Valores relativos

La exhibición de los precios puede considerarse como un índice de civilización. Hay países en los que se exige que su presentación vaya siempre acompañada de la cantidad adicional destinada al impuesto; en otros se oculta la imposición indirecta, como si se diera por supuesto que solo pagará impuestos quien no sepa que lo hace. Rimando con ello proliferará la venta sin factura, salvo que alguien la necesite tanto como para estar dispuesto a pagar el IVA. Un escalón más bajo lo ocupará el precio sometido a solicitud de rebaja o, no digamos nada, el fijado tras un laborioso regateo fiel trasunto del juego de las siete y media. En estas versiones siempre será el mismo el que engañe a otro y nunca será fácil saber a qué atenerse. Al final todo acabará costando lo que el incauto de turno esté dispuesto a soportar.

No muy distinta es la situación en el ámbito de los valores, sin que me refiera ahora a los que cotizan en Bolsa. Se afirma con no poca frecuencia que sufrimos una crisis de valores, que sería incluso la causante de la catástrofe económica; todo ello como resultado de una auténtica dictadura del relativismo. Mi escepticismo al respecto es difícilmente superable.

Parece obvio que todo un mundo de valores tradicionalmente imperantes se va desmoronando con estrépito. Hablar de valores objetivos o, si alguien se atreve, absolutos es condenarse a un drástico anatema. Es tal desplome lo que tiende a achacarse al relativismo; pero este, tomado en serio, equivale a suscribir que nada es verdad ni mentira, bueno ni malo. ¿Conoce el amable lector a alguien que afirme que nada de lo que dice es verdad, ni nada de lo que hace es bueno? Mala suerte debo de tener, porque, a estas alturas, no me he tropezado aún con ningún relativista. Una cosa es que te oculten o discutan el precio, y otra, bien distinta, que te regalen la mercancía. A la hora de la verdad, el presunto relativista se limita a negar verdad y bondad a lo que proponga cualquier otro; pero jamás admitirá que lo suyo no sea verdadero o bueno. Cómo, si no, podría defenderlo… Si lo del relativismo prospera será porque, como en todo timo que se precie, quien lo sufre va de listo por la vida.

Ese relativismo bizco, que no se apoya en otra dictadura que la del candor de sus víctimas, es el que alimenta algo que, no contento de presentarse como objetivo, acaba operando como absoluto: lo políticamente correcto.

El presunto relativismo nos instalaría en el reino de la libertad. Si nada es bueno ni malo se podrá optar por cualquier cosa; si nada es más verdadero que falso cada cual podrá sostener lo que le peta. Por otra parte, qué mayor libertad que la ausencia de poder... Todo poder público se asentaría sobre la más estricta neutralidad, utilizando como cimiento rocoso los cascotes de los viejos valores absolutos.

A la joven ministra Ana Mato no le han dado ni cien días de respiro para recordarle que lo políticamente correcto no se decide en las urnas. Para eso hay colectivos que se autoencargan de discriminar dogmáticamente qué términos reúnen o dejan de reunir tan preciada homologación. Por mucha mayoría absoluta que se consiga, lo primero es ser bien hablado. Cómo se le ocurre a la ministra ignorar, a estas alturas, que «familiar» se ha convertido tiempo ha en palabrota que huele a franquismo y curas. Si no pasa por el aro del género, le montarán un número; todo un caso… Viva el relativismo.

En aras de lo correcto habrá que reinventar la urbanidad; nada de palabras malsonantes. ¿Qué es eso de hablar de «aborto»?, con sospechosa a de asesinato, cuando es bien sabido que es una minucia, un mero desecho de todo un derecho: la salud reproductiva, con s de sálvese quien pueda.

A unos legendarios grandes almacenes les han reprochado —en nombre de la neutralidad, por supuesto— que se comporten como si el índice de libros prohibidos hubiera desaparecido; deberían tener constancia de que en realidad solo se les han cambiado las tapas. Los colectivos en cuestión no parecen muy leídos, porque la traducción al español del libro vetado lleva en el mercado más de siete años; pero algo habrá que hacer para catequizar correctamente al personal.

El denostado relativismo no es sino la sustitución de unos valores objetivos por otros, defendidos con el dogmatismo que merece lo absoluto; asunto distinto es que no se dé argumentalmente la cara, disfrazándolos de neutralidad, buen rollo y algún que otro toque litúrgico. A ver quién es el guapo que argumenta contra lo no argumentado. Me asombró la gallardía de Luis Prieto Sanchís, poco sospechoso de franquismo y clerecía; en ocasión para mí digna de recuerdo, afirmó sin cortarse un pelo que esa ética pública de que hablan los heraldos de la Educación para la Ciudadanía no es menos privada que la suya. El inefable Luis XIV de «L’Etat c’est moi» se ha visto sustituido por otros, no menos orondos, que con aire de frustrados preceptores de príncipes afirman: «La Ciudadanía soy yo» y se quedan tan anchos. Mucho presumir de laicismo para acabar pretendiendo imponer otra religión; presuntamente civil, solo por ser la suya.

Reducir todo a la aviesa tarea de algún que otro lobbycon apoyo en medios de comunicación sería demasiado simplista. La imposibilidad de ir por la vida prescindiendo de lo verdadero y lo bueno no deja de afectar también a los poco dados a la comedura de coco. El vacío valorativo acabará llenándose por defecto, por recurrir a la jerga informática.

El principal sucedáneo de los valores que venían sustentando nuestra sociedad no son ni por asomo los antojos de los políticamente correctos. Demasiado poco para sustituir a la libertad, la igualdad y la fraternidad, por no remontarnos más lejos. Una libertad que, ajena a la verdad y al bien, degenera en arbitrariedad. Una igualdad incapaz de detectar cuándo comienza realmente la discriminación; porque para eso, según nuestro Tribunal Constitucional, hay que contar con un fundamento objetivo y razonable, impensable sin verdad y bien. Una fraternidad de la que, si se huye de lo religioso, podemos acabar huérfanos de noticia. El auténtico sustitutivo es una ética objetiva, privada y pública, con bastantes siglos a las espaldas, que no necesita de argumentos porque se refugia en el cálculo: el utilitarismo.

Se ha puesto de moda, y no sin razón, sugerir que la crisis económica puede acabar trayendo consigo algunos bienes: poner fin al despilfarro de un aeropuerto en cada manzana, o a reivindicaciones autonómicas hasta ahora irrenunciables desde lo políticamente correcto. Quién nos iba a decir que llegaría a plantearse, desde la periferia, la resistencia a asumir competencias; o que se amagara incluso con su devolución. De ahí a ignorar que la crisis puede acabar suponiendo, también en el plano de los valores, un alto coste va un buen trecho.

La mayoría absoluta que ha salido de las urnas resulta bastante elocuente. Achacarla sin más a la crisis económica sería por parte de los socialistas, si se lo tomaran en serio, un craso error. Ningún ciudadano ignora que la crisis va para largo y a nadie se le va a ocurrir exigir al nuevo Gobierno que la solvente en un plis-plas. Se dan por hechos duros ajustes y todo parece indicar que la ciudadanía está dispuesta a asumirlos, si la seriedad de los nuevos gobernantes deja espacio abierto a la esperanza. Lo que situó al Gobierno anterior en caída libre no fue la crisis, sino que su absurda negación se viera acompañada de una frivolidad en los objetivos básicos de política interior y exterior que no podía sino acabar con la afición. Cuando la bolsa suena, el utilitarismo convierte los valores éticos en poesía y anima a mirar hacia otro lado; cuando deja de sonar, los desvaríos no encuentran fácil perdón.

El problema ahora es que el economicismo utilitarista pueda convertirse en nueva religión civil, insensible incluso a la necesidad de desmontar los ridículos ídolos de la etapa anterior. Por supuesto que lo primero es lo primero; pero habría que pararse a pensar si un mero utilitarismo estaría en condiciones de identificarlo. Lo que está por resolver es qué no es lo primero…

Por Andrés Ollero Tassara, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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