e identificarla con la nación verdadera, la soberanía popular, la democracia viva, la comunidad movilizada. Ha tenido que ser la gente de a pie, la honradez insobornable de los españoles al raso, la que ha tenido que salir a la calle a denunciar esta farsa, a proclamar su madurez cívica sin fanatismo, su apego a la dignificante militancia en una patria de ciudadanos libres.

Pero hay algo que habrá de afirmarse con especial rotundidad en estos tiempos de confusión. La república es proclamada en Cataluña para romper con el Estado y con la Nación española. Y, sin que ello nos sorprenda, concretando la propaganda en ataques furibundos a la figura del Rey Felipe. Los insultos, los desaires se lanzan desde estos falsos republicanos como si nuestro Monarca, su persona, y lo que simboliza fueran la perfecta inversión de todo lo que ellos pretenden representar. Basta ya de criterios instrumentales y de apuntes de oportunidad táctica a la hora de considerar la cuestión de la monarquía en España. Basta ya de cínico distanciamiento y de abúlica neutralidad. La Monarquía es la forma de gobierno de la España constitucional. Pero ¿habremos de recordar que el Rey es algo más? ¿Habremos de subrayar que debe serlo especialmente ahora, cuando solo parece ser útil para quemarlo en escenarios desfavorables y coyunturas ni siquiera gestionadas por él?

Hablemos de la institución. Pero hablemos también de la forma en que esta se concreta ahora en la persona de Felipe VI. Consideremos la fuerza de un símbolo como este en una nación tan carente del ímpetu indispensable que suponen los signos de reconocimiento colectivo. Consideremos la fortuna de tener un Rey que se hizo hombre mientras maduraba la democracia. Un Rey que ha vivido, en esa edad crucial que va de los treinta a los cincuenta, algunas de las más terribles experiencias de España: las que deberían haber servido, como el terrorismo, el desafío separatista y la crisis económica, para unir y crear conciencia. Pero que han sido utilizadas para dividir, deslegitimar y desorientar. Un Rey educado para indignarse ante la injusticia y promover los derechos de todos. No ser elegido en una votación popular no es un signo de flaqueza institucional, sino de fuerza representativa. No ser votado por nadie es ocupar una institución suprema en nombre de todos. Porque el Rey no pertenece a un partido, a una región, a una clase o a un grupo de presión cualquiera. No solo es factor visible de continuidad y permanencia de la Nación; es, en estos momentos de fractura, quien puede encarnar su unidad de fondo. Es el hombre que se identifica con un tiempo difícil, para ejercer su responsabilidad desde un lugar al que no ha llegado casual y apresuradamente, sino como producto de una herencia y fruto de un aprendizaje en la representación de todos los españoles. Oscar Wilde dijo que es propio de los cínicos conocer el precio de todo y no dar valor a nada. Para una serie de aduladores sin principios, este es el precio de un jefe del Estado. Para esa inmensa mayoría de buenos patriotas españoles, este es el valor que posee el Rey.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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