La crisis se ha adueñado de todo. Crisis de valores, crisis constitucional, crisis política, crisis institucional, crisis económica… Y me detengo en la enunciación para no ser excesivamente prolijo ni indefectiblemente pesimista. No hay ámbito que no haya sido afectado antes o después por la malhadada realidad que ocupa, preocupa, atenaza y solivianta a los ciudadanos de una España constitucional que afronta su más profunda crisis desde la Transición política. Entonces, el objetivo, bien diagnosticado por la clase política, y certeramente respaldado por la ciudadanía, era cerrar las heridas de una cruenta Guerra Civil, perdonar las recíprocas barbaries cometidas y construir una esperanzada España entre todos y para todos. Ese fue el sentido de la Transición política, con su plasmación jurídica en la Constitución de 1978. Los españoles hacíamos posibles las palabras de reconciliación de un desengañado Manuel Azaña desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona un 18 de julio de 1938: «Paz, piedad y perdón». El éxito está a la vista: hemos vivido los mejores años de la moderna historia de España.
Hoy la situación no es, ¡ni muchísimo menos!, la misma. Ni estamos inmersos en una trágica contienda nacional ni impelidos en la obligación política y moral de desmontar un régimen autoritario en favor de un sistema de democracia constitucional. Y además hemos alcanzado un destacado grado de bienestar social y económico. Pero nos hallamos en el momento más complicado de estos años de régimen constitucional. La situación es, expresémoslo sin componendas, muy grave. Y, como todas las crisis, especialmente las de tal amplitud e intensidad, requiere para su superación de al menos tres cosas. La primera, su reconocimiento; una asunción honesta y decente. Sin paliativos ni tapujos. No se puede mirar para otra parte. No es el tiempo de pensar en espurios réditos electorales. No es hora de hacer corresponsables a quienes nos han precedido en el ejercicio de las funciones de gobierno. La segunda, un correcto análisis de la situación. Sin falsarios ni acomodaticios intereses de bandería o facción. Y la tercera, un tratamiento decidido y riguroso. Una acción que requerirá de medidas de ajuste difíciles, de esfuerzos serios y de renuncias significativas. Sin ocultaciones ni maquillajes de los números. Las crisis son consustanciales al hombre; pero, hecha esta afirmación, de estas hay que saber salir, y además hacerlo de manera reforzada, con los menores costes y en el menor tiempo posible. Lo decía el sociólogo francés Alain Touraine en «La Société invisible»: «El cambio del mundo no es solo creación, progreso, es en primer lugar y siempre descomposición, crisis… La sociedad que se produce a sí misma es a la vez dios y diablo». En este contexto, me atrevo a señalar, desde la irrenunciable vocación de seguir adelante, las siguientes medidas.
Primera: en el ámbito de los valores. Los españoles hemos de recuperar los valores que permiten disfrutar de un mejor presente y augurar un esperanzador futuro. Entre los de perfil individual, el reencuentro con el trabajo y el sacrificio. Y en los de perfil más social, el compromiso ciudadano y el interés por el estado de su Res pública. Como decía el filósofo, un hombre que piensa sólo en política es un idiota, pero uno que se desinteresa completamente de ella es un inmoral. No son asumibles la retracción de la sociedad civil y el tactismo de los intelectuales. No es soportable la existencia de una sociedad débil, desvertebrada e inane. Ni tampoco una «intelligentsia» retraída, acomodaticia y acobardada. ¿Para cuándo el compromiso de los ciudadanos? ¿Para cuándo la denuncia de sus intelectuales? No se puede, no podemos esperar más.
Segunda: en el ámbito constitucional. La Constitución de 1978 ha resultado ser la mejor de nuestras constituciones. Fruto de un gran acuerdo nacional, ha consolidado un régimen constitucional, ha forjado un sistema democrático de alternancia en el poder, ha consagrado los derechos y libertades fundamentales y ha logrado dar razonable respuesta a las irresueltas quiebras de un constitucionalismo histórico azarado: forma de Estado, descentralización, libertad religiosa y derecho/libertad a la educación. Pero lo que no se ha conseguido aún es despertar un sentimiento constitucional de afecto y, ¿por qué no?, hasta de cariño hacia la Carta Magna de 1978. Por el contrario, asistimos a una desazonadora ausencia de lealtad a la Constitución y a las leyes. Y sin respeto a la Constitución y a las leyes no es posible hilvanar la convivencia ni conformar un Estado moderno. «La voluntad de una Nación —expresaba Camille Desmoulins en «La France libre»— es la ley. Solo a ella le corresponde decir: porque queremos». No se puede violentar la Constitución al hilo de fraudulentas mutaciones estatutarias, que pretenden atribuirse en los Estatutos de Autonomía una semejante naturaleza y una relación de paridad con nuestra «Ley de leyes». Y menos aún, como se está haciendo, decidir en ellos cuál es la única interpretación constitucional posible, mientras se asumen cualesquiera competencias con tal de cercenar toda intervención del Estado de la Nación. Lo mismo sucede, con cierta frecuencia, cuando las leyes no gustan a unos o a otros. Entonces se ningunean sus preceptos, se justifica su inaplicación o se esquivan sus mandatos.
Paralelamente, hemos de cerrar el Estado de las Autonomías. Un modelo que no puede soportar indefinidamente la tensión de unos prevalentes y hasta excluyentes elementos centrífugos y diferenciadores, mientras se proscriben paulatina y acomplejadamente los elementos comunes y centrípetos. Y, ¿por qué no?, la avocación por el Estado —¡ya conozco sus enormes dificultades!— de ciertas materias que no debieron transferirse —como la educación, la justicia o la política internacional—. Al menos, una actuación conjunta entre el Estado y las comunidades autónomas, donde aquel disfrute, si no de una posición de exclusividad, sí de prevalencia en tales casos. Y algo más. La realidad ha demostrado que no estamos ya solo ante un problema de cohesión e integración nacional, sino ante una hipertrofia administrativa que no se puede, sin más, sufragar: proliferación de consejos consultivos, defensores del pueblo, cámaras de cuentas, agencias de protección de datos, tribunales de defensa de la competencia, etc. Se impone, en suma, una redefinición del Estado de las Autonomías.
Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos.