Vanguardia contra consensos

Cuando Lenin ideó la organización perfecta para abrir el camino a la revolución pensaba en una vanguardia que se mantuviese un paso por delante del conjunto del proletariado. Pero nunca más de un paso. Si se alejaba demasiado, corría el riesgo de convertirse en una suerte de secta incapaz de identificar los deseos de las masas fuera de su burbuja. Pero si no se mantenía al frente, el peligro era perder la oportunidad del cambio. Es posible que el dilema que se dibuja en la mente de Pablo Iglesias en la legislatura no sea demasiado distinto al que Lenin se planteaba. “Nuestra tarea”, decía, “no es alentar la degradación de lo revolucionario al nivel amateur, sino levantar a los amateurs hasta el nivel de los revolucionarios”.

Vanguardia contra consensosDecía el filósofo marxista György Lukács, interpretando al líder ruso, que la revolución es imposible sin una crisis nacional completa, que afecte al mismo tiempo a los explotadores y a los explotados. Semejantes crisis abrirían nuevos espacios de oportunidad para el cambio. En estos momentos las vanguardias tendrían la responsabilidad de aprovecharlos. Su objetivo es, en definitiva, acabar de romper los consensos que ya se habían empezado a resquebrajar. En España, esos consensos son, sobre todo, tres: el de la izquierda en torno a la política económica y social del PSOE, el equilibrio generacional y la organización territorial. Podemos es una herramienta de vanguardia que precisamente aprovecha esas vetas en el sistema, se introduce en ellas como un escoplo y ayuda a consolidar la ruptura con un martilleo constante.

Iglesias insiste en que su partido necesita mantenerse tanto en las calles como en las instituciones. Es esta su manera de colocarse justo un paso por delante, sin estar dos más allá, de la ciudadanía. Aquí termina el paralelismo con el leninismo, pues tanto el secretario general de Podemos como el resto de la formación entiende y asume explícitamente que el contexto es hoy ineludiblemente parlamentario. Como consecuencia, el margen para la evolución solo se encuentra en las reformas. Pero si la única vía es el gradualismo, ¿de qué sirve entonces la estrategia frontal?

Sirve en las urnas que vendrán. Una vez descartada la posibilidad de formar parte del Gobierno o de influir de manera decisiva en sus decisiones, toda la atención vuelve a estar sobre las perspectivas electorales. Y todos los movimientos, dentro, alrededor o fuera del Congreso, van a ir interpretados en clave de voto esperado. De vuelta a trincheras que jamás se abandonaron, Podemos se sigue enfrentando a un PSOE con el que el equilibrio de culpas está claro, pues cada uno acusará al otro de la ausencia de un cambio drástico de rumbo en las políticas públicas.

El campo de batalla en el que tiene lugar la confrontación es caleidoscópico, pero permite trazar uniones periféricas. La ruptura de consensos y el espacio que va dejando el socialismo permite a Podemos seguir pescando votos en los que hasta ahora han sido sus caladeros principales: el extremo izquierdo, el ámbito más joven y urbano, y el sector más favorable a la descentralización territorial. En tanto que el marco institucional no permite una auténtica revolución en ninguno de los tres frentes (y cabe recordar que este es el diagnóstico del propio Iglesias), la frustración es inevitable. Cuando los votantes más extremos aprecien que la promesa simbólica de la vanguardia es inalcanzable, es probable que busquen alternativas que la cumplan antes que resignarse. El estrellón de Tsipras con el farol del referéndum y la posterior caída de Syriza ofrece un ejemplo gráfico. Pero también Podemos puede dejar a un lado ese dilema a cambio de la perspectiva de mantener viva la llama en el corto plazo. En ese caso, sus problemas tampoco son despreciables.

La dificultad más evidente es la de llegar a los votantes moderados: una estrategia basada en la ruptura de consensos los excluye casi por definición. No parece que esta sea la intención de la dirección actual de Podemos. Si la brecha se consolida, y todos los votantes se ven obligados a escoger un bando, lo natural es que aquello que Errejón denominaba hace meses “la centralidad del tablero” se parta en dos. Previsiblemente, una mayoría caerá del lado de quien no está fomentando la división. El nuevo objetivo de Iglesias está posiblemente en otro lugar: en los márgenes, y no en los extremos, del espectro político y social.

Los datos no están de su parte. Según las encuestas del CIS, Podemos concita un rechazo habitualmente mayor al de PSOE y Ciudadanos (votantes que responden que “jamás votarían” a la formación) entre personas con estudios de primaria o secundaria, obreros y trabajadores del sector servicios sin alta cualificación, y desempleados. Los resultados son similares entre quienes votaron en blanco, nulo o se abstuvieron en elecciones generales anteriores. Para aquellos que dicen no tener (o deciden no declarar) su ideología, Podemos genera una animadversión idéntica o incluso mayor a la del PP, por encima de las demás formaciones. Por el contrario, donde los morados sí arrasan es entre quienes comparten un diagnóstico negativo de la situación económica y política del país. Eso ha llevado a muchos a argumentar que la fuerza del partido se encuentra entre quienes se sienten excluidos, aunque no necesariamente lo sean en comparación con otros segmentos. La crisis se puede definir en función de expectativas no cumplidas, como el propio Iglesias ha apuntado en algún momento.

El problema de este razonamiento es que los partidos parecen tener una influencia considerable en las perspectivas de los ciudadanos. Trump en Estados Unidos ofrece un ejemplo de manual, pero no el único: a medida que el candidato republicano ha ido modificando las posturas del partido con respecto a la relación con Rusia o al comercio exterior, los votantes se han movido con él. Trump y su plataforma ideológico-mediática, como Iglesias y los suyos, conforman una vanguardia que aprovecha las grietas en los consensos existentes y se sitúa un paso por delante. Aunque lo haga desde una posición opuesta.

La vanguardia del proletariado leninista se enfrentaba a un sistema del que estaba efectivamente excluida, y pretendía sustituirlo por otro que pudiese controlar enteramente. Pero en un contexto que es pluralista por definición, donde todos están incluidos mediante el voto y la representación partidista domina la competición, esta lógica solo es útil para revolucionar el espacio ideológico que queda disponible en contraste con el resto de contendientes. En democracia las trincheras no sirven tanto para atacar como para defenderse. Así, con el paso del tiempo, a la vanguardia solo le queda pervertir su espíritu original y adelantarse tres o cuatro pasos sobre el ciudadano al que pretendía liderar de cerca, para seguir atacando los consensos tambaleantes mientras espera que funcione gracias a la profundización de la crisis nacional, lo que permitiría ampliar el perímetro de cooptación partidista. Si la situación no le acompaña, el vanguardismo puede degenerar irremediablemente en secta.

Jorge Galindo es sociólogo y candidato doctoral en el departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra.

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